La burguesía judía alemana del siglo XIX dio banqueros como el patriarca Abraham Mendelssohn, financiador de las monarquías que combatieron a Napoleón; filósofos como su hijo Moses, que vio con buenos ojos el derecho civil napoleónico y reformó el judaísmo, y numerosos artistas como su bisnieto Felix, que compuso una sinfonía “Reforma” y fue quizás el más tradicional de los innovadores románticos. Algo de esta contradicción compartió el músico con los viejos amigos del abuelo Moses, gente como Humboldt y Goethe. Este, por ejemplo, fue romántico temprano por su adscripción al Sturm und Drang; pero, también, fue después uno de sus primeros disidentes. Al final de su vida, horrorizado por los excesos de la Revolución en Francia, el poeta tuvo una regresión neoclásica: admitía con franqueza su disgusto por la exasperación beethoveniana, se admitía adicto a la serenidad formal de Mozart (a quien comparó con Mendelssohn por su precoz genio musical) y llegó a abrazar un conservadurismo que habría indignado a quien él mismo fue de joven. El primer Fausto es una leyenda romántica, el segundo es una alucinación que quiere ser poema neoclásico. En Mendelssohn, quien conoció al último Goethe justo el año en que se compuso la primera “Sinfonía para Cuerdas” (1821), acaso se adviertan las rachas y matices que parecen reproducir ese conflicto estético y político o, si se prefiere, esa indecisión “de época”.
Las sinfonías para cuerdas parecen mostrárnoslo así, exponiendo una afirmación creciente —pero siempre tímida—, de motivos románticos disimulados o frustrados por hábitos clásicos. Años después, las sinfonías orquestales habrían de revelar el destino de esta pugna. La “Sinfonía para Cuerdas No. 1” consta de tres movimientos ordenados al modo tradicional: un allegro, cuyo tema principal parece buscar insistentemente la corrección formal, acaso en un gesto de aprobación paterna, del abuelo (o más aún del bisabuelo, que auspició su carrera musical desde sus inicios) o de los románticos arrepentidos, para quienes un desliz liberal pudo remitirlos a alguna fase impúdica de sus vidas; prosigue el andante, acaso el fragmento más profundo de la obra, de una melancolía que se escucha genuina y un aire de sueño de vigilia, como el rostro mismo del compositor: una mirada apasionadamente ausente, como si dentro de sí se agitara un espectáculo fascinante (que con seguridad así era); concluye con un nuevo allegro, hecho de una masa rítmica que deja la melodía en un garete colorido y que, por tanto, no resuelve la contradicción, sino que la posterga.
Aunque la “Sinfonía para Cuerdas No. 4” nos retrata a un Mendelssohn estéticamente mejor plantado y seguro del vocabulario que emplea, hay titubeos formales que no lo abandonaron nunca. La postergación se convirtió en un largo —y, también, muy productivo— juego de experimentos para una solución nunca hallada, una forma inasible que parece estar en medio de cada obra de nuestro compositor, pero que nunca se completa, que no está en su casa natural. Así parece transcurrir esta cuarta sinfonía para cuerdas, cuya distribución de tiempos es igual de tradicional que en la “No. 1” y cuyos contenidos pueden abreviarse así: grave allegro, una melodía reconcentrada, de formas lacónicas con ribetes de una pasión a la vez enérgica y delicada, más lírica y contundente que cualquiera de los movimientos de la “No. 1”, pero “académicamente correcta”; sigue el andante, un tema continuo de fluidez hipnótica, vuelo sostenido y apacible con algún tema subalterno, pero eficaz que introduce algunas sombras de alta efectividad narrativa; y finalmente, tras hacer estallar el dulce letargo anterior con una invasión sonora, llega un cierre increíble (por lo bueno, tanto como por lo inesperado), un excéntrico allegro vivace cruzado por un tema de inspiración barroca para una obra que no se decide a ser neoclásica o romántica.
Sobre la “Sinfonía para Cuerdas No. 11”, es de agradecerse al buen señor Mendelssohn que nos regalara esta obra valerosa en la que desechó las nauseabundas facilidades del abuso simétrico y las frases hechas para devolvernos la gracia de la variedad y la sorpresa musical. Buen señor, cabe acentuar, de catorce años de edad a la sazón. A través de las cinco voces y los cinco movimientos que hacen esta obra, se nos invita a convalidar que cada frase fue honestamente sentida e incorporada con soltura al resto del conjunto, como si se tratara de la respiración de un animal que duerme, sin que el desenfado comprometiera la austera nobleza de las frases ni el vigor de la melodía ni la consistencia de la estructura general. Acaso se advierta artificio en la recurrencia a un cierto barniz de leyenda medieval que adereza las frases, principalmente en la primera mitad de la obra, pero no por que sea truco se lastima su probidad. En refuerzo de la integridad de la sinfonía, está el modesto repertorio de efectos sonoros empleados, gracias a lo cual, mediante casi inexistentes prescripciones de pizzicatos, trémolos o golpes de arco, Mendelssohn hizo descansar la efectividad de su texto en imaginativas flexiones de la estructura. Repárese, por ejemplo, en el limpio giro en que el adagio del primer movimiento trueca en allegro molto o en la estricta irrupción de las percusiones que electrizan el schweizerlied al final del scherzo.
Las sinfonías para cuerdas han sido desechadas del repertorio habitual porque en ellas no se encuentra —se prejuzga— al artista maduro y decididamente romántico de las sinfonías orquestales o el “Sueño de una noche de verano”. Sin obviar el “adultocentrismo” que afecta a la apreciación de la obra infantil de este y otros compositores precoces, Mendelssohn merece que su trabajo temprano se valore como una de las mayores proezas intentadas jamás por una niña o niño, a saber, la de comprender las intrincadas formas musicales de épocas anteriores, reconstruyéndolas en un par de años a fuerza de inaudito estudio y talento, y apuntar el advenimiento de las formas musicales que vendrían.
¿Resolvió Mendelssohn el dilema de honrar a la tradición contra el impulso de lanzar su obra a las pasiones de su tiempo? Como en el caso de Goethe y otros burgueses de su tiempo, que algo le debían al pasado, pero que tanto esperaban del futuro, la pregunta puede ofrecer respuestas pero quizá ningún sentido. El mundo en el que vivieron les dio el regalo y la condena de elegir entre una vieja y una nueva belleza. En todo caso, estas sinfonías para cuerdas nos dejan atestiguar la victoria de un niño en la formación de su voz frente al mundo y, acaso, hay pocas cosas más eternamente humanas que esa, sin importar la voz resultante.
Silvano Cantú es, en su lado A, defensor de derechos humanos y dirige el Laboratorio de Innovación para la Paz, A.C. Pero tiene un Lado B: es melómano crónico, ilustrador, acecha textos desprevenidos y, como buen regio, es fanático de la carne asada.
Twitter: @silvanocantu