Cuento | Frágil, por Leandro Villa

Tenía razón. Le pedí perdón y no me escuchó. En realidad sí me escuchó, pero me dijo que, si lo había hecho una vez, podía hacerlo otra vez. También me gritó que tenía que aprender, y no sé si aprendí. O quizás sí, pero es raro, porque no siento que lo hago porque él me lo enseñó. Debe ser el miedo que me dio en ese momento, pero ya no tengo miedo. Me dijo que no lo iba a hacer más, y le creo. Es buena persona, quiere lo mejor para mí. Todavía me acuerdo, pero si pongo un poco de música me olvido y a otra cosa mariposa.

Hoy trajo un poco de verduras para que le haga la sopa. Le encanta que le cocine. Y claro, es mi marido. Mi mamá me pasó la receta que a él tanto le había gustado la primera vez que visitó mi casa, en el sur. Hace mucho que no veo a mis padres, por cierto. Seguro a mi mamá también le pasaba cuando era más joven, si no ¿cómo aprendió a darle los gustos a mi papá? Como soy la más chica de las tres, no sé cómo vivían antes.

Me fijo la hora y estoy bien. Tengo tiempo para bañarme, cortar las verduras y dejar todo en la olla. Me baño ahora para no correr después. Sí, mejor hago eso. No le gusta que tenga el pelo mojado, dice que me puedo enfermar. Y eso también me lo enseño él. Piensa en mí todo el tiempo, eso lo valoro. Mejor dejo de dar vueltas y me pongo a cocinar, una vez me dijo que las mujeres somos más bonitas cuando vamos al grano y que es mejor hacer que decir, porque las palabras se las lleva el viento. Y él debe saber, porque es más grande y me enseñó mucho.

***

Listo, ya salí del baño y si no calculé mal, ya tendría que estar llegando. Hay un aroma riquísimo en el comedor, como a él le gusta. La mesa está lista y el postre en el freezer. Hoy llamé temprano a la heladería de Rocco, un amigo de mi hermana, y pedí una caja de alfajores con dulce de leche que vimos el otro día por internet. A mí me gusta más con maní, pero él es alérgico a esas cosas, y como el dulce de leche no me disgusta, compré cuatro de esos que él había elegido y uno de maní para mí. Después pruebo los que sobren.

Ayer, después de cenar, me escapé de la cama unos minutos para ver una película en la tele porque no había podido ver nada durante el día —a él le habían dado un día libre—, y mientras cambiaba los canales vi que había salido un nuevo número de la revista que compra mi marido. La tapa mostraba a la primera dama atrás del Presidente y, junto a ella, una leyenda: El regreso de la mujer decorativa. ¡Qué bueno! A él le va a gustar esta edición, pensé. Siempre me dice que la mujer es importante y que jugamos el rol pasivo de la familia. Según él, no es bueno que los hombres caminen solos, siempre tiene que haber una mujer apoyando las decisiones que ellos toman. Pero claro, para llegar a ese punto, las esposas tienen que aprender, y ellos nos tienen que enseñar, seguro pasa en todos lados, ¿no?

Acaba de estacionar el auto, todavía tengo unos segundos para revisar que todo esté en su lugar. Tengo la mesa preparada, el agua está fresca y en la jarra, el vino está… ¿dónde dejé el vino? sobre la mesada, dije. Tiene que estar en la mesa, casi me olvido. Listo. Las cortinas están cerradas, el televisor apagado, la canilla no gotea, la cama está estirada y la tapa del inodoro arriba. Mi celular, apagado.

Está poniendo la llave en la cerradura. Veo de lejos y espero que esté todo en orden. Cuando él lo considere, sirvo la comida y nos sentamos a comer. Una vez tuvo que esperar cinco minutos para que se cocinen unas papas porque el día anterior me había pedido una receta que había visto por internet y era la primera vez que la hacía. Yo le dije que no sabía hacerla, pero insistió tanto que asumí la responsabilidad. Después aprendí que hay que organizarse mejor y que los tiempos son importantes. Espero que no haya clases hoy.

—Buenas noches —dice cuando abre la puerta.

—Hola, mi amor —digo y lo abrazo.

—Mmmm, qué rico. Presiento que hay unas verduras tiernas cerquita y que todavía están calentitas —me mira—. Parece que ya están listas. Sonrío.

—Sí, ya están para comer. ¿Querés que te sirva? —pregunto y camino hacia la cocina.

—Y, a vos, ¿qué te parece?

Me detengo. Tiene razón, ¡cómo no va a querer que le sirva la comida si estuvo todo el día trabajando! ¡Qué estúpida que soy!

—Me parece que tuviste un día fatal y que unos masajes no te vendrían nada mal después de comer.

—Me encantaría, mi vida.

Se quita el saco y lo deja caer sobre el sillón. Se afloja la corbata y camina delante de mí hasta la cocina. Abre la heladera y saca la jarra con agua fresca. Me acerco despacio y le doy un vaso para que se sirva.

Se vuelve hacia mí. —No te pedí nada —dice, cortante, y se va a la habitación, no sin haber dado unos tragos de agua de la jarra.

Cuando abre la puerta de la pieza, prende la luz y asoma la cabeza. Siempre hace eso, mira que esté todo en orden y apaga la luz. Click. Está todo bien. Si hubiera habido algo fuera de lugar, ya me habría llamado. Ahí viene.

—¿Comemos? —pregunta.

—Sí —le digo. Muevo rápido las manos y retiro los platos de la mesa para servir directamente de la olla y no derramar sobre el mantel, sería una catástrofe. Una vez me puedo equivocar, dos no. Le sirvo caldo, un poco de papas, zanahorias y media batata. Saco la carne de la olla y la pongo en una fuente de vidrio rectangular. Él dice que primero hay que tomar el caldo y después comer lo más sólido. Termino de servirle a él y agarro mi plato. Hago lo mismo, pero sin batata.

—¿Entraron muchos clientes nuevos al estudio, hoy? —pregunto mientras le acerco el plato–. Cuidado, que está caliente.

—No, no muchos. Lo normal, pero cuando les explicás los honorarios se asustan y se van.

—Quizás hayan sido muy humildes.

—¡Qué me importa a mí! Si tienen hijos chorros, que les pidan plata a ellos para pagarme. Si no pueden pagar, que se pudran ahí adentro. Los van a cagar violando.

No digo nada. Aprendí que cuando habla de su trabajo, lo mejor es mantenerse callado. La vez que fuimos a visitar a mis padres, después de halagar la comida de mi mamá, mantuvo una discusión dura con mi papá sobre la prisión para los ladrones. Mi papá aseguraba que los que robaban tenían los mismos derechos de ser juzgados como cualquiera y podrían esperar las condenas en libertad. Mi esposo le explicaba que eso era uno de los errores que cometía el país al dejar que las leyes sean inamovibles hace años. Según él, hay que renovarlas, modernizarlas. Hay que ser más duros con los que cometen delitos. Tienen que estar todos encerrados.

—¿Está buena? —pregunto.

No dice nada, solo emite sonidos con la boca cerrada y asiente con la cabeza. Sonrío por dentro. Es muy tierno, no puede ni hablar. Sabe que la sopa está espectacular y hasta se llena los cachetes de comida.

Ambos terminamos el caldo y seguimos con las carnes. Le puse un poco de pollo para tener más variedad. En la semana quizás cocine algo de pescado. Al estar todo el día en el estudio, necesita mantener una dieta balanceada y probar de todo. Hay noches que sale a correr unas horas por Palermo, dice que la actividad física lo obliga a pensar en los casos de sus clientes. ¡Cuánta razón tiene! Salir a correr relaja la mente. Me gustaría hacer algo parecido, pero nunca tengo tiempo, siempre hay algo para hacer en casa.

—Compré los helados que habíamos visto —digo.

—Bueno, ponelos en un platito, así nos vamos a dormir temprano. Mañana tengo un día pesado.

—Sí, mi amor.

Cuando me levanto para servir el postre, suena su teléfono. Se levanta y busca, en su saco, el pequeño aparato que no dejaba de gritar. Debe ser algún cliente. Mientras tanto, abro los paquetes, pongo cada alfajor en su recipiente y cuando voy a dejarlos en la mesa, el teléfono de línea también suena. Raro, pensé.

—Hola —digo cuando levanto el tubo desde el living.

Mi marido me hace un ademán con los dedos y me pregunta quién es. Muevo la cabeza hacia los dos costados y aprieto los labios.

—Hola, Ali. Habla Rocco.

—Ah, hola Rocco —contesto y sonrío. Tapo el micrófono del tubo, muevo los labios como si dijera Rocco, para que él los lea. Además, gesticulo con las manos y le aviso que los helados están sobre la mesa—. ¿Cómo estás?

—Bien, bien, negrita. Te llamaba para saber si había salido todo bien… la cena, me refiero.

—Ah, sí. Todo muy bien. Todo bien calculado –susurro.

—Bien, me alegro mucho. Te estuve llamando al celular, pero cuando no me pude comunicar, supuse que estarías con él. Cualquier cosa, si necesitás algo, avisá.

—Gracias, Roquín. Te mando un saludo.

—No es nada. Cuando puedas, pasá por el negocio y hablamos unos minutos. Saludos.

Cuelgo. No me sorprendió la llamada, siempre es muy atento. El día que mi hermana me lo presentó pensé que sería mi cuñado. Pero eso quedó en la nada con ella, es más, no sé si se seguirán viendo. Ya la llamaré. “Espero que le guste el helado”, pienso. Vuelvo a la cocina y lo veo sentado. No tocó nada.

—¡Ey…! ¿No te gustó el helado? —pregunto.

—¿Qué es esto? —señala el plato con mi postre.

—Ah, ese es para mí. No lo toques, tiene maní.

—Sí, ya sé. Quiero saber qué hace en esta casa.

—Lo com… pré…para m… —se me cortó la voz.

Otra vez.

—¿Para vos?

Asiento con la mirada.

—¿Qué pasaba si me lo comía? ¿Me querés matar? —dice cuando se levanta de la silla. Se acerca—. ¡Te hice una pregunta! ¡¿Me querés matar?!

—No —murmuré.

—¡¿No sabías que en esta casa no se compra maní?! ¡¿Otra vez tengo que enseñarte qué es lo que se come en esta casa?!

Me paro firme frente a él, lo miro a los ojos un segundo y noto cómo la ira lo llena de valentía. Admiro frente a mi humanidad cómo su respiración le dilata los orificios de la nariz y su rostro enrojece cada vez más. Es impresionante. Su hombría lo agiganta. Hoy habrá clases, sí, y quizás yo aprenda algo nuevo. Pero hay una cosa que él vivió minutos atrás cuando quedó solo frente a un poco de helado: miedo. Sintió miedo. Sintió lo mismo que yo sentí las primeras veces que me enseñó. Es frágil como una copa de vidrio y él lo sabe. Sí, sintió miedo. Lo veo en sus ojos. Y la mejor parte es que él también puede darse cuenta de lo que yo sé. Por eso me quiere enseñar, para intentar demostrar quién domina. Pero es tarde. Este cambio de roles me gusta.

 


Leandro Ezequiel Villa (Buenos Aires, Argentina, 1990). Es profesor de inglés y estudia periodismo.

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