El proceso de divorcio empezaba a transformar a Paulina en un arma que no se definía bien de la empuñadura, no encontraba la forma de amoldarse a los dedos gruesos y callosos de su padre o a las manos delicadas y largas de su madre. Naturalmente, ella no quería ser un arma, Paulina quería ser un mantel cuadriculado para los días de campo, una rodaja de limón en el agua, la servilleta blanca que resguarda el sándwich, una hormiga roja que come las migajas dulces y saladas, la canasta de mimbre o una ensalada de zanahoria; no quería ser el cuchillo que corta el pan de molde, ni siquiera la pala de metal que corta el pequeño pastel. Solo pensaba en aquel último día de campo que pasó con sus padres.
Pero había otra Paulina que conocía muy bien a Paulina Mantel Cuadriculado. La conoció desde que era pequeña y pequeños, también, sus ojos, sus dedos y los movimientos en la cuna cuando acababa de despertar; Paulina cargó a Paulina Rodaja de Limón, cambió varias veces su pañal, escuchó sus murmullos, sus lloriqueos, se enterneció por la leche que vomitaba sobre el hombro de su padre y los reflejos de sus manos al poner su dedo índice en ellas. Por Paulina tenía su nombre Paulina. Las separaban cincuenta y tres años, muchas arrugas y varios centímetros. Las unían los ojos azules, la nariz recta y algunas dudas infantiles.
Ahora estaban unidas por una cosa más: la casa de Paulina. Todos los días, a la misma hora, su padre dejaba a Paulina Servilleta Blanca en aquella casa y ella, al verlo alejarse, sentía que la ventana amarilla se hacía más pequeña, la mesa de caoba más larga, la puerta con el pavo real tallado más pesada y ruidosa y el piso se convertía en arena rosada movediza. El silencio encerrado en las paredes zumbaba en los oídos. Las dos Paulinas envolvían sus palabras en algodón y pedazos de nubes que la tarde iba dejando por encima de las casas, era hasta que tomaban los cubiertos para comer pechugas empanizadas con ensalada cuando el choque del metal y la porcelana hacía estallar las nubes y reventar los algodones protectores y lo único que se veía en sus bocas era saliva y muelas. Las palabras se ocultaban debajo del jitomate, el limón y el pan dentro de su boca, hasta se ocultaban en otras palabras como “¿Me pasas la sal, por favor?” o “Sí” o “Gracias”; Paulina estaba acostumbrada, no solo por el hecho de pasar las veinticuatro horas del día encerrada en su casa, sino, porque la vejez la estaba volviendo vulnerable a los lobos del Desierto de Sonora, los leones de Kenia, los osos rusos o los tigres de India que acechaban su casa. Para ella, los pájaros eran un sonido distante sobre la barda de su casa, como si intentara escucharlos con unos binoculares al revés, pero sus ojos ya también empezaban a cansarse.
Mientras que Paulina Hormiga Roja escuchaba hasta el hervir del agua en la estufa, como un chirrido sobre el del silencio que salía de las burbujas y explotaba en la superficie, ella estaba lista para salir corriendo cuando llegaran los osos, leones, lobos y tigres de todos los lugares del mundo. A ella no le impediría correr el reumatismo y los huesos no le tronarían, porque su exoesqueleto es inmune a la osteoporosis, no tropezaría por la ceguera de las cataratas o los dolores en la espalda y la cadera; es más, ella observaría los alrededores de la casa y vería a los lobos, leones, osos y tigres inmóviles, con destellos verdes en la noche, temblando de frío y en las mañanas serían arbustos que poblaban las pesadillas de su abuela, aunque no lo supiera ninguna Paulina.
En sus pesadillas, Paulina sentía que su fémur era arrancado por un oso hambriento, su rostro devorado por las fauces del león o el lobo y el tigre la torturaba exhalándole en la cara, pero cuando estaba a punto de triturarle la tráquea y acabarla ella despertaba. En la cama no había a quién contarle sus pesadillas, por ello temía que se hicieran realidad. El tigre de verdad le deshacía sus cuerdas vocales, pues encontraba inútil gritarle cuatro metros bajo tierra y cincuenta kilómetros hasta el Panteón Español a Onésimo Francisco—el que había muerto de cáncer un mes antes de que su nieta naciera—que se la estaban comiendo los animales. La pasión artística de Onésimo y su tumor emergieron en diferentes lados, el cáncer en su próstata lo había hecho crear al único animal peligroso de la casa con sus manos: un pavo real de casi tres metros hecho de madera.
En realidad, la escultura estaba incompleta, le faltaba más profundidad, la pintura y unas hojas de oro que pensaba ponerle en sus plumas. Sería una escultura de tres dimensiones hecha de tres bloques, usaría la técnica del estofado para realizar su obra maestra, lo pondría en la sala de su casa y el pavo real miraría a los invitados mientras tomaban agua o vino. Pero el general Onésimo Francisco había cultivado su empirismo estofado animal dos siglos después de haberse perfeccionado la técnica en figuras humanas. Él no recrearía a Cristo en la cruz y sus magulladuras, a Santiago en su caballo blanco o a una Virgen dolorosa con los pliegues de su ropa. Él haría un pavo real en estofado italiano con pan de oro y esmeraldas en sus plumas largas, citrinos en los ojos, lapislázuli en su cuerpo y ágatas ocres como corazones abiertos para sus patas. La primera placa frontal que esculpió marcaba la pauta para seguir las otras tres más profundas cuando la próstata empezó a hincharse más, porque se rellenó de zafiros, malaquitas, ópalos, y los rubíes se derretían y los orinaba junto con polvo de diamante y grumos de ámbar.
Paulina decidió poner al pavo real en la entrada de su casa para nunca olvidar al general, decía. No se dio cuenta de que el recuerdo de la muerte de su esposo se hinchaba y deformaba como la madera en días lluviosos, los años lo habían ennegrecido y deteriorado. Ya no importaban ni los ojos del pavo real ni los del general: oscuros y podridos como su futuro.
Paulina Canasta de Mimbre era al revés. Su futuro estaba bien iluminado y completamente cegado para ella, todavía no fabricaba suficientes recuerdos para inventar la nostalgia, ni podía recordar que en dos años dio su primer beso, que en seis tuvo su primera relación sexual y, mucho menos, recordaba que en diez años olvidó a su abuela Paulina. Para ella importaba el futuro, se preguntaba qué le pasaba ahora a su abuelo Tata en el cielo, qué estaba haciendo su amiga Mariana, qué hacían mamá y papá, qué pasaría con ellos y con ella. Había mucho tiempo para pensar en el futuro, en cuatro años pensaría en los ojos podridos del abuelo.
Fue un 18 de julio, justo cuando su padre cruzó la puerta de pavo real, cuando creó el único recuerdo que tendría de la infancia. Nunca dejó de sentir tristeza al ver a su papá marcharse, lo acompañaba hasta el pavo real y de allí lo veía hasta que desapareciera después de la otra puerta al otro lado del jardín, agarrando fuerte el filo del umbral para sostenerse del piso que se volvía movedizo. El jardín todavía tenía los animales vigilando la casa, pero se encontró con otros dos que nunca había visto por allí: un gato y un pájaro. El gato había tomado por las alas al pájaro y lo desplumaba, ya casi no se movía; pero, cuando lo hacía, el gato lo tomaba con sus garras y lo volvía a morder. No parpadeó ni cuando el gato volteó al pajarito hacia su hocico, se metió su pico y sus ojos y mordió fuerte. Paulina Ensalada de Zanahoria escuchó tronar el cráneo del ave y gritó. La puerta de madera maciza, se cerró encima de su mano con la fuerza del aire y gritó más. Su abuela corrió, olvidándose de sus reumas y sus dolores de espalda, olvidando el pasado.
—¡Paulina! ¿Qué te pasó?
—La puerta, abue… —dijo sollozando—, la puerta… me… machucó.
—A ver tus dedos… —dijo alzando la mano de su nieta—. No están mal. Te voy a hacer chocolatito.
—¡No quiero chocolate, quiero a mi papá y quiero que ese gato deje en paz a ese pajarito!
Ya no estaban los animales vivos, el gato había huido con el ave al escuchar el azotar de la puerta. Solo quedaban los viejos matorrales animales.
—Pau, voy a hacer chocolatito con tus manos —tomó los dedos, los envolvió en sus manos e hizo fricción con ellas—, aunque, si quieres, puedo hacer uno de verdad ahorita.
—¿Por qué dices qué es chocolatito? —le dijo a su abuela, calmándose.
—Había… hay un instrumento muy viejo que servía… sirve para hacer espuma en el chocolate. Se llama molinillo, lo sumerges en el chocolate, lo tomas como yo agarro tus dedos y lo mueves igual.
—¿Tú tienes uno?
—Creo que sí. Vamos a buscarlo, ven.
Entraron a la casa y dejaron atrás a todos los viejos animales que espiaban la casa; pusieron de cabeza la cocina, buscando un molinillo de chocolate que, en palabras de Paulina, era un palo con un lado más gordo y con muchos surcos como sus arrugas de la cara, porque era un utensilio muy viejo que existía mucho antes de que su abuelo Tata o ella nacieran. Se hablaron toda la tarde, su abuela le contó historias entre cucharones y pocillos que nunca creyó contarle a nadie, ella se enteró de historias que nunca creyó escuchar en el eco de una cazuela. Ese día, mientras reían y se contaban cosas, el divorcio estaba arreglado: la custodia total la tendría la madre.
Su papá llegó derrotado, cansado y triste. Tenía que llevarla inmediatamente con su madre, nada les dijo a las Paulinas. Ellas se despidieron con la promesa de encontrar un molinillo para hacer chocolate juntas.
Paulina salió de su casa después de mucho tiempo, había superado a los viejos y secos animales de su jardín para salir al mercado y conseguir un molinillo. Su futuro ya no era tan oscuro, miraba a su nieta con los mismos ojos azules con los que ella le miraba. Era una niña azul, en un mundo azul, de cetáceos y pulpos y tortugas y cielos despejados. En una semana, su nieta no había aparecido, esto le ayudó a buscar el utensilio hasta encontrarlo con un viejo vendedor de palas de madera.
No llegó la semana siguiente, el veinticinco de julio tampoco apareció, ni el primero de agosto. Escuchó abrir el pavo real de su casa el nueve de agosto y se apresuró, con el molinillo en la mano, para encontrarse a su nieta; pero, solo encontró a su hijo Francisco.
—¿Dónde está Pau?
—Me la quitaron, mamá… me quitaron todo, mi coche, mi casa… ella tiene la custodia total y no me deja verla más que una vez a la semana en mi… en su casa.
Paulina, cargando sus sesenta y tres años, comenzó a llorar: Los caminos que tomaban las lágrimas eran aleatorios, porque las arrugas las guiaban al lado izquierdo o trasero del cuello o a las orejas. Los ojos azules se hacían más grises, como si se le vaciaran y se drenara el mundo de todo el color azul. Su hijo Francisco la abrazó para consolarla. Pero ella no lloraba por él, sino por su nieta y por ella, lloró por la promesa que no le cumpliría jamás a su nieta.
Paulina Cuchillo olvidó su promesa en unos meses. Creció, fabricó recuerdos, nostalgias y combinó las historias que, aquella tarde, le contó su abuela sobre su infancia con las historias de la suya: “Recuerdo cuando me encontré a mi gato Nublado (el gato de su abuela) comiéndose un molinillo… sí era un pájaro muy viejo, con plumas de oro y cuerpo azul (su abuela le había contado la empresa de su abuelo Tata antes de morir) que gira cuando está volando… claro que existe. Me acuerdo del sonido de su cráneo partirse con el hocico de mi gato, también tenía un lobo, un león, un oso y un tigre, todos de madera, que vieron todo lo que le pasó al pobre molinillo sin hacer nada y en vez de eso me llenaron de pesadillas, se comían mis dedos… te digo que sí existe”.
Olvidó a su abuela Paulina, no recordaba su voz, su rostro o sus manos manchadas, que se pudrieron como los ojos del abuelo Francisco. Perdió las manos que yacían a cuatro metros bajo tierra y que nunca utilizaron el viejo instrumento de madera.
Rodrigo Mora (Ciudad de México, 1996). Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuentos en revistas como Rojo Siena, Palabrerías, La liebre de fuego y La Rabia del Axolotl. Es lector de cómics y novelas gráficas. Hoy su canción favorita es “1979” de The Smashing Pumpkins.
Muy bueno con una interesante trama que encierra una triste realidad
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