Al llegar a la esquina, Colmenares escuchó el disparo, uno solo, un pistoletazo que remeció el aire, poniendo una vibración en los vidrios de los exhibidores de ropa. Creyó incluso percibir el zumbido de la bala. Entonces, aún con el eco de la detonación en sus tímpanos, comenzó a correr. Era mejor prevenir. No había día en que los periódicos —esa prensa que exprimida como trapo se deshacía en chorros de crónica roja— y los noticieros de televisión no anunciaran la muerte de algún transeúnte desprevenido como él, que iba por el andén y repentinamente se encontraba con una bala perdida en el cerebro, en el corazón o en los pulmones. ¡Cómo había de gente ociosa en la ciudad, jugando a hacer tiros al aire por el solo placer de escuchar los estampidos y ver a los peatones corriendo acosados por el miedo!
Y él no sabía por qué siempre las balas perdidas terminaban en el cerebro, en el corazón o en los pulmones, sin atinar nunca en un blanco menos vital, por ejemplo, en los testículos, hecho gravísimo desde cualquier punto de vista que se juzgara porque dejaba al sujeto con una minusvalía —difícil hallazgo en el cruce de las palabras sobre el papel— para el amor y la procreación, pero de todos modos con vida para seguir arrastrando el ingrato retablo de las maravillas. Además, si guardaba discreción, nadie se iba a enterar de que era un eunuco que solo servía para el oficio de guarda de honor. Aunque cavilando un poco, ya no era necesario vigilar la honra de las mujeres con cinturones de castidad y sirvientes castrados pues los maridos de hoy se paseaban muy orgullosos, como orondos caribúes.
Pensó que una manera de protegerse de las balas extraviadas podía ser la de salir a la calle con un chaleco acorazado y una escafandra de acero en la cabeza pero le pareció que tales prevenciones, de ponerse en práctica, constituirían una grotesca forma patológica del miedo o quizás un grosero artificio de carnaval. Lo otro, razonaba Colmenares, era que las víctimas de las balas perdidas resultaban siempre ciudadanos que salían a cumplir alguna diligencia pues ya nadie se echaba a la calle a pasear, a sacar al perro para que hiciera sus gracias en los jardines ajenos, a contemplar los atardeceres desde la orilla del río, con la luz espejando en las aguas contaminadas. Las caminatas y el vagabundeo citadino, realizados por el solo placer de la contemplación, sin el ánimo de comprar los vestidos y accesorios de última moda exhibidos sobre maniquíes de sonrisa y tamaño natural, eran frívolas ocupaciones del pasado. Quienes salían lo hacían por necesidad, de lo contrario se quedaban encerrados en sus casas y apartamentos, mirando una película casi siempre de pistoleros y mafiosos o resolviendo crucigramas, como acostumbraba él, mientras llegaba el viernes en que recibía el paquete negro a las cuatro de la madrugada, de manos de un sujeto que nunca dejaba ver su cara, precaución que también debía tomar él cuando lo entregaba.
A Colmenares nunca le había interesado saber qué contenía la encomienda embalada en esa especie de terciopelo negro que parecía la piel lustrosa de un animal vivo. Lo que sí había hecho era olerlo. Y le gustaba hacerlo porque el tufo dulzón y al mismo tiempo mordiente que venía desde la profundidad del envoltorio le traía, unas veces, la visión de unas cometas amarillas subiendo al cielo en una tarde transparente de verano, aunque él no recordaba haber echado a volar cometas en su infancia. En otros momentos, cerraba los ojos y entonces el efluvio —emisión de partículas sutilísimas— del paquete generaba en su mente el contorno de una hermosa mujer negra de nombre Janaína que danzaba desnuda una música de tambores y saxofones asordinados, simulando ser pantera y luego serpiente y finalmente caracol, hasta quedarse inmóvil, sobre un piso de rombos iridiscentes, con las piernas abiertas, mostrando la profundidad de su sexo. Y esta alucinación lo llevaba a pensar en Magdala, aquella joven ardorosa que él sacó de un prostíbulo y llevó a vivir hasta que un día ella no pudo soportar sus silencios y se fue sin dejar rastros.
Y eso de quedarse mirando seriados de bandidos o resolviendo acertijos, pensaba Colmenares, había que hacerlo con la casa asegurada y hermética. A las balas perdidas les atraían las puertas, ventanas y claraboyas abiertas. El otro día, un fulano ya jubilado disfrutaba su tiempo de haragán viendo una película de gánsteres con la puerta de la calle de par en par y por allí entró el plomo y le dio en el corazón al vejete. Bueno, al fin y al cabo, se decía, ya estaba jubilado. Pero él, Emmanuel Colmenares, era un hombre joven que no tenía por qué morirse ahora, a los treinta y tres años, sobre todo de esa estúpida manera sin heroísmo que resultaba caer bajo un proyectil despistado. Aunque pensándolo bien, tampoco le gustaría morir en un acto memorable, al estilo de los paladines griegos, a pesar de que su vida carecía de un norte que orientara y justificara su rumbo.
De cualquier manera, por miedo o quizás por puro instinto animal de conservación, cuando escuchó el disparo, Colmenares se lanzó en carrera, en un impulso o reacción refleja y automática, sin perder tiempo en averiguar quién estaba perturbando la tranquilidad de la calle. Se fue en picada, evitando mirar atrás o a los lados, por el andén que se curvaba en un descenso prolongado. Miró solo adelante, deseando ubicar el paisaje de los robles y las lluvias de oro que rodeaban la enorme casa donde permanecía sin comunicación con nadie. No que fuera suyo ese viejo caserón manchado de rojizos lamparones sino que había sido su refugio desde hacía siete meses, cuando alguien le dijo que viviera allí si era capaz de recibir y entregar un paquete. Y claro, él dijo que sí. ¿Por qué no iba a poder llevar a cabo una diligencia tan elemental?
El esfuerzo del trote sobre el pavimento le producía un dolor en el lado izquierdo, a la altura del pecho, exactamente en la unión del pectoral mayor con el menor. Pero no se detuvo. En realidad era un dolor leve, un dolorcillo que con seguridad desaparecería cuando dejara de correr. Observó, con cierta satisfacción, que otros transeúntes también huían del peligro. De modo que él no era el único medroso —temeroso, pusilánime, que de cualquier cosa tiene miedo— que salía en estampida ante el sonido de un disparo hecho por un imprudente que jugaba al pistolero. Luego comprobó que todos, aun la señora que daba traspiés con un niño en los brazos, lo adelantaban y se perdían en las bocacalles, dejándolo a él solo sobre la calzada que seguía haciéndose demasiado larga en el descenso.
Él simplemente salía a llevar el paquete que un desconocido le dejaba todos los viernes a una hora puntual de la madrugada. Esa era su única ocupación laboral de la semana: recibir la encomienda y luego dejarla a las tres de la tarde del mismo viernes, en la dirección que en un papelito le anotaba el tipo del rostro embozado. De regreso, compraba algunos alimentos en el supermercado, pan de centeno y vino tinto, entre otros víveres, y cuando ya era fecha de reposición, la infaltable revista de crucigramas. Luego se encerraba en su cuarto, olvidado del mundo contingente y peligroso de afuera. La ciudad se hacía cada vez más agresiva. Una simple diligencia se convertía en un arriesgado recorrido. Colmenares pensó, usando un lugar común, que las balas perdidas eran cotidianos zarpazos que desgarraban la atmósfera de la selva de cemento. Y ese riesgo de la muerte azarosa haría que finalmente no se pudiera realizar diligencia alguna y la ciudad pereciera en un estado de inercia indolente. Él no sabía hasta qué extremos perniciosos tendrían que vivir esa situación de inseguridad.
El dolorcillo aumentaba un poco, apenas un tris —porción muy pequeña de tiempo o de lugar, causa u ocasión levísima— pero él no se detenía, seguía corriendo aunque ahora con más dificultad pues la calle terminaba su descenso y comenzaba a subir en una pendiente moderada pero que de todos modos exigía un mayor esfuerzo a sus pulmones. Sabía que después del edificio que ya dejaba ver su perfil de ladrillo quemado, se abría una explanada donde se levantaba la vieja casona que él habitaba, una construcción de elevado torreón coronado por la cruz de una antena satelital. En verdad la casa no era suya pero era allí donde le notificaron que permaneciera mientras podía cumplir las órdenes de recibir y entregar el paquete negro. Sobrepasó el edificio y divisó, a cuatrocientos metros, en medio de la intensa floración amarilla de los robles y las lluvias de oro, la fachada de su casa con las volutas y los arabescos ya deteriorados de las columnas. Después de atravesar el pórtico —sitio cubierto y con columnas que se construye delante de los templos u otros edificios suntuosos—, Colmenares llegó ante la alta puerta de madera labrada y respiró profundo, con la boca abierta, estrujado por la premura de los pulmones reclamando oxígeno. Sin perder más tiempo, sacó la llave del bolsillo del pantalón y la introdujo en la cerradura. Deslizó el pestillo y empujó la pesada puerta. Fue entonces cuando, antes de entrar, escuchó el segundo disparo, esta vez más cerca, y sintió un olor a fulminante quemado. Dio un tropezón y cerró la hoja con un golpe seco. Ciertamente, salir a las calles de la ciudad se había vuelto peligroso.
Deseó ir a su cuarto pero no tuvo fuerzas para moverse, mucho menos ahora que arreciaba la punción como un lanzazo en el pecho, y decidió quedarse en la sala de antiguos muebles tapizados en cordobán y damasco granate que hablaban de un antiguo esplendor. El cansancio invadía sus músculos y huesos. Vio inalcanzable la comodidad de la silla turca y, sin oponer resistencia, dejó que su cuerpo se derrumbara en el piso, sobre la vieja alfombra escarlata. Ya se levantaría después, cuando recobrara energías. Ya subiría más tarde por la escalera de caracol, cuyos escalones de granito rojo llevaban a los dormitorios en la segunda planta. Ya entraría a su habitación y se echaría en la cama. Solo necesitaba reposar un momento, permitir que se fuera calmando ese intenso dolor que quemaba sus sienes como una corona de fuego líquido. Era la ebullición de su sangre en las arterias, provocada por la agitación de la intempestiva carrera. Habría que mejorar su resistencia física. El dinero que le entregaban por llevar el paquete se acumulaba inútil en uno de los aparadores de arriba, así que bien podía pagarse un buen programa de ejercicios en algún gimnasio de máquinas aeróbicas y consejos dietéticos. Tenía una vida muy sedentaria, cruzada apenas por la sola ocupación de los acertijos y la diligencia del paquete de olor dulzón y mordiente, con su negra piel de gato vivo. Le mortificaba no saber cuál era esa palabra de ocho letras con que se iniciaban las horizontales. Nombre usado por el profeta Isaías para designar al Redentor. La tercera letra era M y la última L. Convenía reponerse ahora, era mejor olvidarse de los estúpidos crucigramas y dejar que el sueño invadiera sus ojos y párpados, que se resistían a seguir abiertos…
Guillermo Tedio. Es profesor de literatura en la Universidad del Atlántico, Colombia. Ha ganado varios concursos nacionales e internacionales de cuento. Es licenciado en Filología e Idiomas. Estudió Derecho, con tesis sobre propiedad intelectual en Colombia. Es Magíster en Literatura hispanoamericana, del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá. Sus trabajos críticos han sido publicados en revistas y periódicos de Colombia y el extranjero, e incluidos en distintas antologías. Relatos suyos han sido traducidos al francés, inglés e italiano. Ha publicado los libros de narrativa: La noche con ojos, También la oscuridad tiene su sombra, El amor brujo y Cuentos felinos.