La rosa es la síntesis de lo eterno y lo perecedero. Decir rosa es un axioma de belleza, fragancia y color. Empero, el lenguaje no son las cosas: la palabra es una metáfora de la realidad. Bástenos recordar la segunda escena del segundo acto de Romeo y Julieta, cuando la heredera de los Capuleto recuerda la nimiedad de los objetos y sus apelativos: “That which we call a rose / By any other word would smell as sweet”. La rosa no dejará de ser rosa, aunque se llame de otro modo, ya que su aroma no depende de su nombre. La belleza vive despreocupada en el mundo de lo incognoscible: no necesita ser nombrada para ser hermosa. Nunca habrá un de-por-sí-para-sí tan increíblemente bello: “La rosa no tiene por qué, florece porque florece, no se presta atención a sí misma, no pregunta si la ven”.
Explicar la belleza, entonces, es una tarea perdida. Como diría Salomón, es semejante a “querer atrapar el viento”. Análogo es el lenguaje con el que buscamos definir el universo: el asidero ontológico que nos da sentido y el bloque de mármol en el que el mundo toma forma. Pero delimitar siempre es un “acercarse” y nunca un “definirse”, las palabras no revelan el misterio, solamente lo enuncian, acaso lo sugieren. El reino del lenguaje es el de la no certeza, de la pregunta y de la posibilidad. Es, quizá, la razón por la cual Borges calificaría al universo de “inconcebible”.
Si reflexionamos sobre los atributos posibles de la belleza, pensamos por etimología en la palabra “bondad” y por semántica en la palabra “verdad”. También es posible, dejando a un lado a Santo Tomás, decir que si algo es bello es porque es perfecto, en tanto que es bello por su propia perfección. Conceptos como “verdad” y “perfección” pertenecen a un terreno extraordinario fuera de la comprensión humana por su propia condición metafísica. Acercarse a ellos es aproximarse a la frontera de lo inescrutable.
Sin embargo, la experiencia mística se deleita en lo impenetrable y se recrea en lo incomprensible. Para tal empresa, el místico consagra su alma al mundo espiritual, dejando de lado el mundo material y transitorio. El cuerpo, como materia finita y corruptible, no tiene sitio en la unión con la divinidad, eterna y perfecta. La persona consagrada a tal actividad ejercita su espíritu para alcanzar la perfección y conocer el éxtasis de ser uno con Dios. La Suma Verdad, la Máxima Bondad, la Inefable Belleza, la Sabiduría Suprema son atributos que representan a Dios. El místico, al fundirse con la divinidad, se vuelve partícipe de estas cualidades.
La naturaleza del Eterno es tan basta y compleja que coloca al místico en un segundo plano, a semejanza de los profetas del Antiguo Testamento que caían de rodillas ante la santidad de Dios. Quien vive la divinidad lucha por no fallecer ante la gracia del Creador. Comprende, de repente, que su naturaleza humana, tan imperfecta y corrupta, nada tiene que ver con la santidad de Dios; así, el lenguaje humano, que acaso cifra el universo, queda sepultado. Como dijo José Gorostiza en “Muerte sin fin”:
Cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema —confuso— en la garganta,
exhausto de sentido;
[…]
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga —confuso— en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
En la experiencia mística, no hay cabida para explicación alguna, cualquier intento de nombrar las cosas implica un revés epistemológico. El lenguaje, herramienta hermenéutica del hombre, se vuelve inútil: “Un no sé qué que quedan balbuciendo”, dice San Juan de la Cruz. En el lugar santísimo, en el terreno de Dios, no es posible pensar y sentir a la vez. Semejante al pensamiento creador, todo se vuelve un pensamiento sensible. Solo existe la posibilidad de describir lo sucedido mediante un lenguaje lleno de limitaciones.
Después de ser uno con Dios, el místico emplea sus esfuerzos comunicativos para transmitir la experiencia vivida. Es de esperarse que, a través del lenguaje, se busque la santidad y perfección de Dios: el lenguaje místico pretende ser semejante al de la divinidad. Pero este esfuerzo, como ya hemos visto, está condicionado a la naturaleza finita del hombre: el lenguaje del místico, humano, imperfecto y limitado, es en todo caso una copia desgastada o un reflejo débil del lenguaje santo. En ese sentido, el lenguaje del hombre es el Aleph falso del que habla Borges en su cuento homónimo: aquel que simula el infinito y pretende el universo. Por contra posición, el Aleph verdadero es el de Dios, aquel que existió primero y por medio del cual todas las cosas fueron hechas.
Por tal motivo, el lenguaje del místico está lleno de analogías, referencias y metáforas: el idioma del místico es poético por antonomasia. Si todo lo que existe fue hecho por medio de la palabra de Dios, a través del Aleph verdadero, cada cosa bien puede ser una referencia hacia la divinidad. En ese sentido, el místico toma para sí objetos del mundo terrenal y los dota de un carácter simbólico, considerándolos signos del mundo metafísico. En este caso, se encuentra la rosa, símbolo de belleza, del hombre, pero también de la perfección, de la santidad, la creación y, finalmente, de Dios.
Como símbolo de belleza, la rosa nos recuerda que lo bello está ligado a la fugacidad: la belleza dura lo que un instante entre dos eternidades. Este carácter efímero de la belleza también es propio de la vida del hombre. Al pensar la rosa como símbolo místico, es necesario recordar un par de pasajes bíblicos, el del Salmo 103, versículo 15 y 16: “El hombre, como la hierba son sus días; Florece como la flor del campo, / Que pasó el viento por ella, y pereció” y la primera epístola de Pedro versículo 24: “Porque: Toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre, como la flor de la hierba. Se seca la hierba, y la flor se cae”.
Así mismo, la rosa también es símbolo de perfección, ya que demuestra la belleza sin vanidad. Semejante al místico que se despoja de sus condiciones materiales para consagrar su alma al mundo espiritual: su fin es la perfección y la unión con Dios. Como ejemplo están los siguientes versos del Peregrino Querúbico, grimorio del místico polaco Angelus Silesius (1624):
LA BELLEZA:
La belleza es luz; cuanto más te falta la luz, más repelente eres de alma y cuerpo.
LA BELLEZA DESPREOCUPADA:
Hombres, aprended, pues, de las florecillas de los prados cómo podéis complaced a Dios y permanecer hermosos.
Tal es la exigencia del camino del místico que implica una total entrega a Dios. Uno de los méritos de la consagración hacia la divinidad es la fe absoluta hacia el Creador, por el cual todas las cosas fueron hechas y por quien todo se sostiene. Así, Silesius sugiere —basándose en las Sagradas Escrituras— que el camino del místico conlleva una plena confianza en Dios:
DEJA QUE DIOS SE OCUPE DE TODO:
¿Quién decora las azucenas? ¿Quién alimenta a los narcisos? Entonces, cristiano, ¿a qué tanto inquietarte por ti?
Lucas 12: 27 – 28:
Considerad los lirios, cómo crecen; no trabajan ni hilan; pero os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de éstos. Y si Dios viste así la hierba del campo, que hoy es y mañana es echada al horno, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe!
La rosa representa también el camino del místico. Como símbolo de la santidad, la rosa fue retomada por Dante en su Comedia. Al estar estructurada en tercetos (endecasílabos), dividida en tres partes: el infierno, el purgatorio y el paraíso; al ser tres los protagonistas: Dante, Virgilio y Beatriche; y tres las divinas personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la Comedia apela a un carácter simbolista en fondo y forma. No es casualidad que la letra Aleph —ya mencionada anteriormente— se considere una figura triúnica, es decir, tres en una. La grafía «א» está constituida por tres trazos: el primero es una yod “י”, el segundo es una vav “ו” y el tercero es otra yod “י”. Juntos forman la grafía “א”. Recordemos que el Aleph divino es aquel por medio del cual todas las cosas fueron hechas.
Por lo tanto, la cuestión de lo divino está presente en la obra de Dante, en ella se retoma el símbolo del lirio del apóstol Lucas y lo resignifica como ejemplo del camino del místico convirtiéndolo en símbolo hermano de la rosa:
Quivi è la rosa in che ‘l verbo divino
carne si fece; quivi son li gigli
al cui odor si prese il buon cammino
La rosa en que encarnó el Verbo divino
está con los lirios que, fragantes,
marcaron con su olor el buen camino.
Así las cosas: si pensáramos que el universo es un jardín, el místico sería la rosa, que, por medio de su ejemplo, guía mediante su aroma a los otros seres humanos hacia la senda oculta que conduce a la divinidad, aroma que emite de manera axiomática puesto que es la santidad lo que lo produce y le da belleza, fragancia y color. Por lo tanto, quizá la rosa sea un símbolo de la historia de un recorrido iniciático, retomada por Dante en su Comedia, en la cual el Infierno, lugar de pecado y podredumbre, representa el abono que fertiliza la flor. Terreno pantanoso e inmundo donde la rosa echa sus raíces y del cual se nutre. El Purgatorio, lugar de sufrimientos, donde las almas se purifican y limpian de sus culpas, pero también donde son probadas. Si bien es un lugar escabroso y espinoso —recordemos la forma de la rosa—, representa la transición del espíritu por la depuración, que lo prepara para el encuentro con lo divino. Por último, está el Paraíso, lugar de suprema santidad. El iniciado ha pasado del conocimiento mundano al perfeccionamiento moral hasta la cima donde se encuentran los espíritus transfigurados. Lugar de la Rosa Mística formada por Dios, Jesucristo, sus principados y potestades y sus santos. La rosa transfigura el espíritu hasta la beatificación, semejante al proceso alquímico de la transformación del plomo en oro.
Por lo tanto, podemos concluir, luego de este breve recuento, que en la Rosa Mística se encuentra el significado primigenio del cosmos y su fluir en el tiempo: el místico al conocer a Dios ha alcanzado el saber y la ciencia divina. La Rosa Mística consagra en sí misma todas las transformaciones, metamorfoseándose ella misma en la Rosa Alquímica.
Bibliografía
De la Peña, Ernesto. La Rosa Transfigurada. México: FCE.1990. 233 pp.
Gorostiza, José. Poesía: Notas sobre poesía, Canciones para cantar en las barcas, Del poema frustrado, Muerte sin fin. 2da Ed. México: FCE. 149 pp.
Shakespeare, William. Hamlet, Penas por amor perdidas, Los dos hidalgos de Verona, Sueño de una noche de Verano, Romeo y Julieta. México: Porrúa. 1973. (Colecc. Sepan Cuántos) 272 pp.
Silecio, Angelo. Peregrino Querúbico. Trad. Francesc Gutiérrez. España: Ediciones de la Tradición unánime. 1985. 219 pp.