Escribo sobre una superficie, con intención y un concepto en la mente. Escribo y sé que algo me descifra, me traduce y me vuelve a armar para que un improbable lector lea estas líneas que se pausan, bajan y vuelven a empezar hasta que llegan a este punto. La jerarquía de mi reflexión sobre la materialidad de la escritura, en este caso (en cualquier caso), empieza con un yo. Mi yo escribiendo ochocientas palabras sobre la materialidad de la escritura.
Vilém Flusser dice que se necesitan factores como la superficie, un instrumento, signos, convenciones, reglas, sistemas, un mensaje y la propia escritura para escribir. Añade la propia escritura como factor porque la contempla como “un movimiento del cuerpo, o de un instrumento unido a él”, es decir, un gesto con significado que tenemos que descifrar. Pero todos los demás factores pueden fácilmente relacionarse con la cultura: una hoja de papel, una pluma, el alfabeto latino, la gramática española, el lenguaje y el mensaje. Todo ello se nos enseña y depende de nuestra actividad educativa, económica y social. Por ejemplo, una anacrónica máquina de escribir es, entonces, “la materialización de toda dimensión de la existencia occidental del siglo XX” y un aparato melancólico de aparador. Escribir con ella significaría ocupar todas las competencias sociales, literarias, educativas y económicas de la historia para envolver el tiempo y desdoblarnos las veces que queramos —ya lo hizo Elizondo en El Grafógrafo—. Marcar una hoja de papel es un intento violento de registrar la memoria, el pensamiento, el sentir de una persona o el mundo, de mentir.
La sociedad occidental nació con este acto violento de inscripción sobre tablillas o piedras. Ello se volvió un pensamiento oficial pues solo se piensa a través de lo escrito; perdónanos Sócrates, aunque sé que nosotros tenemos más cosas que perdonarte. No hay cabida para mitos orales en Occidente. Es un error pensar la escritura como fijador del pensamiento porque no nos salvará de nada. Únicamente excavamos violentamente entre algunas cavernas, buscando hoyos y escondites porque allí nos prometieron una felicidad parcial.
De cualquier modo, el acto de escribir es deliberado, ya que empieza cuando se toma la decisión de intervenir, de rasguñar una superficie: el daño que implica marcar una hoja de papel con un bolígrafo es un acto conscientemente violento donde interviene una corriente de palabras. Creo, también, que es necesario saber que la escritura no libera a nadie, rara vez es liberadora y edificante. Es más una potencia liberadora desde lo imaginado o del imaginar al otro, aunque conocer al otro nos parezca asqueroso o una desgracia. Con la escritura solamente distribuimos el sufrimiento, la felicidad, el aburrimiento, un intento de globalizar las emociones desde la soledad y la risa de las hienas. Aprendemos a escribir nada más para darnos cuenta de que no podemos escribir sobre muchas cosas: no por tabú, no por censura, es que casi todo es incomprensible. Es más fácil la comunicación por medio de la tos (que tiene toda una semiótica) que por medio de la escritura.
Aunque hay excepciones: el plástico, por ejemplo, es un material doméstico y puede servir como superficie para escribir. Si todavía tienes esta idea descabellada de tener hijos no le dejes una carta después de tu suicidio, escríbele en el tupper de tu preferencia que lo quieres mucho. Pero no utilices el tronco de los árboles para marcar tu inicial y la del amor de tu vida porque, además de ser macabro, estoy seguro que ellos se mantendrán indiferentes ¿para qué hacernos los definitivos?
La inscripción violenta en piedra, la combinación de sentidos humanos y simbólicos y el oscurecimiento del código binario que traduce, incluso, este mismo texto son materialidades que no dependen una de la otra, corren de manera paralela. Aunque sí, la piedra afectada desapareció o lo hará junto con toda su existencia mundana, como el poema de Shelley: “Ozymandias”. Y alguien más relatará estos hechos, alguien falseará los acontecimientos e invertirá los nombres, inventará su propio registro y su propia mentira: “cuando uno escribe, hila el mundo que otro deshilará después”.
Cuando este texto esté terminado se volverá simultáneo. Su existencia se limitará a un par de lecturas y se irá junto con mi superficie, mi intención y mi concepto. No se escribe para permanecer, sino para comunicar desde un estado material, tangible, diferente al de la oralidad y el mito. Quizá para intentar alcanzar el sufijo híper que suena tan arcaico ahora y dejar atrás el hecho de que nos repetimos y giramos sobre nuestra mitomanía.
¿Qué dirá el futuro imaginado solo por los niños?, ¿qué dirá el pasado recordado por los cansados? Quizá nuestro autosabotaje quedó anegado en el siglo XX, en la violencia binaria que le inventamos a las máquinas. Diremos que únicamente rascamos y escribimos parte de la superficie y que, si no sabemos qué hay allá afuera, mucho menos sabemos qué hay acá adentro.
Tampoco hay que ser tan pesimistas, solamente estaba pensando, no me des nada bonito porque todo lo pregunto. Es que, sí, no me gusta el mundo que sueñan los que siempre ganan. Mira para que veas que la jerarquía también termina en un yo, esto es un haiku ¿no?
La lluvias de aquí
parecen mil retratos
muy habladores.
Rodrigo Mora. (Ciudad de México, 1996) Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuentos en revistas como Rojo Siena, Palabrerías, La liebre de fuego y La Rabia del Axolotl. Es lector de cómics y novelas gráficas. Hoy su canción favorita es “1979” de The Smashing Pumpkins.