Esto sucedió una mañana de abril. Los exámenes finales del cuatrimestre comenzaban a acercarse y debíamos estudiar duro, si queríamos aprobar las cinco materias que correspondían al primer cuatrimestre del segundo año de abogacía. Estábamos con Juanse esperando el micro. Juan Sebastián había sido mi compañero de estudios desde que ingresamos, en la “alta casa de estudios”, a la carrera de Derecho.
—¡Ahí viene el micro! —gritó Juanse, que observaba ansioso y con su mal humor, característico de esa hora de la mañana, la avenida Mitre; mientras yo fumaba más hacia la esquina de La Plata. A él le molestaba el olor a cigarrillo, era una de nuestras batallas en invierno, cuando yo tenía que salir a fumar a un pequeño patio interno de la casa de mi amigo, con menos cinco grados de sensación térmica.
—¡Voy! —le contesté mientras daba la última pitada, como para no desperdiciar el cigarrillo recién prendido. “Llamador de ómnibus”, le decíamos al pucho.
Subimos al micro, el de las 7:35, como siempre. Nos dejaba en la facu a las ocho y cinco, como mucho. Perfecto para el comienzo del cursado. La mayoría de las veces nos tocaba un chofer conocido. Roberto, se llamaba. Era alto y morocho. Con cara de pocos amigos, medio enojón, pero parecía buen tipo. Incluso, en ocasiones, cuando entraba a la universidad y pispeaba que nos habíamos quedado dormidos, nos chistaba, para que bajáramos.
Esta vez el conductor era nuevo, aparentemente. Nunca lo habíamos visto y se lo hice notar a Juanse en cuanto estuvimos sentados. No dio mayor importancia. Sacamos nuestros apuntes y nos dispusimos a repasar la lección cuando, de repente, con la combinación de un movimiento brusco del micro y la torpeza de mis brazos y manos cansados por el peso de la mochila, mi carpeta de Derecho Privado cayó al piso y las hojas se desparramaron por todo el suelo. Con el ajetreo del vehículo, por supuesto, se iba haciendo cada vez mayor el desastre. Algunas hojas salieron despedidas por ventanillas que algunos insensatos pasajeros llevaban abiertas (¡qué necesidad!). No sabía cómo manejar la situación, miré a Juanse, que se reía nervioso y hacía intentos frustrados de recuperar hojas mientras otras seguían volando por doquier.
El conductor, que había estado observando por el retrovisor el alboroto: la gente molesta por las hojas que se le posaban en la cabeza, en los asientos, en la nariz; Juanse y yo como avergonzados y desesperados por recuperar nuestro “tesoro perdido” y la tensión general que se apoderó del momento, detuvo, con una frenada un tanto brusca, el vehículo.
Se paró de su asiento, dio la media vuelta y nos miró a todos. Su cara era rosada y sus bigotes canosos, poco quedaba ya de su cabellera. Las facciones parecían de alguien bonachón, pero su voz era extremadamente gruesa y generaba una especie de respeto, que no se condecía con su apariencia física. No sé, hasta hoy, de dónde salió esa voz. Pero ordenó, con una autoridad de quien se cree poderosísimo, lo siguiente:
—Nadie se baja de este colectivo, hasta que no se le devuelva la carpeta en condiciones al chico.
Si hasta ese momento me sentía avergonzado, esto fue el clímax. Pensé que vendrían los insultos y hasta los golpes. Mi torpeza haría que muchos de los pasajeros no llegaran a horario a su trabajo. Era la hora pico, la entrada a los trabajos y a las escuelas. Sin embargo, todos acataron la orden, como si fuera algo normal. Lo que se debía hacer. Se pusieron de rodillas los más jóvenes, a buscar hojas y más hojas. Los más ancianos supervisaban la cuestión y hacían señas de dónde había más hojas invisibles para los “buscadores”. Juanse y yo estábamos atónitos, no entendíamos nada. Chiquitos con guardapolvos jugaban con las hojas, bajo la mirada cuidadora y directiva de sus padres, que también ayudaban en la tarea.
Poco a poco se fueron formando subgrupos, como comisiones de trabajo, en los que además de juntar el papeleo, lo iban separando por unidad y ordenando según el número de las hojas. Por suerte, yo siempre había sido muy ordenado y a mis carpetas jamás le faltaba numeración.
Juanse y yo solamente íbamos colocando las hojas, previamente ordenadas por los pasajeros, en el bibliorato gigantesco.
El chofer, que se había quedado fumando en la escalerita, se asomaba de tanto en tanto, con cara de tranquilidad y amenaza a la vez, y se aseguraba de que todos estuvieran colaborando.
A la hora, aproximadamente, yo tenía de nuevo mi carpeta completa en las manos. El chofer encendió nuevamente el motor y todo volvió a la normalidad. Mismo recorrido, mismas paradas, solo que íbamos una hora más tarde a cursar. Pero coincidimos en que eso no sería un problema más grave que perder nuestro objeto de estudio. El que con tanta dedicación íbamos construyendo clase a clase. El que había sido salvado y ordenado por unos treinta desconocidos.
Llegamos a nuestra parada, tocamos timbre y la puerta se abrió. Le agradecí con un gesto al conductor que me miraba sonriendo. Tuve que volver a mirar. No me convenció la figura que me devolvió el espejo. No era el chofer que había embanderado mi causa, era el de siempre. El morocho grandote que ya conocíamos. Me bajé desconcertado.
Juanse detrás. Apenas descendimos lo codeé.
—¿Te diste cuenta de eso? —le pregunté.
—¿De qué cosa? —me contestó asombrado.
—No era el mismo chofer, el que manejaba desde el principio. ¡Juanse! ¡El chofer! —pero Juanse me miraba desorientado y con gesto preocupado.
—No sé que me decís, loco. Te trauma tener que rendir esta materia. Vamos que llegamos tarde a cursar. Son las 8:05.
Miré el reloj. Tal cual. Era la hora exacta a la que llegábamos a cursar todos los días. Parecía que el tiempo no hubiese pasado, que no hubiese existido ese chofer, esa parada no convencional y que nunca nadie me hubiese ordenado mi carpeta de Derecho Privado.
Emprendimos el sendero que nos llevaba a la escalinata de la facu. Subimos y caminamos hasta el aula 17. La clase estaba empezando. Nos sentamos. El profesor hablaba sobre distintas teorías de la naturaleza jurídica. Yo no podía entrar en razones, estaba desconcentrado. Traté de reponerme, de no pensar más en lo que había pasado. O en lo que no había pasado.
Abrí mi bibliorato para buscar la última hoja, como para seguir escribiendo donde había quedado la clase anterior. Y noté en el borde de una de las cuadriculadas hojas A4, la clara huella de un zapato, la tierra de una huella de zapato, de alguien que ese día llegó tarde a su oficina.
Daniela Elizabeth Toledo nació el 25 de abril de 1986 en Mendoza, Argentina. Es profesora de Letras, investigadora y escritora. Estudió la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Cuyo. Actualmente, trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias. Ha presentado ponencias en Congresos Científicos sobre Lingüística en Argentina, Chile y Uruguay. Escribe poesía y relatos breves.