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Mi sombra no me sigue en verano.
Si esta fuera tu última noche con vida, ¿qué es lo que harías?
Con todo ese alcohol recorriendo tu sistema, te puedes desdoblar y dejar que tu cuerpo actúe solo, como un imbécil. El ambiente está desproporcionado y todos aquí están ebrios. Así que, en realidad, no importa lo que respondas a esta pregunta en tanto te mantengas dentro del rango predeterminado de respuestas correctas.
Como cualquier otro encuentro social, este tiene un protocolo a seguir, no importa si somos jóvenes anarquistas y rebeldes, hermosos y sin leyes: todos estamos regidos por estándares. Ni siquiera acá puedes sentirte libre, desde la ley de la gravedad hasta cuánto eres capaz de beber. Aquí se espera algo determinado de ti. Solo miren a la chica que nos hizo la pregunta: su ropa rasgada, el tatuaje debajo de su camisa que se revela levemente cuando se mueve, hacen parte de una imagen elaborada por un sistema exterior.
Tienes a la locura como protocolo, y las obscenidades, el toqueteo, la música, la droga. Nuestro momento aquí está diseñado: el alcohol que ronda por cada mano, las charlas sexuales, las miradas insinuantes, los bailes eróticos, los borrachos felices. Nuestro deber es revolotear de alegría por nuestra autenticidad e indocilidad, porque somos los seres más especiales del planeta y nuestros padres no pueden entendernos.
Bebes una copa de vez en cuando y sueltas una blasfemia y así eres parte de la manada. En el momento indicado, cuentas una anécdota sexual provocativa. Y si no tienes ninguna te la inventas. Así funcionan estas cosas. No tienes que ser un genio para revolotear aquí.
—Si fuera esta tu última noche con vida —nos pregunta ella con una sonrisa medio torcida y una cerveza fría en la mano derecha —, ¿qué es lo que harías?
No estoy seguro cómo se llama, creo que Melisa o algo por el estilo, no lo sé, tal vez Melissa con doble s.
Melissa está mirando a un tipo que hace parte del círculo de chicos y chicas de esta fiesta a quien consideramos el primer participante del interrogatorio. El chico que Melissa está mirando será llamado Carlos para fines prácticos. Carlos piensa un momento tras escuchar la pregunta, toma un trago de una pequeña copa de plástico, se seca la boca con la mano y responde:
—Iría donde Julia, le contaría mi trágica situación y le confesaría que lo único que quiero es un último polvo, solamente uno, y es ella a quien quisiera tirarme.
Solo por si no lo sabes, cuando Carlos dice «polvo» se refiere a sexo: orgasmos simultáneos, condones de sabores, pornografía online, desnudo en portada, el 69, abortos, gemidos, Playboy, un colchón, hormonas, erecciones, coito, eso mismo, sexo… a lo siglo XXI, simple y hastiado. Grotesco y sudoroso. Sexo moderno. Aunque por algún motivo es más interesante llamarlo «polvo». Todo el mundo tiene sexo, pero no todos consiguen un polvo. ¿Lo ves? Creación pura.
—¿Julia? —pregunta Melissa como si estuviera asombrada, pero sin perder su sonrisa torcida—. ¿Tu amiga promiscua?
—Esa Julia —dice Carlos, sonriendo.
—Pero es una callejera —afirma Melissa.
—¿Y qué? Si lo que quiero es sexo.
Miro atónito a Carlos cuando utiliza la palabra estándar de nuestro idioma y no un apelativo de nuestra generación.
—Mierda —exclama Melissa como si de verdad estuviera aterrada—, eres un completo bastardo.
Pero no, Carlos no es un bastardo. Y, solo por si no lo notaste, él respondió de acuerdo al rango predeterminado. De hecho, la respuesta de Carlos corresponde al noventa por ciento del rango. El otro diez por ciento se divide entre drogas, viajes, dinero, asesinatos y otras excentricidades. Aquí la respuesta «sexo» es como la de «paz mundial» en un concurso de belleza. Es la correcta. La esperada.
Antes de que termine de ver a Carlos imaginando cómo se lo hace a Julia, Melissa me está mirando como diciéndome «¿Y tú? ¿A quién se lo harías?».
Si esta fuera tu última noche con vida, ¿qué es lo que harías?
Yo bajo la mirada un segundo, imitando a alguien que medita detenidamente la respuesta, y le pongo a mi cara de tontazo una sonrisa para que todos me sientan de su lado. Golpeo con los dedos mi botella de cerveza medio vacía. El suelo está lleno de esas copitas de plástico aplastadas, colillas de cigarrillo que todavía humean, paquetes de comida chatarra y manchas de… lo que sea.
—Bueno —digo mirando a Melissa—, depende.
Hay una fuerte música de fondo, lo que me hace responderle bastante alto. Hay gente bailando esa música. Otros están sentados en algún sofá, hablando mientras consumen. El baño está cerrado. Hay humo con un delator aroma proveniente de una habitación. Todo esto está desproporcionado.
Cuando entré a este lugar, un chico bastante simpático con un arete en la oreja izquierda se me acercó y preguntó por una tal Sandra. Me tomó del brazo y luego me mostró su lengua. Yo le dije que no sabía quién era Sandra y vi en su lengua un pedazo de ácido. El chico me sobó el pecho con ternura y me preguntó si quería un poco. Yo le dije que no, pero que le recibiría una cerveza.
—¿Depende de qué? —inquiere Melissa.
—De la situación —respondo encogiéndome de hombros.
—Ernesto, ¿verdad? —me pregunta Carlos, como si de verdad nos hubiéramos conocido antes de ese momento.
Yo asiento: si él puede llamarse Carlos, pues yo puedo ser Ernesto.
—¿Eres marica o algo así? —dice él.
Se oye un leve murmullo de risas.
—No —le digo—. Lo que quiero decir es que depende de cómo vaya a morirme: si va a ser lento y doloroso o si va a ser algo súbito. Así las cosas cambian.
—¿Qué? ¿Eso qué importa? el punto es que vas a morirte.
La verdad es que esta pregunta, esta idea tan profunda como la muerte, es solo una excusa para querer saber a quién se quiere tirar la otra persona. A nadie le importan las respuestas trascendentales, solo un poco de morbosidad.
—Dime una cosa —me acerco unos milímetros a Carlos—: si supieras que agonizarás toda la noche antes de morirte, ¿aun así se lo harías a Julia?
—Claro —me responde y nos mira a todos—, haría que me la chupara mientras yo grito de agonía.
Carlos está hablando de felación: que la chica lo haga todo mientras él no se mueve mientras muere. Si fuese al contrario, se llamaría irrumación. Cuando digo al contrario quiero decir que en la irrumación sería Carlos quien se movería, mientras Julia adopta una posición pasiva (no que Julia muriese y Carlos no).
Mientras Carlos termina de asentir como si estuviese aprobándose a sí mismo por su respuesta tan perspicaz, yo me sitúo en la panorámica de todos y le digo con un tono oscuro, en mi mejor papel de villano:
—¿En serio? Si supieras que te pudrirás en medio del… momento, ¿aun así lo harías? Si tu estómago comenzara a comerse así mismo, a dañar órganos vecinos, a despedazarte las tripas… si todo el hedor que llevas dentro se te saliera por el recto justo cuando Julia se quita el sostén, ¿aun así lo harías? Y, si es así, ¿crees que Julia tocaría algo que se descompone en segundos?
No quito la vista de Carlos, pero sé que el resto del grupo me está mirando con desagrado, con extrañeza, pensando, quizá, que soy un completo idiota.
—Piénsalo —le digo a Carlos—, si tu estómago comenzara a retorcerse en tu interior, provocándote tal dolor que te haría olvidar hasta tu nombre, te aseguro que en lo último que pensarías sería en Julia.
Carlos mira de lado a lado, buscando a alguien que le explique por qué diablos le estoy diciendo lo que le estoy diciendo.
—Si comenzaras a vomitar todo lo que has tragado en tu vida, todo aquello que no se convirtió en mierda, bilis y jugos gástricos, no te importaría en lo más mínimo tener un buen polvo —me acerco aún más a Carlos, para así oler su miedo—. Piénsalo: viendo la cerveza, y todo el alcohol, el ácido clorhídrico, las salchichas trituradas, tu intestino delgado, la renina gástrica… todo eso arrojado sobre la alfombra. Imagina toda la porquería que llevas dentro desbordándose por tu boca, cayendo de ella como una cascada de inmundicias rojas y verdes —la mirada de Carlos se ha tornado más abierta, y un sudor tibio y enorme comienza a caerle por la cara—. Créeme, entonces no te interesaría en absoluto llevar a cabo tu idea de lujuria. Sexo sería lo último en lo que pensarías.
Hago silencio y este perdura por unos cuantos segundos hasta que Melissa lo destruye, preguntándome «¿De qué diablos estás hablando, Ernesto?».
Yo me giro un poco para poder mirarla.
—Solo es una hipótesis —le digo.
—Tienes un problema —me dice ella—, en serio que sí.
—No fui yo quien preguntó esa estupidez de la última noche. Además, solo intenté dar una respuesta sensata, algo más realista. Ya sabes, una alternativa.
De pronto Carlos se ha reducido sobre sí mismo, abrazándose el torso e inclinando la cabeza. Parece un feto indefenso, solitario y listo para ser abortado. De la nada, Carlos tiembla muy rápido, como si estuviese convulsionando.
—Solo quería dejar la posibilidad abierta —digo mientras el pobre de Carlos está gimiendo— de que, en nuestra última noche, en vez de sexo, vamos a querer un hospital o un sedante equino. Un tiro de gracia. Algo que acabe con nuestro sufrimiento.
Un sujeto alto y delgado se acerca a Carlos, lo toma por la espalda y le pregunta si se siente bien.
—Quizá se nos destroce la mente y, por primera vez, queramos encontrar el verdadero sentido de la vida. Así de cruel puede ser la muerte —echo un ligero vistazo a todos en el grupo—. Puede que, incluso, en vez de Julia, todos le estarán suplicando a Dios. Todos llorando por un milagro, porque, después de todo, somos humanos, ¿cierto? Y nuestra naturaleza clama desde nuestro interior.
—¿Qué te sucede? —le pregunta Melissa a Carlos sin escuchar lo que les estoy diciendo.
La mayoría del grupo se ha acercado al joven que está punto de explotar echado de espaldas, revelando un horrible rostro oprimido de dolor, tan horrible como la cara de un murciélago. Y todos temen que en cualquier momento los ojos de Carlos salgan disparados hacia el techo.
—Solo quería dar mi punto de vista —exclamo mientras todo el mundo me da la espalda—. No importa qué tan especiales seamos, todos llevamos la misma porquería por dentro. Todos envolvemos desperdicios. A pesar de esta pequeña farsa que armamos entre nosotros, lo sabemos. Nos importa una mierda el carisma, lo que queremos es complacer nuestro deseo social. Nos hemos convertido en lo que el resto de la manada espera que seamos —mi voz se ha vuelto fría y ruda y parece que lo estoy gritando a los cuatro vientos—. Creemos habernos liberado de la vida dominante de vanguardia, pero lo que hemos hecho ha sido encerrarnos en el opresivo mundo dictador del presente, la nueva era y la televisión satelital.
Carlos comienza a gritar y a patalear, emite palabras que nadie entiende, pero que todos interpretan como muerte lenta y dolorosa. La fiesta se ha detenido y solo queda el caos en el aire, atrayendo los ojos de los invitados hacia aquel centro de desesperación que se retuerce en una bonita alfombra.
—Oh, por Dios, ¡Oscar! —grita Melissa—. ¡¿Qué diablos está ocurriendo?! ¡Dios mío!
Así que su nombre es Oscar.
—Mírense ustedes —les digo desafiante— con sus palabras de rebeldía y su patética actuación repetitiva. Son escoria. Nada más que las víctimas a voluntad del modernismo. ¿Sí lo entienden?
—¡Llamen a una ambulancia!
—No son los herederos del futuro. Nos moriremos y, entonces, dónde habrá quedado nuestra vida. Desperdicios vivientes. Ustedes y su bonito milagro de respirar no será nada significativo, porque nunca habrán hecho nada.
La música sigue sonando, el humo se sigue regodeando en el ambiente lúgubre de esta noche y yo digo:
—No voy a excluirme. Todos somos la misma unidad. Solo vine aquí para obtener un poco de atención, de aprobación personal. Soy mi propio dios estúpido y triste mientras Carlos u Oscar, o quien sea, se está muriendo tirado en el piso. ¿Qué he creado acaso? ¿Saben qué somos? Necesitados de nada, deseosos por todo. Estamos vacíos por dentro y vamos recogiendo esas migajas que la contemporaneidad deja en el suelo para llenarnos de algo. Toda la basura del sueño americano y nuestra tecnología inteligente y nuestros antidepresivos.
—Por Dios —musita Melissa, ocultando su rostro tras sus manos, derramando la cerveza que está a sus pies.
De pronto, el suceso: Carlos abre su enorme boca, aprieta sus parpados sin dejar de temblar, grita por un largo rato, y de aquella cavidad rosada brota un chorro de lluvia ácida, un montón de relleno humano expulsado a gran propulsión. Parece una rosada torre de petróleo. Una ballena resoplando con fuerza. Es hermoso.
Todo el mundo se aparta varios metros, gritando y tapándose la boca del terror y el asco. Mientras, Carlos continúa en el suelo, revolcándose sobre su propia inmundicia.
—Ahora dime —le digo a Carlos desde la distancia—, ¿todavía se lo quieres hacer a Julia o cambiaste de parecer?
Uno nunca sabe lo que quiere hasta que se está revolcando de dolor, sin poder dejar de vomitar, deseando que la noche no sea muy larga, esperando que Dios tenga algo de piedad. Entonces Melissa se acuclilla y se sujeta el estómago. Está apoyada de una mesita y dice: —Oh no… Por Dios, no. No.
Tal vez sea empatía, tal vez Melisssa quiere acompañar a Carlos en su dolor. O tal vez esto es una maldita pandemia. Y el quimo, la cerveza, el aguardiente, el deseo de ser alguien especial se le trepa por la garganta a Melissa y salen a gran propulsión de su boca.
—La muerte súbita no parece tan mala, ¿verdad?
—les digo a todos, pero creo que nadie me está escuchando.
Melissa intenta detener el vómito cerrando su boca y tapándosela con ambas manos, pero aquello es imparable. Sigue vomitando mientras gruesas lágrimas se le asoman por los ojos. La siguiente víctima es un muchacho en la sala haciendo movimientos obscenos junto a la foto de una chica colgada en la pared. Cae de rodillas como si lo fueran a declarar sir y vomita varios litros de una sustancia verde y caliente y apestosa y marrón y pesada. Luego el muchacho que bailaba en ropa interior. El que fumaba marihuana afuera. Los que se estaban besuqueando en el baño. Todos se retuercen en el suelo, sintiendo cómo sus entrañas desean salírseles del cuerpo, vomitando mil cosas diferentes.
Es como estar en medio de una fotografía de Joel-Peter Witkin saltando entre los cadáveres y el arte muerta.
Entonces, me acerco a Melissa, quien llora ante cada retorcijón, ante el hedor de sus propios fluidos, y le digo con una sonrisa de idiota en la mitad de mi cara:
—Si hubieras sabido que esta era tu última noche con vida, ¿habrías venido a este lugar?
Ella ni me mira, ni a mí ni a Carlos que parece medio inconsciente y medio muerto sobre la alfombra que ha estropeado para siempre.
Los miro a todos por última vez y camino hacia la salida, dando zancadas para no pisar las copitas de plástico, ni las botellas de cerveza, ni el vómito, ni a todos los que están revolcándose en el suelo soltando lamentos al aire y llantos de todos los estilos: pidiendo un milagro, pidiendo un instante de piedad.
En el estéreo está sonando «Sunday Morning» de The Velvet Undergorund.
Todo está desproporcionado, demasiado.
Me escabullo hasta el vestíbulo en donde escurren viscosas gotas por las paredes, por los jarrones y la porcelana, por la colección de vinilos antiguos. Todo el papel de pared, todo el trabajo de papá arreglando los estantes en donde van los trofeos y reconocimientos, también la vajilla que exponen como arte y los cuadros religiosos de mamá colgados en bonitos marcos; todo ello estropeado por embutido de lo que parece intestinos y secreciones, por una mezcla de bilis, supuraciones y alcohol salida de todos tus amigos.
—Gracias por la fiesta —digo antes de cerrar la puerta tras de mí— y por haberme recibido sin invitación.
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JF Forero es un escritor colombiano nacido en Tunja, Colombia, en 1991. Graduado en filología e idiomas: inglés por la Universidad Nacional de Colombia. Es uno de los
ganadores del 8° Concurso Nacional del Cuento RCN–MEN del 2014.
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