Cuenta la leyenda que, en cierto pueblo lejano, un anciano venía burlando a la muerte ostentando ni más ni menos que la venerable cifra de doscientas velitas de cumpleaños extinguidas. Asombrado y escéptico a partes iguales, un reportero decidió averiguar personalmente la veracidad de tamaña noticia. Armó las valijas cargando, entre lo rutinariamente habitual, la pequeña sensación de tener que encontrarse ante una farsa alimentada por la superstición popular (que, dicho sea de paso, ya le había sucedido en ocasiones anteriores, formando en él el hábito de la prudencia para evitar futuras decepciones).
Una vez llegado al pueblo, y viendo cómo el tren se iba sumergiendo lentamente en la distancia, puso manos a la obra. No le llevó más de cinco minutos encontrarse frente a la puerta de don Francisco: no había allí persona que no lo conociera.
La casa era pequeña, pero de aspecto alegre y lleno de vida con su jardín de cuidados girasoles y rosales, en consonancia con el fresco celeste de sus paredes. Barnizados postigos cubrían las ventanas y su achocolatado color formaba un conjunto agradable a la vista.
Llamó a la puerta con los nudillos llenos de curiosidad en cada leve golpe. ¿Con qué iría a encontrarse? Al cabo de unos segundos, del interior de la pequeña casa, pudo oír unas lentas pisadas que se acercaban a él con una calma digna de competirle de igual a igual a la calma característica de la hora de la siesta. La puerta apenas chilló, ejercitada ya en su labor de nexo entre el anciano y el gran número de curiosos que solía visitarlo a menudo. Ante él, la leyenda: era bajito y, sorprendentemente, aún conservaba (aunque escasos) finos hilos de plata en su cabeza. Sus ojos mantenían un oscuro y firme marrón que resaltaba entre las marcadas arrugas de su rostro, como indicando al tiempo que todavía quedaba mucho paisaje por disfrutar.
—Hoy no quiero churros, José. Mi dentadura ha vuelto a jugar a las escondidas, desde el martes que no canto piedra libre.
—¿Don Francisco? Disculpe usted la molestia, no soy José… Soy reportero y también me gustan los churros. Con mates dulces, claro.
—Doscientos años suelen jugarle a uno malas pasadas, joven, disculpe usted. De manera que también ha venido a averiguarlo, ¿verdad? Ha nombrado el mate, ¿quiere pasar? Pongo la pava y con gusto le respondo.
Lentamente ingresaron en aquel pequeño mundo, territorio virgen aún para la muerte.
—No puedo creerlo, ¡doscientos años! Pero, ¿cómo?
Una pícara sonrisa encendió el rostro del anciano, casi tan brillante como el fuego que lentamente cedía su calor a la pava. Don Francisco estaba feliz de volver a contar su historia: jamás se aburría.
—La muerte es viejísima, mi amigo. Todo lo recorre y arrebata y vigila sabrá Dios desde hace cuánto. Pero vea: a veces, muchos años no son sinónimo de sabiduría, precisamente. Y con ellos también va llegando la pereza, tanto para nosotros, simples mortales, como para ella. Va buscando a los más débiles, casi siempre. Ya no está para trotes largos, imagínesela tratando de arrebatar a un deportista en plenas olimpíadas: va detrás del atleta y su garrocha, improvisando a último momento una con su guadaña. Al llegar a la colchoneta, no sería más que un rompecabezas con túnica.
»Además, el de ella es un trabajo full-time, rutinario y monótono: no dispone del tiempo necesario para disfrutar de un buen libro, ver un documental, de aprender algo nuevo e instruirse… En fin. Era todavía un jovencito de apenas ochenta años cuando nos cruzamos por primera vez. Fue en la lavandería. Estaba sentado, concentrado en evitar que el calor de la tarde me llevara el helado de frutilla a la camisa en una lenta catarata rosada, mientras esperaba mi ropa limpia:
“¡Don Francisco!”, era el llamado de Marta, la lavandera, inconfundible después de tantos años. “Su ropa ya está lista. Con este perfume, no me extrañaría verlo cruzar el umbral con una bella abuelita como novia la próxima vez”.
“Las únicas que me persiguen son las moscas, Marta”, le dije. “Pero, ni bien me ven blandiendo el mosquitero cual experto esgrimista, se les va el amor”.
»No me percaté de la presencia de mi compañera de banco hasta que miré hacia un lado, al levantarme. Al principio, solo vi un periódico. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención, puesto que muchas personas matan la espera en su lectura (o la espera los va matando a ellos, aunque no reparen en ello). En este caso pretendía ser un camuflaje, y digo pretendía por algunos detalles: en primer lugar, esa hilera de huesos delgados y viejos que sostenían con firmeza el papel. El otro detalle, al bajar la vista, me sorprendió y divirtió en igual medida: una bermuda de un chillón color anaranjado era la antesala de unas piernas o, mejor dicho, de un par de huesos, tan viejos como los de las manos, que actuaban como tales. Por un momento me creí en un sueño, ¡aquello era ridículo! El periódico bajó lentamente. Al verla cara a cara, extrañamente, no fue miedo lo que sentí, sino más bien curiosidad:
“Don Francisco, qué coincidencia, ¿no?”.
“La muerte en persona, hoy sí que fue un día de locos. ¡La muerte en la lavandería! ¿Qué haces por acá?”.
“Vine a traer mi túnica, aprovechando de pasada para llevarte a pasear. Dos pájaros de un tiro, ¿viste? Hay días que ando con la puntería afilada”.
“¡Pero si todavía soy un pibe!, por favor, ¡déjame por lo menos un año más!”.
“¿Otro año? ¿No te alcanzaron ochenta?”.
“Nunca alcanza, compañera… Ahora que estás tan cerca, me doy cuenta de que hay cosas que nunca hice, que nunca dije… Por lo menos dame tiempo para ir a pescar por última vez y cumplir con una pequeña lista de pendientes”.
“Humanos. Nunca les alcanza con nada, siempre quejándose de todo. Así es la vida, Francisco. Pero yo soy la muerte, la contracara. Aunque ambas podemos ser injustas, a veces. Pero no te podés quejar, que bastante camino anduviste. Hora de ponerse en marcha”.
»Sin saber qué decirle, atiné a cantarle retruco con lo único que se me ocurrió:
“Pero date cuenta, Muerte. ¡Mirá cómo estás! ¿Te imaginas las carcajadas de la gente en la calle viendo cómo te llevas, con esas bermudas chillonas que casi se te caen de tan huesuda y la guadaña al hombro, a un viejito de la mano, mientras se toma un helado de frutilla? Te irías del pueblo con la medalla de oro a la ridiculez. Además, es poco profesional para un oficio tan serio como el tuyo, ¿no te parece? Dale, un año más… Es lo único que te pido”.
»La muerte miraba hacia abajo, pensativa. Al cabo de un rato, dijo con su voz hueca:
“Aunque me cueste reconocerlo, tenés razón. Y si espero a que mi túnica esté lista para poder llevarte, corro el riesgo de que me la ensucies de rosado. Y ahí tendría que matarte dos veces, con los trámites que eso implicaría. Para colmo, es la única que tengo. ¿Sabés lo difícil que sería para mí conseguir otra? Cuando compré esta no fue lo único que me llevé de esa tienda: conmigo se vino también el pobre sastre que me atendió. Infarto, según el acta de defunción. Pobre hombre, ¿qué lo habrá asustado tanto? Bueno, suficiente charla. Andá, antes de que me arrepienta”.
»Arrepentido estaba yo después de escuchar la radio mientras cenaba: había salido el 47 a la cabeza y me olvidé de jugarle. Pero bueno, ¿qué más podía pedir? Tenía mucho por agradecerle a Dios antes de conciliar el sueño. Pasó el tiempo. Un mes, dos meses, seis… Un año. Y ahí me acordé, súbitamente, de que no había hecho nada de aquello que le planteé como justas razones para quedarme. Bicho raro el ser humano: cuando no tenemos tiempo vivimos hablando de todo lo que haríamos en nuestro tiempo libre y cuando tenemos a disposición cada día del calendario nacen las excusas. Qué paradoja, ¿no? Pero lo que corre no es el tiempo: él siempre está. Después de todo, ¿qué es un año más para la muerte? Los que nos vamos somos nosotros, con un balance en la mochila entre lo que hicimos y los espacios por llenar… Pero me estoy yendo del tema, joven. Como le decía, pasó un año y nada. ¡Vaya sorpresa! ¿Se habrá olvidado cómo llegar? ¿Tendrá mucho trabajo? Pasaron muchísimos años más. Muchísimos días de pesca, infinidad de helados de frutilla, paseos bajo el sol, baños en la laguna. Ya no era ese jovencito de ochenta. ¿Cómo se acomodan ciento cincuenta velitas amarillas en una torta mediana? ¡Con qué hermosa fiesta me sorprendieron los vecinos! Desde luego que ya no podía bailar salsa como antes: no me hacía demasiada gracia el pensar en tener que ir a buscar la desvencijada cadera al patio de atrás. Pasada la fiesta, la melancolía se te viene encima como un baldazo de agua fría. ¿Qué se le va a hacer? Nada es eterno, como ya lo había comprobado la torta apenas unas horas antes. Me fui a la cama, agotado pero feliz. Ya eran las doce. Solo noté que me había quedado dormido cuando me desperté vaya a saber uno a qué hora. Tenía la boca seca. Busqué las pantuflas, entre la oscuridad, con el debido cuidado de no volcar el vaso con la dentadura (cuando se pierde, esa es más difícil de encontrar. A veces creo que se escapa por las noches como una ardilla escurridiza y que se reúne con las demás dentaduras del pueblo a jugar al póquer y beber whiskey; mientras nosotros, los viejos, después de tanto buscar y rebuscar, nos resignamos al menú de la papilla por vigésima vez). Se podía oír el silencio, solo roto por el sonido del agua al entrar en el vaso. Bebí. Me disponía a volver a la cama cuando lo oí clarito como el agua que acababa de tomar: tres golpes cortos, pero firmes, llamaban a la puerta. “¿A esta hora?”. Ya debían ser las tres, por lo menos. “¿Será don Vicente que viene a buscar su sombrero?”. De bailar no se había olvidado, eso es seguro. ¿Quién se preocupa por el paradero de un viejo sombrero marrón en plena fiesta? “Pero no creo… Si yo estaba en el quinto sueño hasta hace un momento, y sin haber bailado, don Vicente ya habrá perdido la cuenta”. Fui hasta la puerta:
“¿Quién es?”.
“Esta vez no vine en bermuda, mi estimado. ¿Eso te dice algo?”.
»¡Era ella! No estaba preparado, uno nunca lo está. No me quería ir aún. ¿Qué decirle?
“Este… La persona con la que intenta comunicarse se encuentra fuera del área de cobertura”.
“¡Qué tipo! por lo visto, no perdiste el sentido del humor. Eso es bueno. Pero bastante compasiva fui con vos. Mirá todos los años que pasaron”.
»Fingida voz de mujer le respondió del otro lado:
“Soy la mamá, Francisco no va a salir a jugar. Menos a esta hora. Volvé mañana… O dentro de doscientos años más”.
“Eso sí que no te lo crees ni siquiera vos, atorrante bajito. Dale, que no estoy para bromas. Todavía me restan cien por buscar. ¡Y en la otra punta del globo! Abrí la puerta”.
“Bueno, che… No te enojés… ¡Qué sensible que estás hoy! ¿Te puedo preguntar algo antes?”.
“Pero rapidito, que la noche pasa volando”.
“¿Por qué tantos años de yapa? Por supuesto que estoy agradecido, no me vayas a malinterpretar”.
“Fijate qué buena suerte la tuya: ¿te acordás de esa tarde en la lavandería?”.
“Por supuesto que la recuerdo. Hay bermudas que no se olvidan. Digo… ¿Cómo me voy a olvidar? Si fue de lo más raro que me tocó vivir”.
“Bueno, escuchá: ese mismo día, casi llegando a la noche, me llama el jefe. Me dice que me apure, que no pierda el tiempo en macanitas, en abuelitos charlatanes. Se había vuelto a escapar el Ángel de lo estrambótico. Sí, ese picarón amo y señor de las más insólitas situaciones. ¿Qué, pensabas que solo era obra de la imaginación de Poe? Oh, claro que no. Es bien real. Y estaba haciendo de las suyas otra vez: gente que se rompía el cuello en la ducha, en un imprevisto culipatín entre el agua jabonosa. Solo esa noche llegué a contar cincuenta. Otros muchos, en Japón, en medio de un ataque de risa provocado por el chiste de un colega juerguista, terminaban con el sushi atorado en el medio de la tráquea. Y la lista sigue… Bueno, en fin: un laburo de locos. ¿Entendés ahora? Para colmo, lo que tiene de estrambótico lo tiene de vivo: todavía anda suelto. Y en cualquier momento tengo que salir de urgencia, así que dale, Francisco. No me hagas perder el tiempo”.
“Mirá, no pienso abrir. Es mi casa y estoy en todo mi derecho. Me declaro en rebeldía”.
“¿Ah, sí? ¡Pero mirá que ingrato resultaste ser! Hasta acá llegó mi paciencia, no me dejás otra opción más que entrar por la fuerza, aunque sea por el ojo de la cerradura”.
»Por primera vez, sentí un poco de miedo. Hablaba muy en serio. No había terminado de decirlo, cuando una espesa niebla, a cuentagotas, comenzó a filtrarse por el ojo de la cerradura. Ahora sí estaba perdido… O puede que no. ¿Qué pasaría si?… No, no creo que algo tan simple sea útil… Pero con probar nada se pierde, ¿no? Y fue así como mi dedo índice se convirtió en ariete y escudo a la vez: tapé por completo aquel pequeño óvalo.
“¿Pero qué hacés? ¡Sacá ese dedo de ahí, caradura!”.
»Las soluciones más sencillas a veces son, también, las más efectivas.
“¡No compliques más las cosas! Te dejé soplar doscientas velitas ya, ¿y así es como me pagás?”.
»El sonido de un teléfono cortó repentinamente el ataque de ira de mi inusual compañera.
“¿Hola? Estoy ocupada. ¿Se acuerda de Francisco? Otra vez haciendo pataletas… Perdón, jefe. Sí ya me lo había dicho. Lo que menos quiero es perder el tiempo. Ya salgo para allá. Hasta luego. El de arriba te debe tener una simpatía especial a vos. Otra víctima de una combinación letal: una cáscara de banana y un transeúnte distraído. Y todavía me restan muchísimos. Ese Ángel tiene más de diablo que de ángel, me va a dar un ataque de estrés. Se me cuida, don Francisco. O evite descuidarse, mejor dicho. A lo mejor la próxima me dé por no golpear… Y ahí lo quiero ver”.
»De repente, el silencio. ¿Y si era una trampa? Acerqué un ojo a la mirilla: afuera, la noche estaba en total calma, ostentando su vestido de miles de estrellas. Ni un rastro de mi perseguidora. ¡Se había ido! Volví a la cama, fatigado: para un anciano como yo, aquello era comparable a una maratón. Cerré los ojos, con una paz inmensa en el alma. Desde entonces, joven, no ha vuelto a aparecer. Las que aparecían, en cambio, con excesiva frecuencia en los periódicos, eran noticias de muertes absurdas. Tal es así que la imprenta local decidió dedicarle una sección especial. A río revuelto.
—¿Y no siente miedo?
—Bueno, en ese entonces lo sentí: verme arrancado de todo lo que amo, tan de repente… Además, cada día que pasaba aparecía un nuevo pendiente. Pero ahora, ya mucho más comprensivo, me doy cuenta de que todo cumple su ciclo, todo tiene un porqué. He disfrutado de la vida en todo su esplendor. Amé, reí, lloré, canté, tropecé y aprendí. Aprendí, sobre todas las cosas, a seguir el norte que marca mi corazón. Y si hubo algo que murió, destino que venía evitando yo, fue el miedo. El miedo a vivir, a intentar. Tal vez llegue ese día, no sé cuándo ni dónde me encontrará, en que el Ángel de lo estrambótico retorne a su celda, con grilletes en sus alas. Tal vez, ese día la muerte no golpee y me sorprenda en mitad de la noche, inmerso ya en las aguas de ese gran terreno neutral que llamamos sueños. Cuando ese momento llegue, joven, ya no habrá reproches. Sé que nada me he guardado y que he vivido con el alma, que he dejado mi huella indeleble en este mundo. Y eso, a fin de cuentas, es lo único eterno, compañero. ¿Quién me quita lo bailado? —de afuera comenzaba a llegar el agradable canto de los grillos. Había oscurecido, sin que lo hubieran notado. El tiempo parece tener alas cuando cada minuto se disfruta.
—Una historia impresionante, don Francisco. La editorial no va a dudar ni un segundo en que ocupe la primera plana, no es para menos. Le agradezco tan cordial bienvenida, no me equivoqué al venir. Será mejor que tome el tren ahora, antes de que sea demasiado tarde —ambos se incorporan y se dan la mano con una sonrisa. Cinco dedos viejos y huesudos se encuentran con los del anciano.