Cuento | Nueve horas, por Alexis Castro

El taxi se detuvo a la mitad de la cuadra, detrás de un Yaris negro con el parachoques abollado. Era un Yaris viejo, cubierto de polvo y, probablemente, llevaba un buen rato en la misma posición. El chofer gruñó y presionó la bocina.

—Descuiden —dijo—. Llegaremos a tiempo.

Pero de pronto ocupábamos el último lugar de una fila larga (y un tanto sinuosa) junto a la cual había otra fila igual de extensa. Además, no pasó mucho tiempo para que otros autos frenaran detrás y nos encajonaran, dejándonos sin espacio para retroceder y entrar en una vía alterna. De manera que no le creí; pero no había nada que hacer, solo esperar y soportar, al mismo tiempo, el desastroso concierto de bocinazos.

Era mediados de invierno y un niño caminaba por el estrecho espacio que dividía las ruidosas columnas. Tendría nueve años y cargaba una bolsa de caramelos.

—A diez cada uno —repetía—. A diez y doce por un sol.

Una mujer que voceaba los diarios (aparentemente su madre) lo seguía de cerca y, desde la vereda, dos tipos extraños, con gorra y prendas viejas, husmeaban sin vergüenza el interior de cada carro.

Aseguré la puerta y revisé el reloj.

—Carajo.

Acababan de dar las doce y cincuenta y a la una con quince (hora exacta). Debía partir para Trujillo, pero desde aquella avenida tomaba, por lo general, treinta minutos llegar a la agencia.

Claudia me miró.

—Perdóname —dijo—, ni siquiera yo lo entiendo… ni siquiera sé cómo enfrentaré esto.

De reojo espié su vientre. Había colocado las manos encima como si esperase que algo dentro se moviera, pero no había nada aún que diese señales de vida, aunque habían pasado ya siete semanas desde la concepción.

“Siete semanas”, pensé, “siete malditas semanas”.

Calculé el tiempo en mi cabeza y pronto descubrí el día exacto (o el más aproximado en todo caso).

—Putamadre.

Me resultó imposible sortear la avalancha de imágenes que en un instante cayó sobre mi cabeza, imágenes lúbricas, pornográficas, pero siniestras al mismo tiempo, una secuencia lacerante que aún a estas alturas me persigue.

La imaginé, por ejemplo, en el hotel, sin prenda alguna sobre la cama, y luego la imaginé en la ducha. Imaginé cada detalle de la habitación, cada movimiento y cada diálogo; incluso imaginé el espermatozoide, invadiendo un espacio al cual, en teoría, solo yo gozaba de entrada.

Sentí ganas de llorar (sí, lo confieso), pero me controlé a tiempo.

“No, carajo”, me dije, “ni se te ocurra”.

Froté el borde de mis ojos para borrar los indicios de alguna lágrima incipiente.

“Siete semanas”, pensé otra vez, y hacía cuatro, en Máncora, habíamos dormido juntos.

***

La luz cambió hasta en tres ocasiones sin que escapáramos del tráfico; recién en la cuarta alcanzamos la avenida, y de ahí la Vía Expresa. Lima se había puesto más gris que de costumbre y se escuchaba también más ruidosa; la humedad empañaba el parabrisas y cada ventana de ambos lados.

Claudia volvió a mirarme.

—Perdóname —dijo—. Por favor perdóname…

La imaginé de nuevo, pero esta vez frente al ginecólogo, aguardando el resultado, y después preguntando por el tiempo, ¿un mes, dos meses? La imaginé calculando ella misma el día exacto, y descubriendo, resignada, que yo nada tenía que ver en esa historia.

—Perdóname…

Se sacó la sortija, la observó por última vez y la dejó sobre el asiento. La sencilla sortija de oro (con una piedra incrustada) por la que debí endeudarme dieciocho meses. Luego de cuatro años, había perdido el brillo.

“Demonios”.

Recordé a mi padre mientras la guardaba y lo que cierta mañana (antes de marcharse) me dijo:

—Las relaciones mueren con la distancia.

De nuevo estuve a punto de llorar. Y de nuevo me esforcé para no hacerlo.

“Tranquilo”, me dije, “ya habrá tiempo en el bus. Resiste, Alfredito, resiste, diez minutos como máximo, serán apenas diez minutos, pero no te quiebres en el taxi. No llores frente a ella”.

Entramos en una vía angosta y dejamos atrás la autopista. A lo lejos, detrás de la neblina, se divisaba ya el estadio. Quedaba un tramo corto, “dos semáforos más y listo”. Por suerte, no hubo más atolladeros. Recorrimos las últimas cuadras con cierta libertad.

—Llegamos —no tardó en anunciar el chofer. Había encendido las luces de emergencia.

“Por fin”, pensé. “Por fin…”.

Me ajusté la bufanda y abrí la puerta.

—Cuídate —dijo Claudia—, cuídate mucho…

Pero me había propuesto guardar silencio.

“Es en vano”, me dije, “ya todo se ha ido a la mierda”.

Bajé de prisa y se me escapó una lágrima, pero la limpié al instante, y antes de que otra asomara, cerré con fuerza los ojos y me repetí: “En el bus, Alfredito, discretamente llorarás en el bus, sin que nadie lo note, sin preguntas incómodas, pero nunca frente a ella”.

***

Mi nombre sonó tres veces por el altavoz ni bien entré. Ya los demás habían abordado. Corrí a través del vestíbulo y presenté mi boleto.

—Buen viaje —dijo la azafata.

“Cómo no”, pensé.

Guardé los documentos y me dirigí al bus.

El motor ya estaba encendido y las escaleras vibraban; avancé sin ganas por el pasillo hasta llegar finalmente a la butaca (número 37, ventana), pero había alguien junto a la mía.

—¿Me da permiso?

El tipo, de bigote y talla baja, sonrió al verme.

—¡Alfredo Valdivieso! —dijo.

“Carajo”.

—Tremenda coincidencia, Alfredo.

Estrechamos las manos y fingí emocionarme.

—Tanto tiempo sin vernos, amigo.

—Claro, claro —respondí.

—Pero cuéntame, hermano, qué ha sido de tu vida, por qué esa cara.

Y por un segundo, sin recordar aún claramente su nombre, se me ocurrió contárselo, reclinar el asiento y desahogarme de una buena vez, pero, todavía de pie, me quedé callado, con la boca abierta y los ojos convertidos en esferas de vidrio.

—¿Alfredo?

“No, Alfredito”, me reproché, tratando una vez más de controlarme, “no frente a extraños, nunca frente a extraños. Guarda tus lágrimas… nueve horas como máximo, serán apenas nueve horas”. Y mientras el bus descendía por la rampa, tambaleándose, me dije:

“Ya habrá tiempo en Trujillo”.

 


Alexis Castro Morales. Es de Trujillo, Perú y trabaja como periodista.

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