¿Cómo podemos definir la calidad en la obra escritural de un poeta? ¿Quién ostenta la autoridad para hacerlo? Solo el lector sensible que, tras la fina tela de la ventana intemporal de sus emociones, observa y descubre la voluntad suprema que antecede a la creación de un poema podría aseverar tales conjeturas. Ya que, si bien es cierto que en cada lectura realizada hace de los versos escritos un descubrimiento, también vislumbra la tranquilidad cristalina donde se define la inquebrantable manifestación del tiempo. Suceso en que la depuración y sencillez del lenguaje sustentan el acto creador. Lo anterior es únicamente una evidencia respecto de la múltiple personalidad del poeta. Distintivo que hace de él un ser humano, lo mismo cercano al diálogo que idílico.
Del mismo modo, para denotar mayor agudeza en la intención del testimonio literario, debe existir plena consciencia de que el poeta no es un ser ordinario —eso dejémoslo para el ignorante que devora a su prójimo—, sino que, para beneficio de la sociedad, es un ser, gracias a sus versos, perceptible aun en la oscuridad. El poeta representa una suprema voluntad, desentrañando la deformidad de los sentimientos, convirtiendo a estos en un estrujante manantial de agua sanadora, en un caudal de hojas martillando la emboscada del denuesto social hasta hacer de ella un huerto de clara expectativa y, por qué no, de posible alegría.
¿Y del tiempo? Quién define cuánto de este hace a un poeta un imprescindible. Inquirir lo anterior tiene como propósito decantar la desaparición física del poeta mexicano que, a decir de Alfonso Reyes, representa lo mismo sinceridad —analogía de serenidad— que maestría en la palabra, carácter dominante de la brevedad y la transparencia: Amado Nervo (México, 1870 – 1919).
Casi cien años han transcurrido y la voz de Nervo se mantiene a la expectativa de nuevos lectores. Solo eso, la llegada de nuevos lectores y de nuevos tiempos. El poeta se ha cobijado en la espera paciente, su voz que resuena límpida en ecos transparentes y que, sin duda, al igual que marcó a las generaciones contemporáneas lo hará con las venideras. Su voz encubierta tras la bonanza del tiempo destruye la maraña del escándalo, de la ignorancia y la intranquilidad que vulneran la sensibilidad, que cuestiona:
¿Y qué libro lees ahora
a la luz vaciladora
de la pálida veladora?
Amado Nervo merece la relectura paciente como método de identificación entre él y su lector. O, mejor dicho, su epígono en cuestiones de un alumbramiento emocional. Nervo, en la sencillez alcanzada al paso de los estíos (no olvidemos que esta proviene de la tristeza que lo embargó, lo cual se constata en su frase: “Dime amigo: ¿la vida es triste o soy triste yo?”) que han dejado en él la constancia de que el poeta se consolida en el fondo y la forma de su discurso, en el estilo más que en la boga, en la sensibilidad más que en la dureza del día. Es decir, en el poeta se conjugan diversas posibilidades de revelación, dispuestas solamente para los poetas mayores.
Ya Nietzsche, en sus “Mandamientos para escribir con estilo”, asevera: “El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente”. Nervo es manifestación de un estilo alcanzado al cobijo de la entereza, acceso que únicamente consiguen los seres con verdadera vocación literaria. En Nervo, el sentimiento es un acercamiento revelado, es testimonio del ser humano que, al entregarse literariamente, logra que sus iguales acepten que la sensibilidad es una vía insoslayable para bien vivir. En Amado Nervo es ostensible el estilo que lo hace un poeta necesario e intemporal. Es, en palabras de Walt Whitman, “La palabra rápida y violenta, el pacto estricto, la persuasión astuta, el trato familiar, el lenguaje, la compañía, el corazón anhelante y henchido”.
A casi cien años de pausa creativa, la obra de este poeta mexicano se redescubre, no como imitación superflua; sí, como precepto de honestidad y causalidad imprescindible en el acto escritural, que es devenir de virtud en el trabajo del poeta (inspiración poética dirán los conocedores). Inspiración colmada de claridad y cuita asomando en los recónditos misterios que desentrañan la voz perenne de Nervo al decir:
Allá en mis años mozos adiviné del Arte
la armonía y el ritmo, caros al musageta,
y, pudiendo ser rico, preferí ser poeta.
—¿Y después?
—He sufrido, como todos, y he amado.
¿Mucho?
—Lo suficiente para ser perdonado.
¨Perdonado¨ dice el poeta y la aceptación es el torrente de empatía que deviene del ser humano que no sabe, no entiende otra forma de ser y estar, sino es a través de la poesía.
En Nervo todo se justifica, fluye y confluye en su lenguaje el poeta candoroso, franco e insondable que por tenerse a la mano representa el sustento, la blanda hogaza en que el símbolo alimenta al poema. Nervo sacia la poesía con un lirismo incomparable, es como si su pluma no conociera ventura o sino distintos. Punza en él el sufrimiento y, aun así, confronta los vestigios de sí mismo:
Mi larario está vacío …
hoy preside en sus tronos el hastío,
las nupcias del silencio…
Discurrir sobre la valía de Nervo en la literatura nacional representa una banalidad. Es fehaciente e irrefutable su estadía entre los poetas mayores. Habrá que afirmar entonces que Amado Nervo dispone del argumento afligido y fraternal, del solaz como del ardor, originados ambos en los recuerdos. Desciende sobre él, cual espiga rutilante, el verso admirable y vehemente, la cercanía del amigo al que podemos hablarle como al retoño venido de la contemplación: la poesía misma.
Amado Nervo es, en su poética, como su propia personalidad, hombre mesurado, no solo en espera clamorosa, sino una especie de fuego latiente que exige la lectura concienzuda y crítica, lo mismo que la emoción y el acercamiento con el ser humano, el otro, el suyo, el que lo lee. Amado Nervo vive en un sosegado fuego que lo configura, en la doliente, mas necesaria poesía que es la existencia misma, en la eterna calma que mira al tiempo formarse. O, para expresarlo mejor, diré con Pablo Neruda:
En llama mortal la luz te envuelve.
Absorta, pálida doliente, así situada
contra las viejas hélices del crepúsculo
que en torno a ti da vueltas.
[Fotografía tomada de https://bit.ly/2ZSpXVN%5D
Eduardo H. González (México, D. F., 1975). Ha publicado poesía, cuento y ensayo literario en EE. UU., Chile, Argentina, España y México. Ha sido incluido en diversos números de las revistas Opción, Molino de Letras y Castálida, así como en la Antología de narrativa Los muertos no cuentan cuentos (2014). Publicó, como compilador, La tibieza de la melancolía: Varia poética (2016), en la que convoca a varios poetas mexicanos. Asimismo publicó El jardín de las epifanías: Ensayos Literarios (2017). Es director del Programa Literario Que no callen los poetas: Palabras por la Fraternidad. Actualmente se dedica a la docencia e imparte talleres de creación literaria.