Dos gatos. Los tengo desde que eran cachorros: Merlín y Morgana. Merlín llegó con el tsunami de Banda Aceh, huesudo, tan descuidado que las rayas no se juntaban para dibujar un presunto pelaje atigrado.

No sabía comer comida para gatos de bolsa y se orinaba cada vez que yo entraba a la habitación en donde lo había recluido para que los gatos adultos de mi mamá no lo zarandearan.

Además, tenía soltura. Mi madre me convenció de alimentarlo con caldo de papa, pero ella en secreto pensaba que no sobreviviría. 14 años después, Merlín seguía con el estómago descompuesto, pero vivo.

Morgana, dos años menor que el gato, es de un blanco percudido con puntas pecosas en las orejas, cola, nariz y patas. La cachorra escupió, bufó y arañó a los gatos grandes que intentaban emboscar a Merlín en el arenero.

Gatos amigos. Pareja felina. Gatos aliados. Dúo gatuno. Ocho patas, cuatro orejas, dos colas.

Merlín cazaba a Morgana. La gata sabía que la estaban acechando, sin embargo, se hacía la distraída para asustarse y erizar la cola cuando él le caía encima, hecho una furia rayada.

Entonces rodaban por el piso, mezclando pelo, bigotes, pecas y líneas. Tenía que separarlos.

Una tarde de sábado, estábamos arrunchados frente al televisor mientras diluviaba. Ambos gatos entraron al trote y a maullido herido trataron de levantarnos. Los ignoramos. Cuando se fue la luz salimos a la cocina a buscar una vela. La teja del patio tenía una gotera justo sobre el arenero, el cual era ya una piscina de lodo.

Ahora Morgana me pide que la cace y se deja atrapar con condescendencia. Se queda sentada frente a la puerta durante horas esperando nuestra llegada: no hay con quién revolcarse en la alfombra. La comida le dura el doble de tiempo en el plato y el arenero solo contiene orines y heces sólidas.

Hoy solo me queda una gata.