Cuento | Mi alma heredera, por Milton Ismo

Abrí y cerré la puerta del convento. El sol aun no salía y el frío cuarteaba mi piel.  Exhalé sobre mis manos y me puse a trabajar. Las golondrinas se paseaban entre las maderas de la iglesia. La virgen descansaba debajo de la tela de polvo que se levantaba día con día. Los pasos quisquillosos de la gente al rezar levantan la tierra, adentran la suciedad de la calle a este páramo sagrado. Recorrí las bancas hasta los extremos topando con las paredes. En la última sección, una manta enorme se estiraba hasta el suelo. En ella decía “Sobre los afeminados y el reino de los cielos”. Miré mis pies y recorrí mi cuerpo en un pensamiento. Trabajosamente quité la manta y la sacudí. La enrollé y la puse sobre la mesa del padre. Llevé agua desde el pozo detrás de la iglesia, barrí hasta la última esquina y esparcí el agua enjabonada por el suelo. Me sentía tan solo en ese rectángulo de pinturas y rezos impregnados en las paredes. Las ánimas penando en el infierno, los que fornican y los que traicionan desparramados en lo más bajo del lienzo y arriba Dios. La luz que emana de un cielo taciturno y convexo, donde el fuego es agua y agua es fuego, tierra es arriba y abajo somos tierra. Observé mis manos cortadas por el esfuerzo, ardían por el jabón que cocinaba mis heridas. Me senté un momento para mirar la estructura donde un Cristo gigante colgaba del techo, las golondrinas paseaban sobre su cabeza, puse una escalera, la limpié con cuidado como si fuera mi cabeza, abrillanté el halo sagrado de un muerto renacido. La luz comenzó a infiltrase por las coloridas ventanas. Un arrecife de espectro, un silencio al compás de las gotas de rocío. Regresé las bancas a su lugar. Quité la última molécula de polvo de la última virgen parada en el fondo del presbiterio; e inmóvil en mitad de todo, contemplé el confesionario. Realmente estaba exhausto, no habría confesiones aquel día, no fue necesario limpiarlo, nadie se daría cuenta. Los afeminados y el reino de los cielos. ¡La manta! La coloqué de mala gana en su lugar, paradójicamente, recorriéndome una sonrisa en la boca. Abrí la puerta: habría boda dentro de dos horas. Tenía que esperar a Doña Evita para poder irme. Doña Evita es una mujer que siempre trae consigo un escapulario. “¿Apoco ya se vas?”, siempre me pregunta cuando ella siente que es hora de irme. “Ay joven, pues que tenga una bonita tarde, nos vemos mañana, muchachote”. Le tengo mucho aprecio, es una persona de gran oído, pero a veces se le va la consciencia y olvida quién es. Después se encierra en las oficinas y se pone a contar la limosna hasta altas horas de la noche. Una vez me quedé con ella porque sentía que necesitaba un poco de auxilio en su despecho de realidad, de introversión en su mundo creado por y para ella misma. Le hice la plática, le pregunté sobre si ya había comido, sobre si había dormido bien la noche anterior con tanto rugido de relámpago. No respondió a ninguna de las preguntas. Solo pasaba las monedas entre sus dedos y mascullaba cantidades: “una, dos, cinco, treinta y tres, tres”. Miré el reloj, las doce y tres de la madrugada. Tomé mi chaqueta, y me apresuré a abrir la puerta. “Yo sé tu verdad, a los ojos de Dios todo secreto se revela”. Cerré la puerta.

La gente empezó a llegar de a montones. El novio y la novia llegaron al mismo tiempo. Doña Evita tuvo otro de sus ataques, por lo cual el padrecito me pidió que la cuidara mientras se efectuaba la misa nupcial. La novia era muy bonita, su vestido caía con gracia y se ajustaba a sus caderas dando una imagen mística, era toda una luz. El novio era un chico apuesto, alto, pero sobre todo era común. Me gustó su traje. Yo nunca podría casarme, sentir el amor dentro de una soga con otra persona, contraer el misterio del encarcelamiento consensuado. El amor curtiendo mi cuerpo en un bálsamo de pétalos. Me miraba encerrado en un anillo, mi halo pecador. “Dios aborrece el pecado, no al pecador”, había dicho mi madre antes de venirme a trabajar a una iglesia.  Es que las madres lo saben todo sin verlo, sin tratar de tocar la verdad. “Prostituto sagrado”, retumbó en mis oídos en el momento en que salí al mundo a buscar empleo.

De pronto Doña Evita se perdió de mi vista. La busque en las oficinas y, disimulando mi apresuro, revisé en las bancas. La gente estaba atenta a la misa. Las oraciones del padre que barnizaban las bocinas del convento con tanto amén y amen, me aturdían. “Ámense unos a otros…” Observé que en el confesionario unas piernas se movían. Paseando por las orillas llegué a él. Doña Evita estaba hablándole a la nada. “Ni los impuros…” La tomé del brazo, le pedí que saliéramos al jardín. “Ni los impuros”, repitió. Se levantó y sin esfuerzo caminó conmigo hasta estar afuera.  “Muchacho, vamos a la fuente danzarina”. La boda seguía endulzando el ambiente del día. “Yo sé lo que eres, muchachote, a mí no me engañas”, reí y le dije que no trataba de engañar a nadie, se lo prometí. “Eres muy apuesto”, le agradecí. “La vida es bonita, siempre es bonita, y más cuando aprendes a vivir aceptando lo que eres. Ya no juegues a eso”. Yo sabía muy bien lo que era, pero no quería hablarlo con Doña Evita, sobre todo sabiendo que estaba en esa situación. Tocó mi barba suavemente. Me miró a los ojos y dijo: “puedo ver tu alma”. Las campanas nos ensordecieron, la gente comenzó a salir por la puerta: “Vivan los novios, ¡vivan!”

Me retiré temprano, recibí el pago de parte de Doña Evita y me puse en camino a mi casa. Los afeminados. Los homosexuales y el reino de los cielos. “Cuida a esa señora, cabrón”, dijo el padrecito. La noche se asperjó de vidrios rotos que iban cayendo en afiladas gotas de lluvia. Tuve que correr. Pensaba en aquel vestido, en aquel traje, en aquellas palabras. “Acepto”“No acepto”. En dos palabras cambia el destino de dos personas. Me desvestí en el pasillo. “¡Ya llegué!”, “¿Cómo te fue mi amor?”. No respondí. Me fui al cuarto a cambiarme de ropa. Me encaré al espejo y me detuve a observarme, a contemplarme en el infierno, sin amor, sin nada. Tiré del cuello de la playera y la saqué de un tirón. Doña Evita tenía razón, sabía lo que veía con sus ojos alunetados. El padre también me hizo mención, llamándome cabrón y no de otra manera. “¿Amor?”, la voz apenas si me sacaba de mi pensamiento cuando quise retirar esa jaula de presión que asfixiaba mi pecho. Serpiente blanca, delgada como la hoja cortante de una cuchilla. Tomé el seguro y traté de quitarlo, unas suaves manos me ayudaron a desenredar ese bulto de vendas de los pechos y estos se desparramaron al fondo del espejo. Los afeminados, dije. Mi novia me dio un beso en la mejilla. La lluvia arreciaba afuera y a mí no me tenía con cuidado el padrecito, ni la pobre de Doña Evita, quien me hizo pensar en mí por un momento. “Estás muy mojado, date un baño, amor”. Me regaló otro beso, pero ahora en los labios, a mí me supo a matrimonio, a unión. Me sentí deseado. Cuando terminó la lluvia, las golondrinas se posaron en mi ventana. A los ojos de Dios todo secreto se revela. Si alguna vez fui mujer, quedó en el olvido.

 


Milton Gerardo Vázquez Acosta. 9 de diciembre de 1999. Escritor por ocio, nacido en Salamanca, Guanajuato. Estudiante de bachillerato humanidades y percusor de la literatura latinoamericana.

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