Pese a la guerra, la falta de ingresos (cuando no su derroche), la censura que perseguía a su obra anterior y los ataques de claucoma que dejaban cada vez más maltrecha su visión, Joyce consiguió dar forma a los primeros capítulos de la novela, aunque, como afirma Kevin Birmingham, reconocido investigador de la novela y su autor, al final “Ulises fue una procesión de borradores, una novela sedimentaria que fue ganando masa partícula a partícula”. Mucha de esa consistencia se ganó sólo a partir de 1917, cuando se cristalizó —por intermedio del poeta y “cónsul cultural”, Ezra Pound— el proyecto de publicar la novela por entregas en la revista estadounidense The Little Review y el escritor se concentró en terminar borradores que pudieran ser presentados cronológicamente para ese fin. A Joyce la sola mención de la potencia americana le producía disgusto, pero ya antes lo habían publicado allí y tampoco podía darse el lujo de rechazar unos cuantos billetes ni la oportunidad de dar a conocer su trabajo de años. En realidad, poco antes de que el acuerdo entrara en marcha y de arribar con su esposa e hijos a Zúrich a mediados de 1915,[1] la epopeya irlandesa no pasaba de describir las ocho de la mañana del día en cuestión, y ningún episodio estaba concluido del todo.
La publicación neoyorquina pertenecía a Margaret Anderson, una friki de la época, proveniente de Chicago, que se mudó a Greenwich Village junto a su compañera, Jane Heap, la otra editora principal de The Little Review. Entre las dos dieron vida al impreso, el cual se destacó desde un principio como foco de anarquismo y arte salido de todos los moldes, enmarcado en modernismo. Ulises, con su desfiguración artística a la literatura, caía como anillo al dedo en las páginas de una revista como aquella. Haciendo caso omiso a los reparos del adinerado abogado y coleccionista de arte de Nueva York, John Quinn, principal mecenas de la revista y más adelante su representante legal, Anderson y Heap presentaron Ulises mes a mes —en entregas de menos de diez páginas, al lado de relatos de otros autores, alegatos, ilustraciones, xilografías, poemas dadaístas y anuncios de chocolatinas o máquinas de escribir— entre la primavera de 1918 y finales de 1920.
La gota que derramó el vaso para quienes a esa altura expresaban su rechazo a la novela de Joyce por razones que iban desde la obscenidad que contenía hasta la malsana proliferación de obras vanguardistas y extranjeras que, según los contradictores, albergaban publicaciones como The Little Review, llegó con Nausícaa, aquel espisodio del libro en que Leopold Bloom se extasía con una joven que le enseña su ropa interior. De hecho, Ulises provocó la ruina de la revista al padecer en total, por parte del Servicio de Correos de los Estados Unidos, cuatro confiscaciones de su tiraje y conllevar a sus editoras a juicio por publicar obscenidades. Amparadas por la efectiva defensa de John Quinn, Anderson y Heap evitaron la cárcel, aunque se les denegó continuar publicando la novela y recibieron una multa de cincuenta dólares cada una, cantidad que a esas alturas no tenían.[2]
Así las cosas, las posibilidades de que la novela magna de Joyce viera la luz en los principales países de habla inglesa, quedaban cada vez más sepultadas, ya que, al otro lado del océano, en Inglaterra, la novela también experimentó por ese tiempo el veto de las autoridades y una parte del público a medida que surgía por entregas en la revista The Egoist. Esta publicación inglesa, a cargo en un principio de la sufragista renegada Dora Marsden, había publicado en sus páginas y por entregas, no sin reparos de todo tipo, Retrato del artista adolescente, la primera novela de Joyce. Sin embargo, aunque Marsden, con ayuda de Ezra Pound, encendió la llama de Joyce en Inglaterra, sería otra mujer la llamada a implantar allí el fuego sagrado de esa escritura fascinante.
Miss Harriet S. Weaver, una adinerada solterona londinense —así la llama T. S. Eliot en su diario—, amiga de las buenas causas, quien desde 1916 y hasta la muerte de Joyce, en 1941, respaldó al autor en los momentos de mayor penuria y enfermedad, al tiempo que solventó —a sabiendas o no— muchas de sus curdas más monumentales. Ella también resultó clave para que Ulises y en general la obra de James Joyce fuera posible. En su afán por difundir la novela, esta entusiasta del arte llegó a sostener una reunión, manuscrito de los primeros cuatro capítulos en mano, con Virginia Woolf, en un intento por que Hogarth Press, la imprenta propiedad de los esposos Woolf, sacara desde su taller la historia por entregas para la revista The Egoist, de la que la señorita Weaver era, desde 1914, editora y copropietaria por obra y gracia de su devoción a la literatura y, ante todo, a Joyce.
Visto el texto y escuchado el consejo de algunos impresores conocidos, la propuesta fue rehusada mediante una cordial carta de la escritora y su marido dirigida a la mecenas/editora, entre otras razones, varias de las mismas que esgrimieron a su vez otros impresores de Londres en su momento, debido a los inconvenientes que acarreaba Ulises. Para empezar, la más extensa de sus impresiones hasta el momento alcanzaba las treinta y una páginas. El escrito de Joyce, por el contrario, sobrepasaba las posibilidades de las manos de Leonard y Virginia, quienes componían uno a uno y por su cuenta los tipos de impresión. Después estaban las denuncias legales a las que de seguro se tendrían que enfrentar editor e impresor para responder por el contenido impúdico y el lenguaje vulgar que incluía la novela. Por último, pero sin decirlo en la misiva, la decisión obedecía a que Ulises simplemente no era del gusto de Virginia Woolf.
De su gusto o no, lo cierto es que algo de Ulises, como en adelante le ocurriría a muchos otros autores, terminó por inocularse en la escritura misma de Virginia Woolf, hasta el punto de que, poco tiempo después de conocer la obra del irlandés, confesó en su diario: “Lo que estoy haciendo probablemente ya lo está haciendo mejor el señor Joyce”. Tenía razón: Ulises iba por la mitad y su autor preparaba para la siguiente parte su mayor artillería de recursos literarios.
Para 1919, al emprender la segunda parte de Ulises, la escritura proveniente de Joyce venía mutando radical y vertiginosamente. El solipsismo de los protagonistas daba paso a un indiferenciado río de voces y sonidos en el que sobreponía todo cuanto llegaba a su mente, desde un aria o un chiste verde hasta el maullido de un gato. La clave de la pócima, además, exigía casi ser de los Joyce para poder captar la cantidad de anécdotas familiares.[3] Los cambios inmediatos de una perspectiva a otra, con malas palabras en ambas; la falta de comillas de diálogo; las palabras compuestas; los juegos de palabras; y la mezcla de todo con innumerables referencias literarias, eruditas y en no menos casos personales, dieron al escrito fama de ilegible y, por ende, intraducible. Tan sólo para las alusiones literarias en el libro, existe hoy un índice de más de quinientas páginas. Se dice que en una ocasión un funcionario del Gobierno le confesó a Ezra Pound que, ante las primeras apariciones de la novela, los censores de Estados Unidos estaban convencidos de que las entregas de Ulises eran un elaborado código para espías.
Esto ocurría sin haber sido aún publicados episodios como “Bueyes del sol”, cuya acción se desenvuelve en una maternidad de nueve partes que simula la evolución del idioma inglés. Para su composición Joyce imitó docenas de estilos, como el anglosajón, el inglés medio, la prosa isabelina, Milton, Swift y jerga del Bowery. Pero ni siquiera el disparate, que en ocasiones comprendía páginas enteras, era el óbice real del manuscrito en la carrera por ser publicado, ya que, pese a las capas de guiños y claves, la novela en realidad terminó siendo “más sentimental que erudita, más elemental que cerebral”.[4] Lo que de verdad define el reparo de fondo para el contundente rechazo por parte de la oficialidad ante la obra cumbre de James Joyce, la cual, además, daba peligrosa voz a los intereses de una inmensa minoría de artistas y su público, era la impudicia de la que hacía gala. No estaba entre los planes de ningún escritor del momento poner a defecar, masturbarse o mostrar “todas las secreciones físicas posibles”[5] a sus protagonistas frente al lector. Mucho menos que una mujer, Molly, lanzara con tal desparpajo su inconformidad ante lo establecido y dejara en evidencia el patriarcado de la época al que sin duda hasta el mismo Joyce contribuía.
Con todo, pese a la orden judicial que prohibía su publicación en Estados Unidos, además de la negativa de los impresores londinenses a componer las planchas incluso de los episodios más decorosos[6] —motivo por el que las entregas de la novela en The Egoist no pasaron de cinco—, no eran precisamente entusiastas lo que le faltaba a Ulises para ver la luz, sino más bien que alguno de ellos lograra acumular el ímpetu, la meticulosidad y el carácter decidido de igual magnitud al desafío que imponía el libro, y engranarlos con el golpe de suerte necesario que involucraba todo en Joyce.
[1] La última visita de Joyce a Irlanda fue en 1912.
[2] De hecho, una de las espectadoras reunidas en la sala de juicio, una rica dama de Chicago, pagó de su bolsillo la multa de las ilíquidas editoras.
[3] De Finnegans Wake el autor aseguraba que estaba siendo escrito por todos aquellos que conocía.
[4] Kevin Birmingham, El libro más peligroso: James Joyce y la batalla por Ulises. Es Pop Ediciones. 2016.
[5] Eso aseguró por momentos Ezra Pound que intentaba hacer Joyce con Ulises.
[6] Según las leyes de la época, los impresores compartían junto al editor la responsabilidad si lo que se publicaba violaba el código moral imperante.
Darío Sarago. Autor de los libros La fiebre de los cerdos (poemas) y Tantas vidas arrebatas(estudio sobre la desaparición forzada de personas en Norte de Santander, Colombia), además de algunos artículos sobre cine. Actualmente cursa el posgrado Maestría en Estudios Editoriales del Instituto Caro y Cuervo, en Bogotá, Colombia.