Sobre “Partita Africana” (2006), de Hendrik Hofmeyr
Ciudad del Cabo es uno de los confines simétricos del mundo; ahí nació Hendrik Hofmeyr en 1957; allá volvió de su autoexilio en 1992, cuando vio abolido el Apartheid. Doce años después de la victoria del Congreso Nacional Africano, que incluye el divulgado nombre de Nelson Mandela, Hofmeyr difundió la Partita Africana, que hace jugar al piano con un conjunto de motivos musicales de algunos pueblos de ese continente.
La partita es una modalidad barroca de música para un solo instrumento, cultivada notoriamente por Johann Sebastian Bach. Las cuatro partes que conforman esta partita son fieles al principio de la voz singular e incluso a ciertas estructuras básicas del subgénero, como el empleo de la fuga y el contrapunto, pero se extienden sobre varias tradiciones lingüísticas y culturales de África, acaso significando la equivalencia de voz entre las diversidades de lengua (o acaso como un mero accidente).
El primer movimiento es un Preludio y fuga con una referencia a las canciones de la nación San –los también llamados bosquimanos–, compendiadas prolijamente en el siglo XIX por Wilhelm Heinrich Immanuel Bleek y Lucy Lloyd. La soledad de las planicies del África subsahariana coinciden en aquellas canciones con los presagios de la muerte, la zoología fantástica, las almas persistentes de los muertos y destinos humanos consignados en arduas correspondencias entre seres vivos, estrellas y ancestros. En esos cuentos, y en la música que Hofmeyr les apareja, el ojo y el corazón humanos parecen atados por una raíz amarga de melancolía y lejanía inagotables, reducidos a una condición elemental en la que somos devueltos a la calidad de seres entre los seres antes que perspectivas personales, naturaleza lanzada a un mundo imperturbable como contingencia y fragilidad trashumante.
La pasividad del humano trabajado por el paisaje parece interrumpirse por un momento en el segundo movimiento, Umsindo (zulú para “ruido”), que salta de esa vejiga monocromática del Preludio con un especiado giro rítmico, suspensión mágica de ese continuo cósmico en el que todas las partes han sido fijadas de antemano por un orden trascendental. El Umsindo es un arrebato de formas regulares pero estridentes, una suerte de convulsión geométrica en el pautado pentatónico del Preludio, cuyo cuerpo está hecho de un solo elemento: danza.
Entre los pueblos hablantes del zulú, Umsindo es un ritual colectivo que consiste, en su forma general, en la formación de una línea con los miembros del grupo; el primero de la fila baila trazando un círculo antes de volver al final de ella, mientras el siguiente repite sus pasos hasta que el grupo completa el ciclo. La forma es típica de numerosos rituales grupales que implican la reiteración de un comportamiento individual que replica el de toda la colectividad, es decir, es típica de la forma subyacente a la producción de toda sociedad.
Recuerda la caracterización que hizo Hannah Arendt de la naturaleza y la historia, la primera como círculo inagotable que se alimenta de sí mismo, devorando en su reciclaje perenne las vidas individuales de todos los seres; la segunda, como curvatura que quiere corregir esa intersección rectilínea en el gran ciclo cósmico que es la muerte individual, ante la cual la circularidad no siente clemencia. También en el Umsindo cada cual aguarda al momento de recorrer la danza a la nada, patrón rítmico que se alivia del peso de interrogarse por la premura de atenderse. También cabe la sátira de Chaplin en Tiempos modernos, donde lo lineal es la historia encarnada en – dichosa literalidad – la línea de producción, cuyo ciclo se impone devorando las vidas de sus operadores.
Entre tanto, en la sabana de nuestra partita la conjuración ritual apenas nos rescata de las fauces del eterno retorno natural para arrojarnos en las fauces del ciclo cultural, de la realidad ilusoria en la cual deseamos distraer nuestra mirada del foso definitivo con signos que dosifican la intensidad de nuestras pasiones. Al parecer es a esto a lo que nos remite el tercer movimiento, Hartbreekrivier (Río de Dolor), que hace dialogar la elegía de una madre llorando a su hija ahogada en un río, el cual le responde con un murmullo de agua que se va.
La rebeldía humana vuelve hacia el cuarto movimiento, una danza sobre el mito de Kalunga, inframundo de los Nguni al que descendió un médico a buscar a la esposa de un rey ancestral. Nada pudo hacer para llevarla consigo al mundo de los vivos, pero sí retornó con dos certezas para la tribu: que el rey mismo moriría pronto, y que efectivamente había estado ahí, como lo demostraba el brazalete que la reina le había dado como prueba. El rey no la había solicitado, claro… la prueba era para el grupo y para quienes conociéramos la historia, para aclarar que nos reuniremos con nuestros muertos y algo en nosotros jamás morirá. Es la resurrección-al-tercer-día de este pueblo africano.
Hofmeyr anota el viaje infernal como perpetuum mobile en forma tocatta, rayada por intrincadas alternancias rítmicas y yuxtaposiciones de escalas pentatónicas. Una danza furiosa, una danza macabra. Quizá la vana fuga del ciclo cósmico, finalmente, ha ameritado nuestra condena trágica a la reclusión en la cultura, o más bien la burla de la naturaleza que parecería sugerirse en la última frase de la obra, especie de mueca sarcástica que tan pronto como inicia se disuelve en un silencio inquietante.
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¿Cómo se escucharía una forma musical perfeccionada en Alemania en el siglo XVII, para un instrumento ideado en Italia en el siglo XVIII, compuesta en el siglo XX por un hablante de un dialecto del neerlandés con préstamos de inglés, malayo, portugués y lenguas khoisanes (es decir, Afrikaans), sobre motivos zulúes, bosquimanos, xhosas y nguni? Una de las posibilidades históricamente verificadas de semejante objeto musical es justamente la Partita Africana de Hofmeyr, un artilugio de universalización de las obsesiones del continente en el que nació el género humano, una telaraña de todas las memorias.
Silvano Cantú es, en su lado A, defensor de derechos humanos y dirige el Laboratorio de Innovación para la Paz, A.C. Pero tiene un Lado B: es melómano crónico, ilustrador, acecha textos desprevenidos y, como buen regio, es fanático de la carne asada.
Twitter: @silvanocantu