Érase una vez un tiempo en el que la oscuridad alumbraba más que la luz. En aquel tiempo, cuando las preguntas y las dudas se abrasaban con fiebre redentora, cuando el mundo aún se construía con el sudor de las bestias y la esperanza de los hombres, Plinio se ganaba el sustento sudando como los hombres y creyendo, tal vez soñando, como las bestias.
Sufrida su primera piedra por otros muchos decenios ha, la muralla defendía, de manera más aparente que cierta, la linde del reino desde la cruz del horizonte hasta aquí. Solo hasta aquí. La idea, la fantasía siempre inconclusa, era prolongarla hasta besar su propio nacimiento, hasta convertirla en un auténtico ouroboros protector del dominio.
Inconclusa hasta ahora. Tensas como nunca las relaciones con la monarquía vecina, la necesidad de una completa coraza frente al potencial, ya casi indudable, enemigo se había vuelto más perentoria que nunca: la construcción debía culminarse de una vez por todas.
Miedo, hombres y bestias, carros y útiles… La corte ya disponía, ahora sí, de casi todo lo necesario para rematar la tarea. De casi todo. Faltaba, sin embargo, un elemento también básico: los sillares. La piedra. Conseguirla no era tan fácil, según se creía, como dar una patada en el suelo y tropezar con ella. Aunque el dedo gordo maldijera el golpe, “¡¡Ay!!”, hasta dos veces.
No era esa piedra, la del descuido o la ignorancia, la más vulgar de todas, la que iba a contener o a retrasar, al menos, el choque. No. Era otra muy distinta. Otra dura, grande y pesada como ella sola, carne viva de cantera muerta en…
El capataz, brújula de la expedición, sabría. Y supo: “¡Partimos al amanecer!”. Y hacia allí, fuese donde fuese, punto cardinal a varias jornadas de distancia, dirigieron a la aurora, hermosa compañía, Plinio y su cuadrilla.
Giró así la moneda del sol y la luna, de la luz y la oscuridad, hasta caer, nuevo día, sobre su destino. Cundió entonces la sorpresa, el desconcierto, la sombra de la burla.
Detenida en aquel viejo horizonte, infinito sucesor de sí mismo, la expedición, lejos de encontrar yacimiento alguno, se dio de bruces contra aquella primera piedra que, sufrida por otros decenios ha, había parido una muralla luego casi tan eterna, se antojaría, como el mismo Dios.
“No entiendo… ¿Qué hacemos aquí?”, preguntó Plinio. “¿Dónde está esa cantera cuyas entrañas ayudarán a proteger las nuestras?”. “No existe tal cosa: las piedras que vinimos a buscar son las que veis”. “¡No… no es posible!”. “¡Lo es! Cargad cuantas podáis y regresemos. El tiempo apremia”.
Aunque fiel servidor, Plinio permaneció inmóvil, perplejo. “¿Qué sentido tiene dejarse la vida paseando bloques, siempre los mismos, de una sola e insuficiente defensa alrededor del feudo? ¿De qué sirve proteger la sucesiva cabeza si para ello, mil perdones, nos vemos obligados a descuidar las sucesivas nalgas? Jamás se vio mayor despropósito”.
“¡¿No me has oído, Plinio?! ¡El tiempo apremia!”. “Lo oí, señor. Pero no alcanzo a…”. “No hay nada que alcanzar. ¡Obedece!”. “Sí, señor…”.
Así fue una vez un tiempo en el que la oscuridad alumbraba más que la luz. En aquel tiempo, cuando las preguntas y las dudas se abrasaban con fiebre redentora, cuando el mundo aún se construía con el sudor de las bestias y la esperanza de los hombres, Plinio se ganaba el sustento sudando como los hombres y creyendo, tal vez soñando, como las bestias.
José Luis Díaz Marcos. Albacete, España, 1972. Ha publicado relatos en diversas antologías y webs nacionales y extranjeras. También es autor de sendas novelas: Paraísos de magia y fuego y Botij-Oh!
¡Genial!
Me gustaLe gusta a 2 personas
Muchas gracias, Florencia. Un saludo.
Me gustaLe gusta a 1 persona