Cuento | Relatos de una prostituta, por Geovani Santillán

Clara.

Se acerca a la mesa dispuesta a ofrecer sus servicios, a que le invite una cerveza o simplemente a tomar asiento. No la distingo bien, usa tacones pequeños a comparación de las otras mujeres, un vestido entallado que no le favorece nada a su figura.

La veo, ella me ve, me sonríe. Levanto la mano y le pido una cerveza, le pregunto su nombre y, entre tanto ruido, distingo un “Clara” salir de su boca. Le pregunto por qué está aquí; ella ríe y escucho algo como un “si de verdad hay hombres tan pendejos”. Se para y se va.

Regresa a los pocos minutos. Observa su cerveza mientras trata de encender un cigarrillo. Pues, la neta, no sé ni por qué estoy aquí —ríe—, lo conocí en mi rancho y me enamoré perdidamente de él, era una chamaca, qué chingaos iba a saber de amores. Mi rancho es muy pobre, sabes, estaba hasta la chingada de la ciudad más próxima. Él venía con un grupo que trabajaba cosechando tomates. Yo le ayudaba a mi madre, hacíamos tortillas para que esos cabrones comieran y pues ahí nos conocimos. Qué estúpida era en esos días. Aún lo sigo siendo, pero ya de esto no me puedo zafar.

Me decía tantas cosas bonitas, me hablaba de cómo era la ciudad, de todas las cosas que había, cosas que yo nunca había visto. Eso bastó para que, como te dije, me enamorara.

Llegó una madrugada y, así como así, me sacó de mi casa. Mi padre ni cuenta se dio. Cómo chingaos se iba a dar cuenta si estaba ahogado en alcohol.

Al principio, no te niego, estaba bien contenta, qué pendeja era. No sabía el maldito infierno en el que me había metido. Esa misma noche fue la última noche que supe de mis padres.

La neta, los primeros días eran de ensueño. ¡No mames! Yo nunca había visto un carro convertible hasta que llegué a la ciudad. Nunca había visto un semáforo, no sabía por qué tenía colores tan chistosos.

Me fue a meter a una vecindad de mala muerte, apestaba re culero; pero eso no me importaba, ya que estaba con él, con mi amor y, por supuesto, estaba en la ciudad. Para mí eso era más que felicidad.

Cuando lo conocí más, me di cuenta del pedo en el que me había metido. El cabrón era un borracho, un pinche drogadicto. Él fue la primera persona que vi que se metía chingaderas con una jeringa. En el rancho eso no lo hacía, sí tomaba y todo, pero nunca nunca, o a menos que yo supiera, consumió drogas. Pero pues llegando a la ciudad el muy perro cambió. A la semana que llegamos me empezó a golpear, entre sus loqueras se desquitaba conmigo por pedos que yo ni siquiera sabía el porqué. Y casi todos los días era así, se ponía pedo y era seguro que me tocaba dormir en el suelo o que me diera unos putazos.

En la vecindad conocí a la perla, ella taloneaba en la cantina que estaba en la esquina de mi cuadra donde mi ex se iba a meter, a partir de ahí se hizo mi única. Había ocasiones donde no tenía ni para comer, así que perlita me llevaba, porque el muy cabrón me encerraba en el cuarto. Cuando no me tocaba encierro pues me iba con ella. En una ocasión la Perla tuvo un incidente y pues yo le tuve que cuidar a sus chamacos y a partir de ahí ella me empezó a pagar, no era mucho ni tampoco poco, pero por lo menos me alcanzaba para unos huevos o un bolillo

Perla siempre me dijo que me fuera con ella que le tirara paro en el trabajo, pero yo aparte de pendeja era bien miedosa. Imagínate si me encontraba a mi wey y yo ahí taloneando. Me daría la putiza de mi vida… bueno, ni le metía al talón y aun así me tocaban chingadazos —Clara se pone de pie y camina a donde estoy yo. Se sube un poco el vestido y me enseña la pierna —. ¿Ves está cicatriz? —me señala con el dedo—, ese wey me la hizo, me cortó con un vidrio de botella simplemente por que esa noche no quería coger con él.

Así estuve aguantándolo como un año, Perla me decía y me decía que lo dejara, que me regresara a mi rancho. Pero no chingues, cómo me iba a regresar si ni leer sabía, no sabía ni en dónde chingaos estaba.

Una tarde, vi que Perla recogía sus cosas, le pregunté a dónde iba, por qué se tenía que ir; ella solo me dijo que se había metido en pedos con el dueño de la cantina. La vi que lloraba. Te imaginas —se le entrecorta la voz—, fue la primera vez que vi a una mujer llorar, ver llorar a la Perla, ¡y luego a Perla!, que siempre me había demostrado que era una persona fuerte, que nadie la doblaba. Una mujer con huevos. En ese momento me armé un poco de valor: después de tantas chingaderas que ese wey me había hecho, estaba decidida a pararle su desmadre. Y así fue… —Clara toma de su cerveza, se ríe mientras que el reflejo de las luces de neón me dejan ver que se le escurren las lágrima.

Esta pinche cerveza ya se calentó —saca otro cigarrillo, lo enciende— no sé por qué chingaos le cuento mi vida a un pendejo como tú —me ve, se limpia las lágrimas—. No estoy llorando, eh… —Continúa— Perla se iría en esa noche. En la tarde, como era costumbre, ese wey llegó bien pedo y, como siempre, hasta la chingada de drogado. Me pidió de comer. ¿Qué quería que le diera de comer? Si ni siquiera me daba para el gasto. Dime tú, ¿qué chingados quería que le diera si no había ni madres? Le dije que no tenía, que ni yo había comido.

Se paró de la mesa, tomó un vaso y con el mismo me empezó a golpear. Con una mano me golpeaba y con la otra me sujetaba, me tenía contra la pared.

El muy perro me decía “seguro ya te fuiste con tu amiga, la puta esa que vive aquí. He visto como hablas con ella, seguro cuando no estoy te lleva a putear”. Me acordé de la Perla y comencé a llorar. No sé de dónde saque tantas fuerzas y lo empujé, tomé lo primero que encontré, un cuchillito, le rajé la cara. Le saqué un ojo. Tomé un suéter y me fui; Perla iba saliendo de la vecindad cuando la alcancé.

Cuando me vio me esperó y me dijo “y ora tú, ¿adónde vas?”. Le dije “Perla, me voy contigo. Llévame, llévame lejos. No quiero saber nada de esto”. Ella me tomó del brazo y me preguntó, “¿y tu wey?”. Yo le contesté “eso ya no importa. Lo único que quiero es largarme de aquí”.

Tomamos el primer autobús. Le ayudé con sus niños y así decidí meterle al talón. La Perla fue mi madrina en esta madre, ella me dijo todo. Lo que tengo y no tengo que hacer.

Empecé siendo “mesera”: yo solo llevaba las cervezas y los tragos. Ya de ahí fui “subiendo”. La neta quería agarrar más dinero, así que empecé a coger —se detiene, me ve—, oye, ¿no piensas invitarme otra cerveza? O quizá quieras otra cosa…

Ignoro su petición y le pido otra cerveza. Me ofrece un cigarrillo y se lo acepto. Lo enciendo. Se ríe y me pregunta “¿por qué hay hombres tan pendejos?”. Me río y empiezo a fumar. Llega su segunda cerveza y le da un trago…

Sabes, me han tocado tipos que me dan un chingo de asco. Weyes que ni se bañan, ni el culo se limpian, weyes que solo porque andan en la mafia creen que pueden tratar a una como la peor basura, hay tipos bien pinches enfermos. Cuando me dicen sus cochinadas mejor me voy.

En una ocasión me fui con un wey, se veía guapo, empezamos el faje. Me metía mano y todo el rollo y de repente empezó a llorar. El cabrón lloraba porque su esposa lo había corrido de la casa.

Lo que me da mucha risa son los cabrones que te dicen “vámonos, yo te saco de trabajar”. Obviamente no me voy. No mames, gano más en una noche que cualquier pobre diablo que frecuenta este lugar.

Estos cabrones piensan que nosotras estamos aquí para buscar marido o para buscar quién nos mantenga —se ríe—, pobres pendejos —me ve, toma un gran trago de cerveza y me vuelve a preguntar—, “¿por qué los hombres son tan pendejos?” —se para—. ¿Sabes qué cabrón?, son 400.

Le pregunto un “¿qué?”; ella responde “sí, wey, 400 de mi servicio. Cobro 400 la hora y ya llevas una hora. No cogimos, pero me hiciste perder el tiempo, así que págame para que ya pueda largarme a dormir”.

La veo, tomo la cartera, le pago y se va. Así como llegó, así se va.

 


Geovani Santillán (Salamanca, Guanajuato, 1996). Psicólogo de profesión y un  perseguidor de sueños y anhelos que jamás llegarán.

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