Se conocieron por junio, eran dos almas tristes y cansadas. Bebieron de sus ríos hasta dejarlos secos, y como llegaron se fueron; cada quién por su camino para no volver a verse.
Pero eran mentirosos y a veces se encontraban; rozaban sus pulgares con timidez fingida, besaban sus almas sin tocarse las bocas, escribían historias en arena y cal.
Ya no recuerdo cómo se sentía todo eso, pero se sentía.
Ya ninguno de los dos (ni nadie, pero fingen) recuerda cómo sentir.
Después ellos se iban, sí, lo hacían de nuevo; como el polvo de mezquite que se corre con el viento. Se iban a la menor provocación, con la más tonta excusa. Mientras se marchaban un dolor en el pecho les decía que no, que se quedaran, pero ellos lo ignoraban como a tantas otras cosas.
Nadie nunca les creyó que ya no se quisieran. Todo fue tan rápido, de un día para otro, su separación fue tan corta y tan perfecta, tan indolora y madura, que por supuesto no podía ser cierta.
Ellos lloraban por las noches, nunca dejaron de llorar, ni cuando se encontraban cuerpo a cuerpo en arrebatos de pasión.
Todo les sabía a mar.
Se habían salado.
Eran la sal.
Al final, terminaron por acostumbrarse. Acostumbrarse a ser infelices. Vivieron muchos años pensando en qué sería. Se rodearon de otra gente, se llenaron de otros ríos, pero siempre se secaban, y cuando hacían el amor… se quedaban dormidos.
Oscar Molina. Estudiante de bachillerato que no piensa en el futuro. Apasionado de la historia, lector por diversión y espíritu inconforme. Escribe siempre desde el asombro de su juventud.