[Imagen: pintura de Joshua Reynolds]
En el mundo humano la niñez señala el lugar privilegiado en que la vida se abre a la Vida. Sin ese impulso primario en que la vida se consagra a sí misma, la marcha de nuestro mundo se estancaría secándose, así, el flujo perpetuo que algún día indicó Heráclito. Este más que ontológico hecho refuta a todos aquellos que, de manera miope, califican a la niñez como una mera niñería; sin embargo, es necesario, cuidando de no rayar en la condescendencia, practicar la paciencia y dirigirla a tales almas miopes, pues, como se aconseja en la obra de un aviador conocedor de un pequeño gran príncipe: “Les enfants doivent être très indulgents envers les grandes personnes”[1].
Sería falso afirmar que no se ha tratado con precisión y verdad el tema de la infancia, pero no sería menos falso decir que se le ha consagrado la reflexión suficiente. Considérese pues lo que dicen los psicólogos —con toda justicia— sobre el estatus de este relevante tema: la infancia remite al periodo comprendido entre la lactancia y la adolescencia; periodo que supone, de manera implícita, la complejidad de procesos psíquicos que terminarán por hacer de un individuo la persona que es. Añadamos a esta caracterización psicológica solo uno de los muchos puntos de vista biológicos para tener un panorama más acabado de lo que significa, en nuestro mundo, ser niño. Se sabe, por ejemplo, que la glándula timo realiza una tarea verdaderamente irremplazable y determinante en el crecimiento del infante encargándose del fortalecimiento del sistema inmune del niño evitando, de esta manera, que este sucumba ante enfermedades tempranas; por otra parte, se sabe también que esta glándula únicamente se encuentra activa durante el periodo de vida infantil para, después, perder su tamaño y funciones en la edad adulta; quizás, también, por la noble presencia de esta glándula los niños desarrollan su pequeña vida bajo el atributo de la inquietud. Estas ideas nos dan una imagen primera y precisa de la vida infantil susceptible de enunciarse como sigue: la infancia es el primer estadio de lo humano en el que se desarrollan las condiciones físicas y psíquicas para el buen advenimiento de un adulto sano y funcional, es decir, un “adulto serio”. Sin atisbo de duda, la infancia se identifica con aquello que los psicólogos y, en general, científicos afirman sobre ella; no obstante, y desafortunadamente, es seguro que la esencia y relevancia del fenómeno de la niñez escapa a la exactitud de sus descripciones. La infancia, irremediablemente, se vincula con procesos fisiológicos que permiten el desarrollo de una vida singular, sería inconsecuente afirmar lo contrario pero, más que un entramado altamente complejo de procesos biológicos, señala uno de los momentos fundamentales de lo humano, pues, si la vida que se realiza en nuestro mundo se dirige a alguna parte —quizás un télos—, requiere, necesariamente, como uno de sus basamentos la experiencia de lo real sui generis efectuada en la niñez, momento extra-ordinario que señala, como hemos dicho ya, el lugar privilegiado en que la vida se abre a la Vida.
La precisión de las descripciones a nuestro alcance sobre la infancia peca, no obstante su innegable valor práctico, de obviar la verdad que vive en la niñez. Omisión efectuada por una razón que no es menor y que quizás funge, paralelamente, como una suerte de redención, esta razón es la siguiente: la complejidad y belleza inherente a ciertos acontecimientos y experiencias les presentan bajo la máscara de lo sublime maravilloso. Esta maravilla, a causa del shock que la acompaña, suele ser vivida bajo el velo de lo inefable que, más que una imposibilidad de decir, debe considerarse el mejor modo en que la majestad de la maravilla puede ser dicha; lo inefable ya no es una limitación lingüística sino un modo único y sui generis de decir la experiencia del mundo. La vida que explota en la niñez es una de tales experiencias inexorables que, por mor de su belleza, ha desbordado las determinaciones del discurso científico y filosófico. Aquí podemos añadir que, afortunadamente, nuestras posibilidades de decir el mundo no se agotan en estos tipos discursivos e incluyen formas marcadas por la necesidad de trascendencia (de decir más, siempre más) expresada en la poesía, la novela y en general en el ejercicio literario. Que la verdad realizada en la niñez escape a las determinaciones conceptuales nos indica dónde no iniciar la búsqueda y, simultáneamente, el valor de la misma experiencia vivida jamás enclaustrada en palabras, no importa qué tan hermosas, elocuentes e infinitas sean. La niñez debe ser buscada en la niñez misma y tal solo se logrará siendo niño de nuevo al consagrarse a una de las tareas más bellas que se le han encomendado al género humano: el juego.
El amable lector podrá objetar en este punto que este es un ensayo cuya materia prima remite, indudablemente, a palabras; a esta totalmente pertinente y precisa objeción del amable lector, el autor responderá que más que palabras, las formas y grafías que constituyen este ensayo son, sobre todo, juguetes. La razón es muy simple: estos “juguetes-palabras” quieren decir mucho más de lo que dicen y se necesitará ser niño para verdaderamente jugar con ellas (por otra parte, ¿no es acaso este jugueteo la irresistible invitación que acompaña toda lectura poética?). No se trata de afirmar que las palabras no se vinculan de ninguna manera con la niñez pues ejemplos hay muchos de que lo hacen y de maneras que rayan en lo sublime, no solamente por la belleza de sus formas sino por la verdad y majestad de su contenido. Por mencionar un ejemplo, en Nanas de la cebolla, más que la marca del genio hacedor de versos, podemos encontrar un índice que transporta más allá del verso mismo invitando a rozar una verdad que alguna vez fue totalmente nuestra pues, gracias a ella, todos nos movimos en el mundo –por lo menos en el breve pestañeo de una infancia– escapando de él para crearlo nuevamente: “Es tu risa en los ojos la luz del mundo / […] /Tu risa me hace libre, /me pone alas. /Soledades me quita, /cárcel me arranca”[2]. El amor de Miguel Hernández hacia su hijo motiva el poema completo y es ese mismo amor el que roza la niñez plasmada en estas letras como un intento de gritarse a través de ellas. Sin embargo, resta aún explicitar en qué sentido la niñez concede alas a la par que libera de un tipo de encarcelamiento y, sobre todo, cómo ese movimiento ilumina mundos, a tal tarea consagraremos las siguientes reflexiones.
Lo que los psicólogos, biólogos, pedagogos, etc., han obviado sobre la niñez ha sido soslayado por la literatura, sutil y delicadamente soslayado. Querer decir la niñez es como acariciar a quien se ama; la alegría del primer contacto que acompaña el tacto de la cálida piel es seguida por la certeza de que la persona amada excede infinitamente lo que entrega este cuerpo; por ello, la caricia —cuando es verdadera— deviene el gesto que mejor expresa el amor, pues consciente de la infinitud que reviste a la persona amada sabe que jamás será abrazada por un solo gesto, por una sola caricia; la caricia, propiamente hablando, no tiene fin. La belleza que resplandece en la niñez también es infinita a su manera. La maravilla y excedente de vitalidad que la caracteriza no puede asirse bajo el yugo de las palabras, si acaso sentirse o presentirse a condición de jugar con las palabras mismas hasta que pierdan su condición de grafías, fonemas, signos de puntuación, etc., y se conviertan en vida que explota en llanto, ríe a carcajadas, ama con besos y sueña vidas que trascienden el mundo ya a nuestra disposición en un impulso asaz hermoso por su perennidad. La belleza que envuelve la infinitud de la vida en la niñez nos muestra que el mundo construido por los adultos y la pesadez de su seriedad no agota las direcciones que puede tomar la vida misma; la vida expresada en la niñez es ligera, siempre dinámica construyendo y re-construyendo mundos ad infinitum. Habrá que tomar con “seriedad” esta sublime invitación a tener sueños cada vez más grandes y mejores pues en ello, probablemente, se encuentra la realización de lo humano, la marcha irrefrenable de la aventura que solemos llamar vida. Pero antes de aventurarse por la vía del ensueño, es necesario considerar cómo se sueña en la niñez y si la actividad onírica correspondiente se distingue de otras formas de sueño, como aquellos que guían la vida de las personas serias por ejemplo, aquellos pertenecientes a la gente “adulta”. En esa dirección, el mundo literario ofrece una ingente cantidad de material preocupado por la vida infantil, lo que significa que la susceptibilidad literaria ha sido afectada por la maravilla que vive y explota en la niñez; esta afección ha motivado la creación de novelas, poemas, cuentos, etc., creaciones magnificas que han intentado retratar el excedente de vida que, si se da, es más bien bajo la máscara de lo irretratable; algunas veces el semiretrato es dulce y alegre, tierno como la dulce fruta que se deshace al contacto de nuestra mano; otras, el retrato es cruel y amargo, agudo y helado como la mirada que desborda lágrimas de odio. Pero decir que la maravilla del excedente de vida retratado es dulce, decir que este excedente de vida es amargo, decir ambas es hablar como el adulto que ya ha enjuiciado el mundo en el que vive. La niñez no puede ser un juicio porque tal sería limitar el infinito al que señala.
En la siguiente entrega, profundizaré acerca de las ideas planteadas previamente.
[1] Le petit prince, Saint-Exupéry. A., Ebooks libres et gratuits, Novembre 2008, www.ebooksgratuits.com, p. 6.
[2] Antología poética, Hernández. Miguel., Madrid, Austral, 2010, p. 258.
Hugo Martínez García. Radica en la Ciudad de México. Cursó sus estudios de licenciatura y posgrado en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Autor del artículo “Una subjetividad ética. Reflexiones sobre el estatus ontológico de la subjetividad en la fenomenología de Levinas”. Actualmente explora la forma de ensayo literario como medio de expresar contenidos que escapan a otras formas discursivas.