Estaba en la plenitud de mi vida y todo giraba alrededor de la muerte
H. M.
Recuerdo un juego de José Emilio Pacheco, poetomancia lo llamó alguien, ignoro si lo hizo él. Consistía en preguntarle a un libro de poemas (antología o no) lo que tú quisieras y escoger una página y un verso al azar, el libro te contestaría de manera sensata, amable, ridícula y, en un caso extremadamente cortés, sería incomprensible. Claro que mi pregunta tenía que ver con mi futuro: ¿Qué me espera allá? Porque me urge salir de aquí. Hubiera deseado no preguntar, tenía 18 años. Me contestó el año 1939: mis alas rotas en esquirlas de aire, / mi torpe andar a tientas por el lodo. Y desde ese momento, como si los versos estuvieran hechos del mismo material de las brújulas, no ha dejado de guiarme. Allá debe estar mi destino, pienso todavía.
Deseé este azar, ¿producirlo bajo unas reglas específicas como un juego sigue siendo, ontológicamente, azar? Se puede poner una decisión en manos de ello, pero el deseo es otra cosa; desear que el futuro dependa de un par de versos y creerlo y experimentarlo es una especie de mapa fabricado para extravíos, una magia.
Muerte sin fin es una profecía desde hace mucho tiempo. La verdad es que prefiero tener un oráculo a pensar en las ramificaciones, los incendios y las noches de mi futuro. Prefiero una certeza inventada en 1939, deseada, a un germen pensado que prolifera entre la economía y la maldición de la probabilidad; mientras no destruyas civilizaciones, ¿qué de malo tiene creer en dios?
Todos sabemos que dios es un sueño ligero, dejar el futuro en manos de un sueño ligerito es lo que he hecho desde entonces y varios de nosotros, ¿verdad? Aunque a veces me encantaría saber qué hubiera pasado si la odontología me hubiera atrapado por completo, si el derecho o la contaduría hubiera sido mi camino.
A veces pienso en cuánto vale este sueño inmaduro, improductivo, anulado por el mundo, anulado por mí. Cómo se dosifica sacrificar tu juventud y tus fines de semana y tu tiempo en una novela que no cambiará el mundo, acabar esa crónica barthiana sobre la calle en la que nació tu bisabuelo en la que él tuvo el poder de ponerle nombre porque era un político cabrón que se quedó en la quiebra, terminar esa ilustración que te quita las ganas de ilustrar, revelar el rollo de cámara analógica que echarás a perder por exponerlo a la luz, pintar ese cuadro de los peces en donde uno se está comiendo a otro: no te preocupes por no firmarlo, no tiene futuro.
Fuimos el futuro alguna vez y nos abandonaron. Nos abandonamos como barcos. Nos dejaron a la deriva, en la tierna alucinación de los recuerdos infantiles y metas inacabadas, en medio de nuestros videojuegos piratas que nos contagiaron el escorbuto; por eso estamos en medio de este mar aburrido y ansioso tomando antidepresivos y clorhidrato de oxicodona y vitamina C.
La juventud es un experimento, este lento descenso al análisis de datos que refutará o teorizará la hipótesis, marcada por el capitalismo, de que somos completamente reemplazables o inútiles. Y los residuos de esta interpretación se refugian en las membranas del ocio, con la misma maldición: encontrarse, en algún momento, en medio del embudo productivo y escapar de su propia finalidad: la resistencia a la producción.
Creímos que seríamos los últimos jóvenes; pero, en este momento, alguien ya camina sobre tu tumba. El crescendo insostenible del que hablaba Gorostiza ya envuelve a una generación próxima infestada de las maniobras maníacas para salvar el mundo de sus próximas catástrofes: la sobrepoblación, una crisis financiera parecida a la del 2008, la catástrofe climática, la caída de un meteorito, etc. Solo somos la saliva de los muertos que lubrica el eje del mundo; ese gran invento del 3500 a.C. que permitió la aparición de la rueda. Porque no importa la rueda, importa el eje con el que gira la rueda, ese agente estabilizador. La rueda se quiebra si decidimos quitar el eje. Pero es difícil deshacer las tradiciones, más si se trata de un invento de hace 5,500 años. Es difícil soñar que se rompe el eje cuando nuestros sueños apenas tienen combustible para recordarlos la mañana siguiente.
No importa, “no queremos que nos persigan, ni que nos prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan: lo que queremos es que nos deseen” como el azar, con todo y nuestro sueño ligero entre las pestañas.
Rodrigo Mora. (Ciudad de México, 1996) Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuentos en revistas como Rojo Siena, Palabrerías, La liebre de fuego y La Rabia del Axolotl. Es lector de cómics y novelas gráficas. Hoy su canción favorita es “1979” de The Smashing Pumpkins.