Cuento | Al otro lado de la línea, por Alexis Castro

La niña trepó velozmente los peldaños y se sentó al filo de la resbaladera, acomodó detrás de las orejas su enredado cabello castaño, alzó los brazos y gritó al deslizarse. Era la quinta vez, a lo largo de la tarde, que se dejaba caer por la inclinada plataforma, después lo hizo cinco veces más, pero alternando, claro, con los otros juegos. Corría y saltaba de un lado al otro sin mostrar el menor indicio de fatiga.

A veinte metros, en una banca, una mujer leía un libro. Era una edición antigua de Raymond Carver que había adquirido en una feria instalada cerca. Rara vez compraba libros en mercados de segunda, pero había olvidado el nuevo en casa, en alguno de los otros bolsos, y debía matar el tiempo de alguna manera. Sabía, por experiencia, que tal vez aguardarían más de lo debido y leer mientras tanto resultaba siempre una buena opción. Por eso no le costó decidirse al ver la portada. Era la misma, pero con arrugas y un poco de polvo. Así, tras acomodarse, terminó cuatro relatos de Carver, cuatro relatos que leyó bajo la sombra de un ficus cuyas hojas se desprendían sobre el pasto.

—No corras —le decía a la niña, entre una página y la siguiente, pero de poco servía en realidad.

Cuando se aproximaba al final de la cuarta historia, pensó en leer dos más, o por lo menos una, pero acabó con aquella y postergó las otras. Se desanimó por la hora, que transcurrió sin que sucediera nada de lo previsto. Además, igual tendría que releerlas todas en otro momento, porque si bien lo intentó, no lo había hecho como quiso: entre cuidar a la niña y estar pendiente de que él aparezca, no había prestado la atención necesaria.

—Que no corras —volvió a decir.

Enseguida miró nuevamente la hora. Iban a dar las seis. Contrariada, cayó en la cuenta de que no habían esperado más de lo debido, sino que habían esperado en vano. Para entonces las nubes se habían tornado negras (al igual que su buen humor) y la gente empezaba a dejar el parque.

—Cristina, vámonos —dijo. Se había puesto de pie y guardaba el libro en la cartera.
—Un rato más —suplicó la niña, que ahora jugaba en el columpio.

La mujer señaló al cielo:

—Va a llover —dijo.
—Por favor, mamá…
—Te he dicho que vengas.

La niña arrastró los pies sobre la tierra, se acomodó una vez más el cabello y corrió hacia su madre.

—¿Vendrá papá? —preguntó.
—Me cansé de esperarlo —respondió la mujer. Había extraído una toalla del bolso y le limpiaba el sudor.
—Quiero que venga.
—No depende de mí.
—Pero quiero verlo…
—Carajo, Cristina, ¿no lo entiendes?

La niña, confundida, bajó la mirada.

—Ya pues —dijo la mujer—. No es para tanto, no llores.
—¿Por qué papá no ha venido?
—No lo sé.
—¿No quiere verme?
—No es eso.
—¡Me odia!
—Qué tonterías dices, Cristina. Te ama.
—¿Y por qué no vino?

La mujer contestó de memoria, tal y como había hecho, en más de una ocasión, desde hacía ya buen tiempo.

—Salió tarde del trabajo.

***

Las primeras gotas cayeron sobre la ciudad a las seis y quince de la tarde. Cristina y su madre se enrumbaron por un sendero que desembocaba en una calle secundaria, de donde les faltarían aún setenta metros (a lo largo de un pasaje transversal) para llegar a la avenida.

—¿Mamita? —dijo la niña. Ya más tranquila, formaba un recipiente con las manos para atrapar el agua.
—Dime.
—¿Por qué papá no vive con nosotras?

Le había hecho la misma pregunta en tres o cuatro ocasiones y por experiencia sabía qué decirle o de qué manera desviar la conversación, pero esta vez la mujer, harta por fin de lo mismo, se quedó callada.

—¿Mamita?

A lo lejos se escuchaban como un murmullo los motores de los autos y el silbato de algún policía que intentaba ordenar el tránsito. La gente alrededor apresuraba el paso, pero ellas, a pesar del tiempo, caminaban sin prisa. El polvo se convertía en barro que se adhería al calzado.

—¡Mamá!
—¡Por qué gritas, Cristina!
—Solo quiero saber…
—Te lo he dicho muchas veces.
—Pero…
—Ya sabes por qué. No insistas, carajo.
—Lo siento, mamita —dijo la niña y bajó de nuevo la mirada.
—¿Otra vez? —renegó la mujer—. Cálmate, ¿quieres?
—Pero… papá nunca viene a casa.
—Viene cuando puede.
—No, nunca viene.
—Se le hizo tarde, ya te dije.
—Siempre se le hace tarde.
—Así es él.
—Pero… ¿por qué?
—Yo qué sabré. Se lo preguntas otro día.
—No. Ya no.
—Allá tú.

La niña frotó sus párpados.

—No lo invitaré más a mi cumpleaños —continuó.
—Lo mismo dijiste el año pasado.
—Pero el próximo… no. No lo invitaré.
—Cumplirás siete…
—¡Que no! —gritó Cristina—. No quiero que venga más.
—Bájame la voz —se alteró la mujer y, aún caminando, la sujetó con fuerza del brazo.
—¡Me duele, me duele! —se quejó la niña.
—¡Cállate!
—Suéltame… ¡Me duele!

De pronto gritaban ambas y también forcejeaban… Parecía no importarles que se encontraban en la calle. Avanzaron así unos treinta metros; al pasar junto a ellas algunas personas se quedaban viéndolas, incluso un hombre intentó acercarse, pero la mujer, furiosa, le dijo que no se metiera.

—Lárgate —alcanzó a decir.

Conocía bien la sensación, pero nunca se había dejado ganar por ella ante Cristina, menos se le habría ocurrido, ni en la más abominable pesadilla, descargar sobre ella sus frustraciones… o culparla. Sin embargo, una mezcla letal de rabia y vergüenza inundó sus venas aquella tarde (una sustancia negra, venenosa) y cuando no quedó ni un centímetro libre hundió con fuerza la punta de los dedos en el brazo de la niña, tan delgado y frágil, incluso incrustó el borde de las uñas. Se había pasado la mañana arreglándoselas, al igual que el cabello ahora estropeado por la lluvia, pero qué importaba ya. Solo presionó y presionó sin medirse mientras en su cabeza se repetía la misma pregunta humillante de siempre: “Por qué mierda me metí contigo”.

—Suéltame, mamita —insistió Cristina, pero ella parecía ignorarla.

De tal manera llegaron a la avenida. Luego de cruzar se refugiaron bajo el toldo de un café. El aroma de las tasas calientes llegaba hasta la calle, pero se extinguía de inmediato por el humo de los carros. La mujer, en silencio, miraba de un lado a otro como si buscase a alguien; la niña, con un puchero encendido, emprendió una última batalla contra el dolor.

—¡Déjame! —gritó, y de un tirón consiguió liberarse.

A esas alturas llovía con fuerza, llovía como nunca antes había llovido por esas fechas. La gente, sorprendida, buscaba la manera de llegar a casa: en taxi, en bus… sobre todo en los últimos, a pesar de que aparecían con poco espacio para más personas.

La mujer abrió su bolso y empuñó el celular.

—¿A quién llamarás? —sollozó la niña, que se frotaba el brazo mientras la observaba.
—Cállate.
—¿Llamarás a papá?
—¡Que te calles!

***

Debió intentarlo un par de veces antes de que le contesten:

—¿Hola? —dijo del otro lado una muchacha. Sonaba de veinte años aunque de seguro era mayor, por lo cansada de su voz parecía haberse pasado la tarde entera durmiendo, parecía también que el teléfono, muy cerca de la cama, la había despertado—. ¿Quién es? —preguntó de nuevo, al final de un bostezo. Luego guardó silencio.

La mujer, por el contrario, no pronunció palabra alguna, aunque lo intentó, porque había decidido finalmente gritar la verdad y deshacerse de una buena vez de la incertidumbre que laceraba sus huesos, pero no pudo. Lo había pensado antes —cómo no— pero se acobardaba al final y esa tarde, con la ciudad inundada, sucedería lo mismo: ninguno de los adjetivos que tantas veces había practicado por las noches, después de llorar, salió de su boca. Permaneció quieta, con el aparato pegado a la oreja mientras miles de gotas gruesas se estrellaban contra el asfalto. De pronto alcanzó a escuchar, junto a la muchacha, la voz adormecida de un hombre. La reconoció de inmediato. Al instante escuchó la voz de otra niña, tan parecida a la de Cristina, que le preguntaba a su madre, apenas despierta, quién había llamado.

 


Alexis Castro Morales. Es de Trujillo, Perú y trabaja como periodista.

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