
Mi primer libro de Murakami me lo regaló mi exnovio de la prepa porque vimos que lo mencionaban en un corto de París, te amo. El segundo me lo dio un muy buen amigo, de improviso. Simplemente sintió que tenía que hacerlo. Cuando conocí a mi ahora esposo, una de las primeras cosas de las que nos reímos fue de Tropa de Asalto, el roomie que hace radio-ejercicios matutinos y —presumiblemente— se masturba pensando en icebergs en Tokio Blues.
Pero bueno, ahora que soy una lectora seria —y un intento de escritora igualmente seria—, decir que me gusta Murakami me hace quedar como una básica. O sea, Murakami es un superficial, un formulista vende-aire que se la pasa haciendo referencias a la cultura pop occidental y estirando escenas insulsas para simular que dice algo, cuando en realidad no está diciendo nada. Sus libros venden e hipnotizan porque Murakami nos da todo lo que queremos: sexo, misterio, viajes a Hawaii y la fantasía de no tener que trabajar durante largas temporadas. O al menos eso dice la crítica de Baila, baila, baila que publicó El país hace unos años.
Y pues yo leo y escucho las críticas. Pero igual me sigue gustando. Me gusta más, de hecho, con cada libro nuevo que le leo. Murakami no solo me gusta, sino que provoca en mí algo que solo me pasa con las obras que siento muy vivas: me dan ganas de dibujar a sus personajes. O sea, Murakami me pone en el mood de hacer fanarts y… y esto no me está ayudando a sustentar que el dude tiene valor literario y que no me aferro a él por
pura nostalgia adolescente.
Ya que estamos en esto, aquí va otro argumento que no me ayuda en nada: Murakami me hace sentir… me hace sentir como cuando veo anime. Tiene esa misma cosa bonita y mágica y pura de los animes.
A lo mejor por eso me gusta tanto. Y es que, si me pongo a pensar, concluyo que la explicación de mi guilty pleasure es mágica. Casi espiritual.
¿De dónde viene esa magia? Bueno, a Murakami se le ha calificado muchas veces de ser “realista mágico”. Pero el realismo mágico es una categoría occidental. De hecho,
creo que no podemos hacer una apreciación seria de Murakami si no desmontamos primero nuestra concepción occidental de la literatura fantástica.
La literatura fantástica, como tal, surge en Occidente a finales del siglo XVIII y es una reacción en contra de la asfixia racional de la Ilustración. La Ilustración, a su vez, es la exaltación final de la razón en contra del oscurantismo de la Edad Media.
O sea que, de cierto modo, en Occidente la literatura fantástica es producto del extremo o del choque: como se nos pasó la mano con el oscurantismo de la Edad Media, tuvimos que volvernos en exceso racionales porque qué oso el pensamiento mágico: ya mucha gente ha muerto quemada por su culpa. Y, en un mundo en el que el pensamiento mágico ha sido abolido —pero en el que a los hechos sobrenaturales no les llega el memorándum e insisten en hacer acto de presencia—, lo fantástico solo puede presentarse como disrupción, como choque, como atentado a la realidad, casi.
La fuerza de lo fantástico está en su carácter de atentado contra la razón. De ahí que lo fantástico esté emparentado con lo terrorífico. En los cuentos de Borges, por ejemplo, uno llega a sentir miedo de algo tan ridículo como unas piedritas azules por la única razón de que son completamente irracionales. En “Tigres azules” están estas piedras que no se pueden contar porque jamás conservan un número constante: las tomas una vez y son cinco; las tomas otra vez y son tres millones. Y la verdad es que a uno le da miedo porque, ¿quién quiere vivir en un mundo en el que hay objetos que no pueden ser descritos por las matemáticas? Por lo menos, los personajes de Borges no quieren. Por eso terminan regalando las piedras, fantaseando con quemar los libros de arena, en una palabra: huyendo.
En cambio, yo creo que, si a un personaje de Murakami le das unas piedras que no se pueden contar, él te dice: “Ah, bueno” y se prepara un té. O sea, ¿qué se le va a hacer? Estas piedras no se pueden contar, pero yo tengo que seguir con mi vida. Viviré en un mundo en el que las matemáticas no son coherentes. Me adaptaré a ello. No hay más.
Los personajes de Murakami son transportados a otros mundos o pierden su sombra o son perseguidos por extrañas creaturas en el metro de Tokio. Pero pues el mundo a veces es así. Su lucha es por adaptarse a las formas en las que cambia su mundo, no por salir corriendo.
Esto, de cierto modo, es muy coherente con uno de los géneros estrella del anime en este momento: el isekai. La premisa del isekai es que alguien (generalmente un adolescente varón sin oficio ni beneficio) es transportado out of nowhere a un mundo paralelo (generalmente el mundo de un videojuego de temática medieval).
Pero la cosa es que el dude se queda atrapado ahí y, en lugar de, no sé, luchar contra viento y marea por escapar de vuelta a su vida normie —como harían en alguna película americana—, el dude se queda feliz. Lo acepta. Ni siquiera cuestiona por qué está ahí. Su lucha es por adaptarse a los nuevos problemas que presenta su mundo nuevo, no por salir de él. ¿Quién quiere salir del mundo de fantasía, después de todo?
Como dice María Acebes Veganzones en una tesis de temática escalofriantemente similar a la de este ensayo, para los japoneses, la existencia de hechos y seres sobrenaturales no supone un problema.
Ellos no tuvieron Edad Media, ni Renacimiento, ni Ilustración. Nunca hubo una ruptura grave con el pensamiento mágico. Ergo, el hecho mágico no puede atentar contra ellos, porque ni siquiera se lo tomarían como un ataque.
Como no hay una ruptura, se puede trazar una línea continua desde las antiguas historias de yokai y yurei (fantasmas o “demonios” tradicionales japoneses, por ejemplo, la Yuki Onna) hasta el anime de fantasía contemporáneo o, en su caso, hasta Murakami.

Pruebe el lector, por ejemplo, a leer una traducción de la Yuki Onna, a ver un capítulo de Bakemonogatari y a leer los pasajes de 1Q84 en los que se habla de la Little People y la crisálida de aire. El feeling es muy parecido. Y es precisamente un feeling de continuidad: de que lo fantástico y lo no-fantástico no son categorías mutuamente excluyentes. Son más bien realidades concurrentes, separadas apenas por una cortina —decorativa, más que nada—; una cortina cuyo umbral se cruza por una decisión absurda o por una confluencia insulsa de hechos que la naturaleza interpreta como un ritual: en la Yuki Onna, porque los leñadores no pueden cruzar el río debido a la tormenta de nieve y se refugian en la casa vacía del lanchero; en Bakemonogatari, por alguna cosa random, como que Nadeko rechaza a un chico de su salón; y en 1Q84, porque a Fukaeri la encierran en un cuartito con una cabra muerta. Todos estos son hechos aleatorios, sin ningún significado aparente. Pero, en la literatura “fantástica” japonesa, esos hechos pueden servir como portales que invocan irremediablemente a lo sobrenatural (aunque, la verdad, lo sobrenatural nunca estuvo muy lejos de nosotros).
Bakemonogatari es un anime que sigue los pasos de una especie de detective/deshacedor de entuertos paranormales que siempre anda topándose con chicas que sufren problemas de orden fantástico. Aunque al principio los problemas parecen aleatorios, después se descubre que todos tienen causas muy claras. Por ejemplo, una chica que está harta de ser la corredora más lenta de su clase desea fervientemente ser rápida. Se convierte en una estrella de los deportes, pero, a cambio, una de sus manos se transforma en una pata de mono. Sí, una pata de mono como la del cuento de W. W. Jacobs.
Podría decirse que este tipo de manifestaciones sobrenaturales tienen un carácter punitivo o una intención moralizante. Pero las historias no se sienten moralizantes porque no tienen esa carga de la culpa cristiana. Vamos, no es que nadie te castigue, pero es que oye, tú, que eres un loser, no puedes convertirte en un as de los deportes sin que algo más se altere en la realidad: sin que algo ocurra a cambio. Es un asunto de equilibrio: si tú le quitas algo a la realidad, la realidad se desquita por otro costado.
Algo similar ocurre en Another, un anime cuya coherencia simbólica y narrativa no le pide nada a las buenas obras literarias. Lo que sucede en Another es que, en un salón de tercer año de una secundaria de un pueblito de Japón, el alumno estrella muere repentinamente. Y, como es el alumno estrella, nadie está dispuesto a asimilar su muerte. Así que, superlógico: todos fingen que sigue vivo. Y el día de la graduación sucede que el tipo sí está vivo. O que al menos aparece en la foto de generación.
Está claro que fingir que un muerto sigue vivo es una acción que altera el balance. Es una invitación a que la muerte compense aquello que los alumnos y profesores de tercer año están tratando de des-matar. Ergo, a partir de ahí, tercer año está maldito: cada inicio de cursos, aparece un alumno extra en la clase. Ese alumno no está vivo, en realidad es un emisario de la muerte, pero nadie en el salón lo sabe. Gracias al emisario de la muerte, se desata una oleada de muertes gore a lo largo de todo el ciclo escolar.
La única forma de proteger a la clase, la única medida preventiva, consiste en restablecer el equilibrio con un nuevo engaño: si hay un alumno de más, entonces, el salón se comporta como si hubiera un alumno de menos. Se elige una víctima y a esa persona se le trata todo el año como si no existiera.
Así, Another plantea un juego en el que la vida y la muerte interactúan para mantener el balance. Lo que se pierde en un lado es sustituido o reflejado en el otro. Y, en ese intercambio entre ambos lados del continuo, el hecho fantástico se produce.
Murakami también es afecto a este tipo de relaciones “transaccionales” en las que la alteración del equilibrio va de la mano con los hechos fantásticos.
“Cuando se produce un vacío, siempre hay algo que lo llena”, piensa Aomame en 1Q84. Y también: “Dentro de ella, se había cerrado una puerta y otra se había abierto en silencio”. Estas dos frases parecen ser la lógica principal bajo la que se rige el universo de Murakami: lo que desaparece debe ser reemplazado. Las puertas deben cerrarse para abrir nuevas puertas. Es como una lógica de acción-reacción newtoniana, pero en la que no se obedecen las reglas de la física, sino las del equilibrio fantástico.
Por ejemplo, todo Kafka en la orilla es el viaje de dos personajes que, aunque no se dan cuenta del todo, están haciendo todo lo posible para cerrar una especie de portal fantástico que quedó abierto muchísimos años atrás. Como la puerta no se cerró, la ecuación murakamiana no está completa y prevalece el desequilibrio. Y el desequilibrio acarrea muerte, vacío existencial, hechos disparatados: un hombre habla con los gatos, Johnny Walker se encarna como un escultor del distrito de Nakano, el Coronel Sanders anda por ahí ofreciéndoles prostitutas de lujo a los traseúntes nocturnos…
Por si fuera poco, las novelas de Murakami están plagadas de interrelaciones entre pares de personajes y pares de conceptos complementarios. En 1Q84, por ejemplo, una casualidad en la vida de la pequeña Fukaeri acarrea la entrada de la Little People en nuestro mundo (la Little People es una especie de entidad mística relacionada con el poder). Junto con la Little People, aparece el impulso anti-Little People.
Y la Little People, a través de un extraño capullo que se llama crisálida de aire, crea una copia de Fukaeri. Así, de Fukaeri ahora hay dos: una daughter y una mother. Una es de carne y hueso y la otra es solo un concepto, una cáscara vacía. La Little People le advierte a Fukaeri que no debe separarse de su copia. Pero ella, llena de terror, desobedece y abandona a su complemento. Y, de algún modo, nunca vuelve a ser la misma: tiene dislexia, habla sin entonación, puede percibir cosas que otros no perciben.
Los personajes de Murakami habitan entre los vacíos que no consiguen llenarse, entre el desastre que surge cuando una puerta no se cierra para que se abra la siguiente. Los personajes de Murakami habitan el desequilibrio que conecta el mundo natural con el mundo fantástico.
Y, de algún modo, el desequilibrio del mundo natural es un reflejo del desequilibrio del mundo interior. O quizás es al revés. No importa. La cosa es que, junto con los hechos fantásticos, están la melancolía y la sensación de haber perdido algo irrecuperable.
Los personajes de Murakami, igual que los chicos de tercer año de Another, se esfuerzan por cerrar las puertas que quedaron abiertas, por llenar los vacíos, por desempeñar el papel que les toca en ese extraño juego de equilibrio de poderes. Así esperan, de paso, llenar los vacíos de su mundo interior.
La travesía a veces es disparatada y al lector de repente le quedan algunas cosas sin explicación. Pero recordemos que a los japoneses no les interesa explicar lo fantástico. A Murakami, por ende, tampoco le interesa. Además, ¿de qué serviría explicar lo fantástico con la razón? En Occidente ya sabemos que no se puede y nuestra literatura fantástica es producto del horror de esa imposibilidad. En Oriente saben que lo fantástico es una cuestión de equilibrio y que el equilibrio trasciende a los asuntos de la razón.
En ese sentido, las novelas de Murakami tienen algo de los koanes de los monjes zen. Un koan, por ejemplo, es: “¿Cómo suena una palmada si aplaudimos con una sola mano?”. No hay una respuesta lógica, es evidente. Pero ese es el punto del koan: que de todos modos se te queda mirando y, cuando meditas en su misterio, trasciendes la razón y alcanzas la luz.
Todo lo que Murakami deja con explicaciones oblicuas funciona como un koan también. No tenemos respuesta, pero se nos queda mirando. Y, mientras lo leemos, mientras seguimos en el pacto narrativo con él, sentimos que algo en el interior de los personajes se está iluminando. El equilibrio se restablece. Nunca del todo, tal vez, pero sí un poco.
Así como Hoshino, el trailero de Kafka en la orilla, profundiza en su conocimiento de sí mismo y alcanza una experiencia más trascendente de la vida solo por vivir una serie de cosas rarísimas —cosas que él jamás llega a explicarse— y ayudarle al anciano Nakata a cerrar el portal que quedó abierto, así también descubrimos que esos enigmas nos equilibran a nosotros.
De Murakami he escuchado decir que describe las emociones con superficialidad, que no es suficientemente desgarrado. Pero es que no hace falta. Debajo de esa escritura hipnótica, lo verdadera profundidad, que es la búsqueda del equilibrio, sucede entre líneas. Y, a medida que sus personajes encuentran el equilibrio, nosotros también lo encontramos. También se siente como si nosotros sanáramos de los vacíos e incompletitudes que nos aquejan.
Por eso, quizás, el placer de su lectura tiene algo de espiritual. Algo que se le escapa a la crítica, pero que está vivo. Tan vivo que solo un fanart podría comunicarlo.
Bibliografía
– Acebes Veganzones, María. “La concepción del terror en oriente y occidente: el caso
japonés”. Tesis. Universidad de Valladolid. 2017. Digital.
-Borges, Jorge Luis. La memoria de Shakespeare. Madrid. Alianza Editorial. 1999. Impreso.
-Murakami, Haruki. 1Q84 Vol. 3. Ciudad de México. Tusquets. 2011. Impreso.
-Murakami, Haruki. Kafka en la orilla. Ciudad de México. Tusquets. 2013. Impreso.
Daniela L. Guzmán (Guadalajara, 1991) es narradora y traductora. Fue beneficiaria de la emisión 2016-2017 de PECDA Jalisco y obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Jesús Amaro Gamboa” 2018. Ha publicado cuentos en Marabunta, Cantera Malaquita y Pliego 16. Actualmente trabaja en su primera novela.
Orales, que buen ensayo, hasta me dieron ganas de comprarme otro libro de Murakami. Además, qué buen fragmento que resume todo el ensayo: “Dentro de ella, se había cerrado una puerta y otra se había abierto en silencio”. Está bien bonita.
Ni hablar de la frase final, es la onda.
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Chulada de ensayo.
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