Cuento | El insólito doctor Cabrera, por Rosario Martínez

El doctor se acicaló, era sumamente vanidoso y pagado de sí mismo. Partió un abatelenguas para usarlo como pica dientes, sacudió de su bata, hasta hacía unos minutos impecablemente blanca, unas migajas del pollo frito que acababa de devorar, era todo lo que quedaba de su, para él, frugal comida. Sus largas y afiladas uñas tintinearon como suaves notas musicales sobre el teclado de la computadora cuando inició la apertura de los expedientes. Sonrió con regocijo malévolo, se acercaba la mejor hora del día: cuando, circunspecta y ceremoniosamente, se dirigía a la salita de espera de los pacientes que aguardaban con no poca impaciencia contradiciendo así la forma en que genéricamente se les llamaba. Sus pupilas oscuras y ovaladas rodeadas del iris verde amarillento reflejaron que en verdad disfrutaba de ese instante. Era hora de desquitar la generosa paga que recibía por librar al Instituto de los más ancianos y achacosos, aquellos que no habían sido advertidos sobre la peculiaridad del galeno. Con sumo cuidado desplazó su corpachón, la última vez que se levantó de prisa, había destruido casi medio consultorio; a pesar de ello, en su cita con el director, solo escuchó una indulgente llamada de atención. Después de todo qué significaban unos cuantos miles de pesos en comparación con librar al Instituto de decenas de pacientes incautos y aprensivos.

Sus pasos resonaron en el pasillo y su cola rebotó contra las paredes anunciando su presencia, aun las dos recepcionistas prevenidas acerca del singular médico sudaban copiosamente cuando el Doctor Cabrera hacía acto de presencia. Con voz gutural y ronca, gritó el nombre de la primera persona: —¡Ludivina Prudencia! Este sonido despertó a aquellos que dormitaban sobre las sillas de plástico anaranjado, dos enfermeros altos y fornidos aguardaban expectantes sus próximas cargas. El primero en caer desvanecido fue Don Apolinar Tentón, un septuagenario que gozaba de fama de Don Juan y raboverde, su silla se ubicaba justo frente al pasillo por donde aquella cosa avanzaba, sus ojos se abrieron desmesuradamente y, llevándose las manos al pecho, exhaló su último suspiro. El revuelo fue enorme, todos los que no sabían acerca del médico Cabrera emprendieron la carrera hacia afuera del edificio. La segunda víctima fue Doña Conchita Dulces Nombres que, incrédula, boqueaba buscando aire; esa anciana con cabello blanco y gesto dulce era el azote de los niños en su barrio, balón que caía en su patio jamás regresaba y con gesto adusto recetaba a los atrevidos niños una retahíla de improperios por osar jugar frente a su vivienda. Sin saberlo, el Dr. Cabrera estaba contribuyendo a que no desaparecieran más balones cerca de la casa de la ahora inerte Sra. Dulces Nombres. Los camilleros se acercaron a los ancianos desvanecidos y, tras comprobar que su viaje había concluido, los echaron sobre la camilla, uno encima de otra: el Instituto tenía problemas financieros y las camillas escaseaban. —Ludivina Prudencia —repitió el satisfecho médico y, dándose la media vuelta, inició su recorrido a la inversa, pero el roce de algo parecido a una canica cerca de la oreja le hizo dar media vuelta, arrancando una de las esquinas de la pared y dejando al descubierto a un joven médico que se rascaba la entrepierna; “Eso es poco profesional”, pensó el Doctor Cabrera. Después, concentró toda su atención en buscar a quien le había lanzado el pequeño proyectil, lo descubrió cerca de la puerta doble de vidrio que daba acceso al corredor que, a su vez, desembocaba en las escaleras: un pequeño de siete u ocho años que debió pensar que era una botarga o una mascota. Sus ojos enfocaron al chiquillo de cabello alebrestado que lo miraba detrás de la trinchera de carne y hueso que era su madre, más carne que hueso, notó salivando el insólito médico. La aterrorizada mujer mantuvo la compostura y solo se movió cuando vio cómo la enorme mole que era el Dr. Cabrera se dirigía hacia ellos, el niño volaba escalones abajo mientras la mujer rebotaba tras él, en unos cuantos minutos la distancia entre ellos era tanta que la pobre madre empezó a pegar desesperadamente de gritos: —¡Carmelo, Carmelo, vete al auto hijo, ahí te alcanzo!

Uniendo acción a la palabra, lanzó las llaves que el niño atrapó al vuelo en el aire, muchos interrumpieron su enloquecida fuga y siguieron con la vista la trayectoria descrita, en cuanto se percataron de que el niño las tenía entre las manos reiniciaron despavoridos su huida. Mientras la mujer gritaba, un barullo de voces conmocionadas y gente corriendo de un lado a otro ponían un mayor énfasis en el caos reinante dentro del Instituto. Los vendedores ambulantes, acampados desde temprano en las afueras, abandonaron su mercancía para salir en despavorida fuga, dos o tres comensales de un puesto de viandas callejeras tuvieron un acceso de tos cuando sus manjares se les atoraron en la garganta ante el inverosímil espectáculo que les tocaba presenciar.

Esta lamentable e involuntariamente cómica escena detuvo al médico en su carrera, aun así, un último coletazo hizo que las puertas dobles de vidrio volaran hechas astillas sobre el corredor de cemento, varias salieron disparadas como proyectiles y se fueron a incrustar en su cuerpo: las sacudió con las manos y, recomponiendo la figura, se regresó, no sin antes echar un vistazo triunfante ante el público boquiabierto que le miraba sin pestañear desde abajo. “Después de la tormenta viene la calma”, pensó sabiamente el Dr. Cabrera. Contuvo el impulso de levantar los brazos y hacer una caravana ante su público improvisado, sus ojillos brillaron excitados; no era ningún bufón, por eso no lanzó un bramido que hubiera sido su consagración como actor en ese momento, con elegancia extravagante se giró, un crujir de vidrios acompañó sus pasos hasta que ingresó de nuevo al edificio. Algo debió recordar porque, ante las miradas cautivas de todos a su alrededor, salió con parsimonia de nuevo, giró la cabeza apuntando su gran nariz hacia la dirección en que había desaparecido Carmelo, aspiró profunda y ruidosamente, y sus fosas nasales se distendieron mientras su cerebro grababa el aroma del pequeño.

Cuando pasó frente al cubículo donde las compungidas recepcionistas permanecían como petrificadas, se inclinó ante Cristi y le lanzó su aliento a pollo frito al tiempo que le susurraba algo al oído, ella asintió con cara de susto y se levantó dirigiéndose de inmediato al archivo para cumplir la orden de Cabrera. Después de unos momentos, todo parecía haber vuelto a la normalidad y el médico recibió a Ludivina Prudencia, que entró con cautela al consultorio. La chica se le quedó mirando e hizo la pregunta que le acuciaba en la mente: —¿En verdad es usted médico?

Cabrera le lanzó una mirada furibunda y resopló con potencia, sin embargo, no articuló palabra alguna, solamente señaló el título colgado en la pared a espalda de la joven, en el que se le acreditaba como médico cirujano partero; en la parte superior izquierda del documento, se exhibía una fotografía con el rostro inequívoco del médico, donde unas orejas pequeñas y puntiagudas competían en protagonismo con un par de pequeños cuernos y una grande, alargada y protuberante nariz. Ludivina Prudencia se relajó cuando constató la autenticidad de la profesión y comenzó a detallar, al ahora atento Dr. Cabrera, sus dolencias.

Después de semanas investigando concienzudamente en la red acerca del arma con la que había sido atacado aquella infausta mañana en el Instituto, el médico Cabrera por fin había dado con una similar; no era cuestión de dinero, él lo tenía en abundancia, era el mejor pagado —no en vano habían aumentado en un doscientos por ciento las defunciones por paro cardiaco entre los ancianos jubilados que representaban una “odiosa carga financiera” para el Instituto, según el último reporte del director a sus superiores en la capital del país—, no, era la misma naturaleza del arma y de las municiones.

Tuvo que aguardar hasta el inicio de la primavera para poder hacerse con ellas, pero ahora que tenía todo, dotado de su poderoso olfato y por supuesto de la dirección que Cristi le había proporcionado del niño en cuestión, se dirigía a su encuentro. Para un caballero como él se hacía imprescindible una reparación del honor mancillado, así que, con las armas en cajas de plástico, desafortunadamente no había conseguido mejores estuches que estos, se dirigió al encuentro de su enemigo. Se vistió con sus mejores galas y, con aire decidido, se puso rumbo al encuentro de su destino.

Cuando arribó a la pequeña casa de interés social donde vivían Carmelo y sus padres, la
expectación, el asombro y el temor se esparcieron como polvareda en el fraccionamiento; sin embargo, pudo más la curiosidad y, al poco tiempo, el médico llevaba un séquito de vecinos chismosos que, desde una prudente distancia, seguían sus pesados pasos sobre la calle, incluso el tránsito se desviaba o, de plano, se detenía a la vera del camino y se unía a la muchedumbre que seguía a Cabrera. Su corpulencia vestida de impecable traje amarillo limón destacaba en la mañana soleada de primavera, al igual que su larga cola que sobresalía por entre la abertura posterior del traje y, aunque el tono era muy discutible, el corte era impecable, dándole un aura de elegancia; calzaba unos brillantes zapatos de charol negro y cubría sus orejas y cabeza con un sombrero oscuro que llevaba ligeramente inclinado hacia un lado, un pañuelo rojo cuidadosamente doblado asomaba del bolsillo izquierdo de su saco, refinándolo, solo las dos cajas de plástico transparente restaban armonía a su atuendo porque parecían un detalle chabacano y poco afortunado.

Encontró a Carmelo con el pelo húmedo y recién bañado. Vestía un pantaloncillo corto y
camiseta holgada, el pequeño se le quedó mirando sorprendido, no obstante, su expresión no denotaba temor; reaccionó y, de un brinco, salió corriendo hacia el interior de la casa, pero fue alcanzado por Cabrera, quien le indicó las armas dentro de las cjas con un gesto teatral. El niño se tomó su tiempo para decidir cuál tomar, en verdad que estaban mejor que la que él tenía, finalmente se decidió y Cabrera le entregó una bolsa de terciopelo negro con las municiones; Carmelo la abrió y, retadoramente, asintió con la cabeza, entrecerrando los ojos en un gesto que pretendía ser amenazador.

La gente se mantenía expectante y desesperada por ver lo que había dentro de las cajas de plástico y de la bolsa de terciopelo. Los más osados sacaron sus teléfonos celulares de la forma más discreta posible, cuidándose de que el médico Cabrera no lo notara; sin embargo, sus orejas súper sensibles registraron el primer sonido del obturador de la cámara activándose, así que se giró con una rapidez que no se hubiera supuesto en alguien de sus dimensiones y, con voz autoritaria, ronca y con un tono de ferocidad inconfundible, dijo, sin gritos ni aspavientos mientras se dirigía hacia el atrevido fotógrafo y tomaba con su mano de largas y gruesas uñas verdes el teléfono celular, —¡No fotos! Y, para dar mayor énfasis a sus palabras, aplastó de un pisotón el artefacto que quedó convertido en un montón de fragmentos casi pulverizados. Los demás retrocedieron con gesto de horror y, ostensiblemente, mostraron su teléfono móvil a Cabrera mientras lo guardaban dentro de la bolsa de mano, del pantalón o de la camisa. Este se giró de nuevo, en su rostro de reptil gigante, una mueca de burla se hizo presente.

Una mujer se abría paso desesperadamente entre la multitud de curiosos, desparramando en su trayecto los artículos del mandado, llevaba una bolsa de papel agarrada entre los brazos como si fuera un bebé. Con los empujones la bolsa se rompió y algunas naranjas rodaron libremente, zigzagueando entre la multitud de zapatos en que se había convertido la calle en esos momentos. Era la madre de Carmelo que gritaba a voz en cuello el nombre de su hijo, cuando llegó hasta la línea frontal que formaba la gente, vio a su pequeño entretenido en sacar algo de una bolsa de terciopelo negro y a Cabrera vestido de amarillo limón, con su sombrerito en la cabeza; el sol del mediodía los iluminaba, creando una imagen irreal. Se aproximó con una mezcla de temor y beligerancia hasta ellos, con el único propósito de poner a salvo a su hijo; Carmelo le señaló la hilera de pequeñas botellas de plástico que tenían dispuestas sobre la barda de blocks de su casa, separadas una de la otra por cincuenta centímetros, en total eran diez, y le explicó que serían diez tiros, que al final verían quién había sido el que derribara más y, por lo tanto, el vencedor. Había tenido que hacer uso de toda la elocuencia e implacable lógica que tienen los niños para convencer al doctor Cabrera de que la fuerza de su tiro le daba ventaja si apuntaban al cuerpo del otro y que eso era poco honorable. Admitió haberlo hecho, haber lanzado una bolita con su tiralilas, pero, dijo con cara contrita:

—Usted asusta a la gente.
—Acaso debo pedir perdón por haber nacido así —contestó el médico con indignación.
—No —musitó Carmelo pensativamente—, supongo que nadie elige cómo nacer —agregó con palabras que reflejaban una madurez inusual en un niño de su edad—. Ahora comprendo que haberle lanzado una bolita en el Instituto fue una falta de educación de mi parte, por lo cual ofrezco disculpas —dijo, viéndolo hacia arriba.
“O este niño lee mucho o es un enano disfrazado”, pensó jocosamente Cabrera al escuchar sus palabras nada acordes ni con su edad, ni con su aspecto. Pero solemnemente dijo:
—Disculpas aceptadas.

Aun así, Cabrera insistió en vencerlo de alguna manera para poner su honor a salvo y, entonces, Carmelo sugirió derribar botellas de plástico con el arma que el médico se había tardado tanto tiempo en conseguir. El primer turno sería para el ofendido, el médico Cabrera y después tiraría Carmelo. La gente seguía con curiosidad el diálogo que se desarrollaba entre los tres personajes y, en lugar de disminuir la cantidad de personas que presenciaban tan singular escena, aumentaba, a grado tal que algunas patrullas de tránsito y policía se encontraban en el lugar tratando de poner orden hasta que los policías fueron atraídos por los acontecimientos tan extraordinarios que quizá jamás volvieran a presenciar.

El corpulento doctor trazó la línea desde la cual tirarían, demostrando la dureza y solidez de sus largas uñas, pues un rayón se dibujó en el pavimento sin que sufriera desperfecto alguno; Cabrera suspiró, pensando que la semana entrante debería hacer cita con la manicurista y la pedicurista. Con sus enormes pies bien afianzados, se dispuso a disparar, la expectación iba in crescendo por ver el arma; la gente se volteó a ver sorprendida y tuvo que contener la risa, temerosa de la reacción del extraño médico, cuando vieron que sacaba un tiralilas de la caja y que las municiones eran semillas redondas, frescas y verdes de las lilas que crecían en algunos parques de la ciudad. —¡Menudas armas! —se escuchó decir en un ligero cuchicheo y risitas ahogadas se congelaron en la multitud cuando el médico volteó a verlos con el gesto hosco y un brillo amenazador en sus ojos de pupilas negras ovaladas e iris verde amarillento.

El primer disparo fue limpio, derribando la botella. Tocó el turno a Carmelo, la gente lo había hecho su favorito sentimental, y se escuchaban frases de aliento cuando el niño tomó posición para disparar: no los defraudó, la botella fue derribada sin dificultad. En la quinta y última ronda, el público estaba dividido, el empate a cuatro manifestaba la puntería de ambos contendientes y Cabrera se había hecho de un nutrido grupo de seguidores que lo vitoreaban cuando veían cómo derribaba, sin dificultad, las botellas. Los vítores de la gente lo comprometían, muy a su pesar, a dar la vuelta y agradecer sus
porras y aplausos con una graciosa reverencia, cuando esto pasaba la intensidad de los aplausos aumentaba notablemente. Era el último tiro, el extravagante doctor Cabrera llevaba cinco disparos impecables y otras tantas botellas derribadas; tocaba el turno al joven Carmelo al que, aunque conservaba el aplomo que lo caracterizaba, unas ligeras gotas de sudor en la nariz delataban. La gente que estaba con él seguía, casi sin respirar, su preparación para el último tiro: ¿qué pasaría si ganaba?, ¿se daría por satisfecho el vengativo médico? En eso estaban pensando cuando vieron la última botella tambalearse sobre el block sin caer, la respiración de la gente se detuvo, la botella bailó sobre su fondo circular hasta que finalmente cayó, levantando una nubecilla de polvo. La gente estalló en estruendosos aplausos, tanto los seguidores de uno como de otro. Luego, se hizo el silencio para ver la respuesta del insólito médico, este se inclinó ante el niño, la madre caminó decidida a interponerse entre ellos; sin embargo, no fue necesario: el doctor extendió su rasposa mano de dedos anchos y uñas largas a Carmelo, quien lo veía con una sonrisa de oreja a oreja, en verdad que ambos se habían divertido y el público los ovacionó. Alguien preguntó con un grito a la madre los nombres de los contrincantes y organizó la porra que se recordaría durante muchos años en aquella ciudad, llegando a convertir el duelo recién protagonizado en una leyenda, para muchos, increíble. A voz en cuello, gritaron con verdadero entusiasmo, incluidos oficiales de policía y tránsito —¡A la bio, a la bao, a la bim bom ban, ¡Cabrera y Carmelo ra, ra, ra!

Momentos después, la calle se despejó y pronto no quedó nadie. En el diminuto patio trasero de la casa, el doctor Cabrera lucía fuera de sitio, su enorme constitución resaltaba en forma espectacular, permanecía sentado en una silla de jardín para dos personas. Devoraba, en compañía de su nuevo amigo, el pollo rostizado que la madre había traído con el resto del mandado. El niño se comía gustosamente una pizza, cortesía de Cabrera. La madre los vigilaba, innecesariamente, desde la ventana de la cocina. Honorable como era, el insólito médico, cuando brindaba su amistad, lo hacía para siempre.

 


Rosario Martínez, Ojinaga, Chihuahua 1963. Maestra de Lengua y Literatura. Obra publicada: El aniversario y otros cuentos, 2014; Aluzia & Sombría, 2017. Finalista y seleccionada en Concursos Nacionales de Cuento. Antologada: La Primera Antología de Escritoras Mexicanas, 2018; Las lunas de octubre 2016 y 2018, 1era. y 3era. FL de Cuautla Morelos; Mortuoria, 2017; En la boca del viento, 2016. Colabora con la Revista Latina NC (digital) de EE. UU.

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