Cuento | Diecisiete veces, por Josué Catasús

17 veces
Ilustración de Omar Felipe Martínez
lápiz conté
21 x 17 cm

Qué pasará/qué misterio habrá/puede ser mi gran noche/
 y al despertar ya mi vida sabrá/algo que no conoce.
Rafael de León

La encontró sentada en el borde de la cama, vestida para salir. Excesivamente abrigada para ser principios de noviembre, su pequeña figura parecía perderse dentro del grueso camisón de lana azul. Los pendientes de sus orejas relucían con destellos súbitos ante cada imperceptible movimiento de su cabeza encanecida. Se había pintado la delgada boca con labial color carne y añadido a su hermoso rostro el sello eterno de su veleidad adolescente: un lunar dibujado debajo del ojo izquierdo. Neftalí no pudo reprimir la evocación de su infancia remota, cuando asistía maravillado al maquillaje de su madre frente al espejo. Le enterneció contemplar sus piernecitas bamboleándose en el aire sin llegar a tocar el piso ajedrezado. Ensimismada, ella escribía anotaciones en un pedazo de papel al lado de un grueso libro de cubiertas marrones. La abrazó por detrás y le plantó un beso en la perfumada mejilla.

—Había olvidado resolver el cuestionario del Hermano Jaime, hijo. Cómo no he podido convencerte a ti, eres bien duro. Lee conmigo en voz alta, anda, contenta a tu madre.

“Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos. Por eso tu sentencia es justa y tu juicio irreprochable”. Leyeron al unísono, y sonrieron satisfechos.

—¿Cómo has estado, ingrato? ¿Acaso habías perdido la dirección?

—Estuve de viaje, mamá, por el norte. ¿Recuerdas Trujillo, el arco de San Pedro de Lloc?

—Cómo no recordar que tu padre me llevó en andas a ese pueblito, para mostrarle a sus paisanos con quién se había casado —respondió, dejando la Biblia encima de la mesita de noche—.Teníamos apenas veinte años y te llevaba en mi vientre. Pensar que ahora tienes sesenta y nunca te casaste.

—Pero te he dado dos nietos, mamá, algo es algo —se apresuró a aminorar el repetido reproche—. Te mandan saludos, hoy les tocaba quedarse con Leticia.

—Esa chica tan dulce —silabeó su madre—. La única que ha perdonado todas tus barrabasadas.

—¿Tienes frío, mamá? Es un día luminoso y tú toda tapada —replicó Neftalí, ansioso por cambiar de tema.

—Mis huesos están congelados, pues. Traigo el invierno dentro. Cuéntame lo que fuiste a hacer por allá. ¿Siguen igual de chismosos los sampedranos?

—Estoy iniciando un negocio de algarrobos. Tengo un socio con contactos allá y fuimos a cerrar un par de contratos. Esta vez me irá mejor, tengo más experiencia, ya verás. Y los sampedranos no son chismosos, al menos no tanto como los limeños, mamá.

—Pueblo chico, infierno grande, hijo. No sabes cómo se me quedaban mirando, hasta llegué a asustarme —retrucó, ahogando la risa—. Y lo que hablaban las mujeres en los cuartos. Ahí me di cuenta lo inocente que era todavía.

Neftalí aguardó que hiciera algún comentario sobre su nueva empresa, pero ella no le dio el gusto. Se rebulló sobre la cama, alisándose la falda que asomaba bajo el abrigo, y dijo casualmente:

—Me caí, y me hice un feo moretón en la rodilla

Alarmado, barrió sus piernas con ojos aguzados, pero ella se cubrió, pudorosa.

—Trataba de caminar erguida por esa calle Junín y un taco se incrustó en el empedrado. Tu padre me llevaba de la mano, saludando a los curiosos, y perdí el equilibrio.

—¿Estás hablando de lo que pasó entonces? —suspiró, aliviado.

—Claro, pues, ayer nomás. Hace sesenta años. Fue mi primer golpe, y los recuerdo todos. Hasta ahora van diecisiete.

Neftalí creyó percibir un matiz de orgullo.

—He tenido mucho tiempo para los recuerdos —prosiguió—. Vienen a mí sin que se los pida y no me dejan concentrarme en el estudio, justo ahora que el Hermano Jaime me encargó aprenderme los salmos. ¿Puedes creer que esta mañana desperté creyendo que llegaba tarde al colegio? El Mercedes Cabello, cerca del Mercado Central, donde tu padre me esperaba a la salida. El pobre venía corriendo desde la imprenta de Manco Cápac, pero a mí nunca me gustó esperar mucho. Si no aparecía antes de las seis y cuarto me iba con las amigas dando rodeos por el Barrio Chino o por la plaza Bolívar para que no me encontrara. Eso lo hacía nada más por fregar, porque me conmovía su persistencia. A mí nunca me molestó que nos apodaran la Bella y la Bestia en el callejón, es que le tenían envidia, purita envidia.

—No es posible que tengas el número exacto, mamá. Nadie lleva registro de eso. Aparte, estás haciendo trampa. Debiste caerte mucho en la infancia, en el colegio, en el callejón incluso.

Miró su teléfono celular para comprobar la hora. Estaba con el tiempo justo, y no le hacía gracia la dispersión cada vez más manifiesta de su madre. Pero apartando las anécdotas que ya conocía por haberlas oído decenas de veces, sintió curiosidad por el nuevo tema y decidió alentarla.

—Fui una pequeña muy mimada, de cristal, para que lo sepas. Si alguna vez me caí de niña no cuenta. ¿Será que desde que me casé empecé a vivir? Es un asunto que debería someter en el Salón, aunque el Hermano Jaime y todas las Hermanas aseguren que solo después de conocer a Cristo se empieza a vivir.

Cerró los ojos y emitió un profundo bufido. Cuando volvió a abrirlos sus pupilas habían adquirido un nuevo fulgor, casi benigno, casi salvaje. Se aferró al brazo nervudo de Neftalí y caminó con él hasta pararse frente al amplio ventanal. Era una mañana espléndida. El cielo estaba despejado, libre del sempiterno colchón de nubes que cubría la ciudad la mayor parte del año y que apenas otorgaba de vez en cuando una garúa cobarde que traspasaba las almas y propiciaba la melancolía. La ciudad sin lágrimas de Melville, quien la llamó “la más triste del mundo”. Por años Neftalí odió al creador de Moby Dick por esa frase sin amor, pero el tiempo acabó reconciliando su parecer y convino en que el ballenero neoyorquino era un genio. Le consoló, además, la opinión autorizada del entrañable pintor que acababa de morir junto a su mujer al caer ambos por las escaleras de su casa: “La luz de Lima es la mejor que he visto nunca. París palidece a su lado.” Neftalí lo creía aunque nunca había ido a París, sobre todo por los tres últimos meses de cada año, cuando los contornos se afilaban y las sombras se alargaban lo justo. Ahora, las copas de los sauces y huarangos se mecían levemente, al compás de los trinos libres de jilgueros y cuculíes, y el extraño croar de las tortolitas se confundía con la brisa del cercano mar. Neftalí corrió una de las ventanas y dejó que los sonidos se colaran en el ámbito blanquecino. También se abrieron paso los bocinazos, silbatos y ladridos.

—Me caí a la zanja abierta frente a la casa de Condevilla —volvió a rememorar su madre, recostando la cabeza sobre el pecho de Neftalí—. Mi cuñada Peta me resondró por andar en la calle. Estaban colocando los tubos de desagüe, por fin, y por todos lados había obreros cavando. No me fijé. Justo volvía de la bodega del Papi y un grupo de hombres que tomaban cervezas se pusieron a molestarme. Entre ellos estaba el tentador, alto, musculoso, con aquella sonrisita cachacienta y ganadora que me turbaba de pies a cabeza. Así que no me di cuenta y po, hasta el fondo de la zanja. Debieron ser más de dos metros, abajo estaba oscuro y húmedo, y tuvieron que ayudarme a salir, llena de tierra hasta las orejas.

Neftalí sintió un aguijón en el costado, y sus sienes latieron con violencia. Ese día, pensó, debió estar durmiendo en la cuna.

—Tu padre me quería, pero me controlaba mucho, con la complicidad de su hermana y sus sobrinas. Me sentía prisionera, ni me dejaba salir a jugar vóley en las tardes, y mi única diversión era cuando venían tus tías y tu abuela a visitarnos desde el callejón. Que aunque fuera callejón estaba en el Centro y no en el fin del mundo como ese terral de Condevilla. Él cambió desde que lo eligieron dirigente de ese maldito sindicato y se creyó el cuento de la importancia. Llegaba borracho o no llegaba y una vez me pidió decirles a una comisión o algo así que llegó a buscarlo, que estaba enfermo, pero estaba durmiendo la mona, apestando todo el cuarto a licor. Yo les dije que había bebido un poco y estaba indispuesto, y se fueron refunfuñando, pero dos días después tu padre volvió de la fábrica hecho una furia y me gritó como nunca lo había hecho. No me golpeó, debo reconocerlo. Los golpes vinieron después, y en otros lugares, pero igual quedé dolida. Recuerdo que me dormí llorando y al despertar él me contemplaba con un arrobo de corderito, con un amor que se le salía por los poros, y me dijo: “Estás idéntica a tu época de colegiala”, y le respondí: “Igual de fea, seguramente”. No fueron malos momentos, sobre todo por lo que me tocó después, pero era joven y me faltaba el aire.

Neftalí se inclinó y besó su frente, sin poder contener la ráfaga de mansedumbre que le provocó asomarse a ese abismo de soledad.

—Iba al callejón de Manco Cápac a veces, cuando tu padre me daba permiso, y te llevaba conmigo. Ya dabas tus pasitos y hasta corrías como potrillo por la plaza. Una vez un fotógrafo ambulante se empeñó en retratarme, que lo hacía hasta gratis si se lo permitía, y yo te tironeaba huyendo de su acoso. No calculé el desnivel de la vereda y caí sobre la pista. Tú gritaste del susto y se amontonó la gente. Me hice un bonito chichón en la frente, ni debes recordarlo.

Neftalí recordaba la fotografía, que alguna vez vio en casa de la abuela. Una niña-mujer con la naricita fruncida y los labios entreabiertos de rabia, dueña a su pesar de una majestad irresistible en blanco y negro. Su madre fijó la mirada en un avión que surcaba el cielo hacia el sur y se apartó del ventanal, agotada. La condujo hasta la cama y le sacó los zapatitos con su mano experta mientras ejercía presión distraídamente, forzándola a recostarse sobre el mullido colchón.

—Le supliqué tanto, pero él no se daba cuenta. Le pedí de rodillas que volviéramos a San Pedro de Lloc, pero sus deberes de sindicalista estaban por encima de todo. Y no pude resistirme más —musitó, evitando su mirada, parpadeando sin cesar mientras una lágrima sola, minúscula, se deslizó por su mejilla desdibujando el falso lunar—. Era joven y me sentía atrapada. El tentador logró lo que quería.

No la interrumpió durante muchos minutos, mientras asistía a la reconstrucción de su mayor caída, la que no estaba en su memorial de golpes. La ruptura, la devolución de folletín en la casa del callejón, la separación definitiva. Le contó que sus abuelos apenas supieron soportar el deshonor, que se vieron obligados a recibirla, avergonzados, y que el impacto fue tan colosal que el viejo perdió la facultad del habla y una madrugada de agosto se durmió para siempre al lado de su vieja. “Se consumió como un pollito y se fue sin despedirse. Tu abuela amaneció con un frío cadáver al costado”

—Después de eso la culpa me estorbó la vida. Y caminé desde la casa de tu tía Fresia, en la avenida Brasil, hasta el Paraíso de los suicidas, decidida a lanzarme al vacío. Llegué hasta el borde mismo, y descendí hasta un pequeño promontorio, lleno de basuras y excrementos tapizados de moscas zumbonas, y contemplé el mar hasta que me dolieron los ojos.

—Es curioso —dijo Neftalí, sentado a su lado—. ¿Estás segura de que fue allí mismo?

—Por supuesto, hijo, qué pregunta la tuya.

—¿Sabías que años antes don Horacio hizo el mismo trayecto y llegó hasta ese acantilado para querer arrojarse al mar?

—¿Quién? —inquirió la madre, por un momento confundida.

—Nadie, olvídalo mamá. ¿Y qué pasó después?

—No tuve el valor. Nunca lo tuve, y ese día menos todavía. Solo miré el mar largo tiempo y retrocedí dispuesta a asumir las consecuencias de mis actos. Al trepar el sendero resbalé con una roca filuda y rodé dando alaridos hasta unos arbustos, donde un vidrio de botella rota me desgarró el muslo. Así retorné, chorreando sangre, hecha una desgracia de mocos e hipos a la casa de Fresia. Y al otro día me fui con el tentador.

Huyeron al norte, a Chiclayo, y consiguieron empleo como guardianes en un colegio estatal. Luego les dio la ventolera de buscar oro en los ríos de Madre de Dios sin mayor suerte. Estuvieron en Pucallpa, donde ella siguió de guardiana y él intentó permanecer en la maderera, y finalmente volvieron a la capital cuando ella quedó embarazada.

—De tu hermanito Raphael. Le pusimos el nombre porque a su padre y a mí nos gustaba el cantante español. Creímos que aquí empezaríamos de cero, y además yo estaba harta de los mosquitos y los murciélagos. Y de los golpes. Todos casuales y estúpidos, hijo. Un pizarrón que se descolgó de la pared mientras barría y me dejó inconsciente hasta que me encontraron tirada en el salón del fondo. Una correntada del río Inambari que me molió todo el cuerpo. Una varilla de construcción que me rozó la barriga y me abrió en canal a los tres meses de preñada. Teníamos que volver.

—Deja que te acomode la almohada, mamá. ¿Estás mejor? Hazme un campito para echarme a tu lado.

—Pero Raphael no llegó al año, pobre angelito. Se ahogaba y se ponía rojo como un camarón, y yo no sabía qué hacer. Igual como pasó contigo apenas naciste, pero te salvaste gracias a los rezos de esa negra. Raphaelito no. Hasta ahora me pregunto si tuvo algo que ver esa caída desde el bus que arrancó antes que terminara de bajar en el paradero Grau, y yo con mi barrigota.

Neftalí no respondió. Acarició sus cabellos blancos, recogidos en un pulcro moño, y acarició su despejada frente.

—Ahora que lo cuentas de ese modo hasta es sorprendente que te hayas dañado tanto, y con ese cuerpo tan frágil. Yo apenas recuerdo mis moretones y accidentes, pero pienso que todos deberíamos hacer ese ejercicio de memoria. Como tú.

—Las escaleras son mi castigo, hijo. He contado cuatro aterrizajes en toda mi vida. Y ni hablar de los terremotos, el del setenta y el del setenta y cuatro. En el segundo me sacaron debajo de una pared de adobe. Y lo del atropello ya lo sabes. Pasó cuando ya estaba sola.

Porque a despecho de su delicada estampa, había sobrevivido a todo. Al tentador, a quien perdonó sus malos tratos a cambio de su endiablado arte en la cama, hasta que un día ella sintió que se le había acabado el deseo para siempre, y él aceptó su derrota vencido por la suma de todos sus intentos, para morir poco después estragado por una enfermedad de pobre. Al padre de Neftalí, que se volvió a casar y obtuvo un pequeño caudal y unas cuantas propiedades, pero que no soportó una rutinaria operación de próstata a los setenta años. Al hijo que no llegó al año, y a los siete abortos clandestinos que la incapacitaron para concebir, pero no acabaron con su ternura. Al largo camino que transformó a la bailadora sensual, lectora de todo y hembra mayúscula, en la apacible anciana que se arrullaba en la paz de su cama final.

—¡A ver, cómo está la muñeca! —canturreó la enfermera, empujando la puerta con el carrito de hospital. Traía en ella una bandeja metálica con sopa de pollo, arroz blanco, un plátano de seda y una enorme manzana chilena, y sueros, pastillas y jeringas. Se detuvo en medio de la habitación, y exclamó divertida— ¿De nuevo te quitaste la bata, bandida?

—Tengo reunión del culto en el Salón—se defendió la madre con un mohín culposo. —Mi hijo ha venido a llevarme. ¿Verdad, Neftalí?

—Es tarde, mamá, será la próxima vez. Lo prometo —respondió Neftalí incorporándose y mirando la hora en su teléfono celular—. Prometí a Leticia pasar a ver a los chicos.

—Debe salir ahora, señor —pidió la enfermera, desplegando un biombo delante de la cama. —Sabe que preferimos que se alimente sola.

—¡Espere, por favor, señorita! —rogó la madre—. Léeme otra vez, hijo, allí está la Biblia.

Neftalí miró a la enfermera, y esta asintió. Tomó la Biblia de la mesita de noche y la abrió al azar. Leyó entonces con su melodiosa voz:

—“Postrada está mi alma en el polvo; vivifícame conforme a tu palabra. De mis caminos te conté, y tú me has respondido”.

—Conservas las mismas morisquetas de niño, hijo. Me parece mirarte con tu guardapolvo blanco y tu globo rojo.

Le dio el último beso en la frente, y salió. En el pasillo aséptico, transitado por enfermeras y pacientes titubeantes, un doctor lo alcanzó:

—Su madre está estable, como ha visto, pero no es bueno que esté tanto tiempo sola. Venga más seguido, por favor. No se imagina cómo se pone de contenta cunado le informamos que su hijo llegará a visitarla. Pero si se sabe olvidada relaja el cuidado de su cuerpo. Ya van dos veces que se cae ¿no le ha contado? Una vez de la cama, y otra tratando de orinar sola en la noche.

Volvió a prometer que regresaría pronto, y se encaminó apresuradamente al estacionamiento frente a la institución. Mientras buscaba la llave del auto en el bolsillo del jean tuvo una revelación y se dio un manazo en la sien. “¡Diecisiete!”. Se acomodó frente al volante, pensativo. Un turtupilín, de encendido plumaje rojo y alas negras se posó acezante sobre el espejo retrovisor. Por un instante suspendido en el tiempo, se miraron. Neftalí contuvo la respiración. Inmóvil, deseando que la avecilla se quedara para siempre. Pero alzó el vuelo, y el mundo volvió a recomponerse.

Suspirando, encendió el motor y arrancó.

 


Texto: Josué Catasús. Lima, Perú, 1964. Nativo de sagitario, tres hijos, dos gatas. Alguna vez estudiante de periodismo, y también de cine. Narrador por pura tozudez, lector a tiempo completo.Mientras espero paciente alguna señal inequívoca, pinto casas y departamentos con singular destreza.


Ilustración: Omar Felipe Martínez. Estudió la carrera de diseño y comunicación visual, apuntando a la creación de ilustraciones, dibujando, traduciendo y creando mundos y personajes. Apasionado por ilustrar, experimentando y logrando acabados diferentes en cada ilustración.
Instagram: Omr_ilustración
Facebook: Omrilustración

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Guille dice:

    Sr. Josue Catasus es usted un genio con la pluma, me encandilo de principio a fin.
    ya quisiera tener un instante suspendido en el tiempo para escribir como usted.

    Le gusta a 1 persona

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