Cuento | Infierno número dos, por Aldo Rosales Velázquez

Nájera mira el cuadro una vez más: no lo entiende y tampoco se esfuerza en hacerlo, simple y sencillamente deja resbalar la vista por el fondo gris plomizo y las figuras a ambos lados, mujeres con los ojos cerrados, desnudas, con una mano sobre el sexo y la otra sobre los senos. “Es bella, ¿no es cierto?”, pregunta en una afirmación un hombre a sus espaldas y Nájera mueve la cabeza en gesto ambiguo. “Le interesa”, continúa el hombre y esta vez Nájera dice sí. Están en una pequeña galería dentro de una plaza comercial que se inauguró apenas un par de meses atrás. El letrero en la entrada recalca que las obras ahí expuestas son realizadas por las internas de una penitenciaria femenil. Infierno número dos, murmura Nájera, con la vista en la pequeña placa de metal donde se anuncia el título de la obra, la autora y la técnica.

El hombre detrás de él —quien se ha presentado como el maestro de las internas—
repite el título de la obra, dos veces, la segunda como si explicara algo que la primera no
alcanzó a decir. Nájera pregunta el precio, piensa en regatear cuando lo escucha, pero no lo hace y, después, se dirige a la entrada a realizar el pago. Le entregan la obra envuelta en papel amarillo y sale rumbo al restaurante de cortes argentinos donde se encontrará con un cliente al que, en alguna fiesta que ya no recuerda del todo —raro en él, que se jacta de una memoria prodigiosa (incluso en ocasiones se presenta como Nájera el memorioso, aunque pocas veces la gente entienda el chiste) y una capacidad extrema para recordar rostros—, entregó una de las mil tarjetas que imprime cada bimestre y cuyo diseño nunca ha cambiado: Eleazar Nájera Cabrera, vendedor de seguros, en letras negras sobre un fondo hueso.

Al llegar a casa, Nájera coloca el cuadro en la mesa al lado de la puerta, se dirige a
la habitación y desmonta el marco donde alguna vez estuvo la foto de su boda. Limpia el
área con una franela seca y regresa por el cuadro, que coloca cautelosamente. Retrocede un par de pasos y mira el collage una vez más. Sigue sin entenderlo, pero le gusta más que la primera vez. Recuerda el precio y lo dice en voz alta, saboreando las sílabas, luego lo mismo con el título de la obra. Trata de imaginar a la mujer que lo elaboró; trata, igualmente, de imaginar las revistas de donde las imágenes han salido; no logra ni lo uno ni lo otro y abandona la tarea cuando se da cuenta de que es a su esposa y a las revistas que ella leía lo que está imaginando. Nájera duerme profundamente por primera vez en más de tres meses, al despertar sabe que en su sueño estaban ellas, de pie en medio de una luz que no tenía principio ni final.

Nájera vuelve a la galería al día siguiente. Tarda un par de minutos en identificar al
hombre con el que habló el día anterior, el maestro de las internas, y al localizarlo le
pregunta si tiene alguna otra obra de la autora. El hombre lo mira intrigado, parece no
entender de lo que habla, luego lo reconoce y sonríe. “Sí, ya sé de quién habla”, contesta,
para después agregar que era la única pieza de la mujer en cuestión. Lo invita a revisar la obra de las demás, Nájera accede y caminan por la galería que, a diferencia de ayer, luce despoblada y un poco triste. Ninguna obra le convence, solo ve en ellas una especie de hacinamiento, como si dentro de cada marco se hubiera derrumbado una ciudad. El hombre le comenta que, si así lo desea, puede brindarle otra obra de la misma autora, pero que tendrá que esperar un par de días más. Nájera asiente, luego recula y pide, en lugar de ello, que le haga llegar un mensaje a la mujer. El maestro, quien ahora insiste en ser llamado Manuel, saca de su bolsillo un pequeño cuaderno y lápiz, luego se coloca en actitud de escribano, atento. Nájera piensa qué decir y no atina a pronunciar palabra, aunque en su cabeza, como en las obras a su alrededor, decenas de cosas se superponen.

“Hagamos esto”, propone Manuel mientras anota algo en el papel, “dígaselo usted
mismo”. Acto seguido, arranca la hoja del cuadernillo y la extiende a Nájera. “Ella ya salió, ayer estuvo aquí”, agrega Manuel y por un segundo parece arrepentirse. Nájera toma el papel y sale de la galería.

Han pasado veinte minutos y Nájera comienza a sentir desesperación. Está sentado
en una de las mesas que rodean el kiosco de helados en la plaza, con un refresco de lata
frente a sí, mientras revisa la conversación de la noche anterior. Tardó más de veinte
minutos en enviar el primer mensaje, que borró y redactó más de quince veces (“la era
digital es la era del verdadero palimpsesto”, pensó en voz alta) y al final se limitó a un
simple “Hola, buenas noches”, que fue respondido casi al instante. La mujer, quien luego
de un par de mensajes aseguró no llamarse Olivia (el nombre que aparecía en la placa junto a su obra lo tomó prestado de su hermana, la única que nunca dejó de visitarla), aceptó de inmediato la propuesta de almorzar al día siguiente. Nájera se aseguró de usar la palabra almuerzo, la cual, pensó, no lleva ninguna carga emocional, a diferencia de desayuno y comida o, peor aún, cena.

“Me llamo Eleazar, pero en realidad no me gusta tanto el nombre; prefiero que me
llamen solo por mi apellido”, responde Nájera; la mujer asiente y se reacomoda el cabello detrás de la oreja izquierda. Han hablado por más de media hora y ninguno de los dos sabe bien a bien qué hace ahí, aunque no sienten deseos de irse. Ambos intentan abrir nuevas conversaciones que, al final, luego de un par de frases, desechan: clima, política, comida. Después de unos momentos, la conversación recae sobre el collage. La mujer asegura que aún no entiende del todo el proceso, pero que disfruta inmensamente recortar y pegar. Nájera pregunta de dónde salieron los recortes con los que fue  elaborado Infierno número dos, la mujer confiesa no recordarlo. Hablan entonces, o mejor dicho, ella habla sobre Manuel y el rol que desempeña en la vida de las internas. Flora —nombre real de Olivia— dice que si hay un amor que se sitúe entre el amor al padre y el amor a un amigo, ese sería exactamente el que siente por Manuel. Nájera no logra entender del todo, pero asiente.

Se levantan luego de terminar el último refresco —bebieron dos cada uno, como si
tratasen de ahogar más conversaciones tontas antes de que nacieran— caminan por la plaza y no se dan cuenta, pero caminan en círculos, siempre descendiendo, desde el séptimo nivel, donde se concertó la cita, hasta el basamento, donde Nájera estacionó. Durante el camino hablaron de la vida, de la hija de Nájera y de la hija de Flora, a la que ella lleva tres años sin ver y él solo dos semanas, que ha sentido como tres años. “Dejaron de visitarme a los pocos meses de mi ingreso y mi marido volvió a su país; claro, se llevó a la niña”, recordó Flora, y en sus palabras había nostalgia, duda, coraje, todo ello superpuesto. Nájera habló sobre el divorcio, largamente en un par de frases, y luego guardó silencio, como si de pronto las palabras se le hubieran extinguido en el pecho. Suben al auto y Nájera arranca.

Permanecen en silencio mientras las calles van quedando en los espejos retrovisores, mientras el horizonte se aleja siempre un paso más. Nájera piensa que Flora le pedirá descender cerca de alguna estación de metro, pero pasan veinte minutos y ninguno
de los dos dice cosa alguna. “Me hizo falta la ciudad mientras estuve allá adentro”, dice de pronto Flora y luego se acomoda el cabello detrás de la oreja izquierda. “Mucho”, agrega, y vuelve a callar. Nájera entiende, o cree entender, lo que eso quiere decir y se detiene en una gasolinera a llenar el tanque.

Han pasado tres horas desde que salieron de la gasolinera. Nájera y Flora hablan
esporádicamente, se limitan a mirar la ciudad o, mejor dicho, Nájera se limita a conducir y mirar a Flora observar la ciudad. “¿Tienes hambre?”, pregunta después de unos minutos, y Flora afirma. Se detienen en un restaurante de comida china, donde ella llena su plato hasta los bordes. Nájera mira que hay un orden en el acomodo de los platillos, a diferencia del suyo, donde todo es una masa informe. Se sientan a comer y conversan sobre la comida. Flora usa constantemente los términos “adentro” y “afuera”, y las palabras que usa sobre uno y otro son opuestas. Al terminar la comida, ella insiste en pagar, él la detiene y dice que ya después le tocará a ella. Se miran, parece que la palabra “después” marca también un adentro y un afuera: no les importa. Salen y vuelven al auto.

Está a punto de anochecer cuando Flora le pide a Nájera detenerse. Chispas de
electricidad salpican los cerros, allá en la oscuridad del horizonte. Bajan del auto y se
sientan en una banca en el camellón de la avenida sobre la que estacionaron. Flora le
pregunta a Nájera por qué la invitó a almorzar —se recarga en la palabra “almorzar”— y él responde, con sinceridad, que no sabe. Vuelven al silencio, sobre el que a veces colocan, una encima de otra, frases inconexas. Nájera le pregunta, de repente, si aún no ha vendido Infierno número uno, porque desea adquirirlo. Flora parece no entender la pregunta, pero momentos después respinga, como si la verdad fuera un hielo en la nuca. “Sólo hice Infierno número dos”, responde de forma tímida, como si temiera que Nájera, al enterarse de que no hay otra pieza como la que desea, se aleje de repente. Callan. Nájera está a punto de preguntar algo, pero vuelve a guardar el aire en los pulmones.

Flora sigue arrancando pedacitos de la servilleta que guardó del restaurante chino.
“¿Y por qué Infierno número dos?”, pregunta Nájera, “¿por qué no Infierno número uno
desde el principio?”, añade. Flora suelta los trocitos de la servilleta, que caen con la
suavidad de los primeros golpes de nieve del año. La ciudad se incendia; allá a lo lejos, tras la oscuridad que tiende su telaraña entre los edificios, sopla un aire estival. Las miradas de Flora y Nájera caen, ruedan por el aglomerado de edificios frente a ellos mientras los trozos de servilleta se arrastran por el suelo en todas direcciones. Desde donde se encuentran, cada cosa en la ciudad, los edificios, los árboles, la noche, parecen superpuestos, como si nada en realidad tuviera un fin o un inicio. Aunque no lo dicen, saben que observan lo mismo: están presenciando el mismo trozo de vida, nada de esto va a repetirse y nunca van a olvidarlo, pero, lo que es peor, un día comenzarán a recordarlo de otra forma, a añadir o quitar cosas, trozos de otros recuerdos se encimarán a este, sin orden ni sentido. Nájera piensa repetir la pregunta, pero sabe que ya es innecesario.

Después de unos minutos en silencio, Nájera se ofrece a llevar a Flora hasta su casa,
ella acepta y durante el trayecto guardan silencio, como si allá atrás se hubieran dicho algo vergonzoso o importante. Flora lleva su bolso de mano sobre el regazo apretado con firmeza contra su cuerpo y el cuello se le tensa visiblemente al tragar saliva; si Nájera
fuera observador, notaría que llora; se daría cuenta, además, de que las mujeres, cuando
están presas, aprenden a llorar hacia adentro. Cuando Flora desciende (en un semáforo
donde una avenida con nombre de platillo y otra con nombre de prócer se juntan) se asoma al interior del auto, desde la ventanilla, y dice, remarcando mucho las palabras, con los ojos fijos en Nájera, “gracias”.

Al llegar a casa, Nájera bebe un vaso de agua y sube a su recámara, se lava los
dientes y luego de ponerse el pijama sale al balcón (siente que el balcón es la única parte de la casa donde está a salvo y no sabe a salvo de qué). Mira la ciudad, sobre la que una capa de contaminación es visible aún a través de la noche. Le recuerda Infierno número dos y sabe que no es casualidad: ese cielo es el mismo que hay en el fondo del collage, como si Flora hubiera amontonado, uno sobre otro, los días que estuvo encerrada, para subirse y mojar su brocha —el fondo es la única parte de la obra que no pertenece a una revista— en el cielo de la noche, como en un gran charco de agua sucia flotando sobre la ciudad.

Nájera toma el teléfono y marca el número de Flora, quien contesta casi al instante.
“¿Estás viendo el cielo?”, pregunta y, de no ser suya, la frase le parecería estúpida y cursi.
“Sí”, contesta Flora, aunque Nájera la escucha abrir una puerta y salir a la lluvia de sonidos que es la ciudad. “No vayas a colgar”, suplica él, como si los ojos de ella, sobre la
oscuridad, fueran la única columna que sostuviera allá arriba las cosas. “No vayas a
colgar”, repite, le cuesta trabajo reconocer su propia voz, que se quiebra. Luego de unos
minutos al teléfono, en los que no se dijeron nada, es Nájera quien se despide, al tiempo que imagina a Olivia —no a Flora: Olivia— de pie sobre alguna azotea de las que alcanza a ver, flotando un poco ella también entre la ropa de los tendederos. La imagina sacudida por el aire pintado de lluvia que se ha desatado, apareciendo y desapareciendo entre los rayos que cuartean de oro y violeta la oscuridad; como si la luz fuera quien la dibujara.

Nájera va a acostarse y la obra de Flora, colocada sobre la pared en que recarga la
cabeza, le da una sensación similar a la que le produce estar en el balcón. Mira, a través del ventanal que da al balcón, la lluvia caer sobre la ciudad deslavar el tiempo y ya no se pregunta por Infierno número uno.

 


Aldo Rosales Velázquez.jpgAldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (2012), Entre cuatro esquinas (2014), La luz de las tres de la tarde (2015), El filo del cuerpo (2016), Ciudad Nostalgia (2016), Sombra-Reflejo (2017), Los panes y los pescados (2018) y del libro de crónica Linde Faz (2018) con el que obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2018. Coordinador del taller de creación literaria del FARO Indios Verdes.

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