Era septiembre, entonces quise deshacerme del piano. Mi madre había muerto dos semanas antes y ese piano era un mueble decorativo, incómodo, me recordaba a mi niñez porque hace mucho le había pegado algunas estampas en el costado. Pero me daba pena sacarlo por completo porque alguien podría encontrarlo y restaurarlo y darle una nueva vida y el mueble viviría para siempre con un rencor renovado dentro de sus cuerdas y teclas cada vez que alguien tocara el “Danubio Azul”. Decidí desarmarlo —o algo parecido—; así es más fácil dejar ir las cosas: un pedazo de madera en el Canal de la Mancha, una tecla en el basurero de la ciudad, un pedal convertido en la pata de un ropero y quizá, pensé, alguna parte sea basura espacial algún día. Definitivamente, nada se quedaría allí.
Ese departamento era de nosotras. Pequeño y blanco como un corazón de porcelana, igual de frágil. Cuando me fui, entendí que el amor se alimentaba de cosas menos que cotidianas: una sopa caliente en los días fríos y un vaso de agua en medio de la madrugada, unos pies descalzos tocando el invierno local del suelo a las cuatro de la mañana, un solo regreso con el vaso de agua casi intacto.
No voy a contarte cómo es que me fui, adónde llegué y por qué me quedé en una ciudad en la que en todas partes quería estar sola. No voy a contar cómo mi madre mantuvo la casa impecable hasta el día de su muerte, ni te voy a contar que no la volví a visitar nunca más porque no tengo nada que explicar. Y para saciar tu hambre de juicio, solo te diría que sí hablaba con mamá, le mandaba mensajes, la llamaba de vez en cuando, le preguntaba qué tenía que hacer para que mis lentejas supieran bien; como te dije: el amor nada tiene que ver con el amor.
Estábamos hablando del piano, no de mi madre muerta: era de esos verticales que son altos y tienen la cola pegada a la pared, fue un regalo de mi abuelo Francisco a mi abuela, que nunca aprendió a tocar pero que obligó a mamá a aprender algunas canciones y ella me enseñó otras más. Supongo que con el paso de algunas generaciones estaríamos listas para dar un concierto en la Sala Nezahualcoyotl, todos los fantasmas rondando por ahí y la tataranieta tocaría el cuarteto para piano y cuerdas en La menor mientras yo estaría llena de orgullo metafísico porque mi canción de cuna de Brahms había aportado algo.
El piano, el piano, el piano tenía que salir de ese departamento ya, sin que me juzgara nadie ni nada. Cerré todas las puertas y todas las ventanas para que ningún vecino tomara la iniciativa de llamar a la policía, llevé el piano hasta mi antiguo cuarto porque estaba vacío. Tomé un martillo y martillé. Martillé más. Las teclas salieron volando, reventaron las 224 cuerdas del bastidor, la caja de resonancia hizo más ruido que lo que hizo a lo largo de 40 años de aprendizaje. Era una furia mansa, una fiera lentísima que reptaba a cada golpe y se deshacía entre la música que pudo haber existido en aquella casa y en aquellas vidas solitarias. Una furia dirigida, definitivamente, hacia el piano que nada me debía.
Vi un fantasma salir de alguna de las 88 teclas. Era el de mi madre.
Tomé cada astilla y revisé cada rincón para comprometerme con la desaparición del piano, no quería que el fantasma de mi madre me viera no comer a mis horas, no dormir lo suficiente, dormir demasiado, tomar medicamentos y masturbarme. No quería que el fantasma de mi madre me escuchara llorar por mi madre. Todo lo puse en bolsas negras, algunas cosas las arrojé por la ventana, otras las combiné entre la basura diaria. Dejé que todo se deshojara porque ya casi era otoño.
Ahora sé que buscaba perderlo. Repasé muchas formas de la pérdida: la pérdida de la voz que puede regresar en unos minutos o unas horas, la pérdida de la memoria que se parece a los cocuyos que vuelan en algunas lagunas de Guerrero y en algunas mentes michoacanas como la de mi abuela, la pérdida de la esperanza que experimenté a los nueve años cuando mi Camila se perdió en el Desierto de los Leones, la pérdida del amor después de seis años de hábitos animales, la pérdida de un ser querido que se parece a la pérdida de la esperanza; con la diferencia del lenguaje y los códigos fúnebres, del color negro y los silencios. Y mi madre. Mi querida madre. Los queridos sueños de mi madre encerrados en bolsas plásticas y revueltos entre la basura de la mañana.
Ojalá no regrese. Nunca.
Claro que hablo del piano, doctora.
Rodrigo Mora. (Ciudad de México, 1996) Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuentos en revistas como Rojo Siena, Palabrerías, La liebre de fuego y La Rabia del Axolotl. Es lector de cómics y novelas gráficas. Hoy su canción favorita es “1979” de The Smashing Pumpkins.