Llevamos dos meses aquí. Dos meses solos, rodeados de paredes blancas, borrachos futboleros, borrachos que solo saben coger y pelear, pelear y coger. Sigo sin poder comprender por qué estamos aquí. ¿Mi papá nos dejó? ¿Dejamos a mi papá? No sé quién abandonó a quién. La única respuesta que recibo de mi mami son silencios húmedos. A veces, uno que otro “vete a jugar con tus amigos”. Odio cuando hace eso.
Tengo que armarme de valor militar para apenas saludar a mi abuelo. Nunca quiero salir, pero obedezco a mi mami de todos modos. Saludo a Luis, quien podría ser considerado mi único “amigo”. Me invita de vez en cuando a su casa. Una vez hasta jugamos “¿Adivina quién?”. Después, cabizbajo, trato de pasar desapercibido por los otros niños, que sé que a cada paso que doy, me van despedazando con sus pensamientos. Quieren que me vaya de aquí. Y yo concuerdo con ellos.
La razón por la que detesto este lugar yace enfrente de mí. Regordete, más alto que yo, cabello corto, rizado y castaño; con dos años más que yo, balón ponchado en mano. Eder me pregunta “¿Qué haces aquí?”. Yo, con el mínimo aire necesario para que las letras puedan ser creadas, respondo “¿Puedo jugar con ustedes?”. “¿Qué?”, Eder se burla de mí. De nuevo, casi inaudible. “¿Si puedo jugar con ustedes?”. “¡No! Vete con tu mamita a lloriquear”. Para este momento, mi cabeza está tan gacha que me duele el cuello. Empiezo a temblar. No tengo idea de qué hacer. Creo que voy a llorar. “¡Ya déjalo jugar, Eder!”, le grita Luis, mostrando la empatía que le he creado por lástima. Sin dirigirme más la palabra, Eder suelta el balón y lo patea. Empieza el partido.
Tengo que admitirlo, soy un maldito cobarde. Me aterran las personas, las arañas, las caricaturas y, en este momento, las pelotas y el fútbol. Eder de forma instintiva empieza a mofarse de mi rigidez. “¡A ver cuándo te mueves, niñita!”. Su coro griego no tarda en celebrarle sus insultos. Por suerte, se ven interrumpidos porque alguien pateó la bola y la voló lejos de nosotros. Todos comienzan a maltratar al chico que excedió su fuerza, pero, para su suerte y mi desgracia, Eder por primera vez piensa en mí como alguien útil. “¡Ve por la pelota para que te dejemos jugar!”, me grita. Enmudezco totalmente, mi jaula se volvió a cerrar. Se acerca a mí. Su bruta lógica consigue empujarme con la suficiente fuerza para moverme de mi sitio. “¡Ve por la pelota, chillón!”. Accedo y me dirijo corriendo hacia el esférico. Quiero a mi mami. ¿Por qué seguimos aquí? ¿Qué no se da cuenta de que me están molestando?
Agarro el balón sin pensar. Me ensucio las manos, pero decido acelerar para que siga el juego. Se lo ofrezco a Eder, quien solo me lo arrebata violentamente sin decirme nada. La partida continúa. Espero impaciente hasta que la bola llega a mis pies. Nervioso y sin ver, la pateo para donde escucho la primera voz: “¡Ya, pásala!”. Sí le llegó. Se la pasaron a Luis y este a Eder. Conseguimos un gol. Eder grita de alegría y Luis va a celebrarme ese “pase maestro”, como él le llama. Siento, por primera vez, en este lugar, la felicidad. Solo había experimentado esto cuando jugaba con mi prima y mis peluches. Creo que puedo caerles bien. Nunca me habían sonreído. Resuelvo que me tengo que romper para poder dominar el esférico. Necesito quebrar este muro para poder congeniar. No puedo seguir siendo miedoso. Como siempre, aprieto mis manos y las observo hasta que puedo volver a alzar la mirada.
En lo que yo me imagino cómo podré meter muchos goles y de qué forma me van a celebrar, Eder se da cuenta de que estoy empezando a volver a “hacer ruiditos”. Aprovecha este momento para patear el balón, que golpea con dolorosa fuerza mi nariz. Caigo, empiezo a llorar. Mis instintos les dicen a mis dedos que inspeccionen mis fosas nasales para ver si la maldición de los tabiques rotos no se ha replicado. Solo consiguen alarmarme más. Mi nariz está sangrando. Quiero a mi mami. Me levanto y me voy corriendo a mi casa no sin antes escuchar la última condenación de Eder hacia mí: “¡Aguántese como los machos!”. Toco la puerta, sale mi mami, suspira preocupada y me hace entrar con enojo.
Mientras ella me pone papel de baño en la nariz y maldice a Eder, “¡Pinche escuincle gordo!”, yo le cuento entre lágrimas sanguinolentas lo que acaba de ocurrir. Pasan ya unos cinco minutos y los dos nos calmamos. Mi mami me abraza. Hace mucho que no me abrazaba. Me manda a mi cuarto a ver Coraje, el perro cobarde. Termina. Le sigue Los Chicos del Barrio y después Ben 10. Ya me dio mucha hambre, pero todavía no es hora de cenar. Me escabullo para que no me vea. Saco del refri jamón y mayonesa. Hago tres rollitos y los sumerjo en la botella llena de grasa. Engullo los tres al mismo tiempo para poder regresar a mi cuarto lo más pronto posible. Misión cumplida.
No he hecho la tarea y ya son las nueve de la noche. No le he dicho a mi mami que tengo tarea. Yo creo que se le olvidó preguntar. Pero no puedo irme sin nada a la escuela, me van a regañar. Saco mi libro de español y veo que en la parte de arriba de la hoja está escrito con mi fea letra “Diez cosas buenas de mi familia”. Pero, ¿yo tengo una familia? ¿Dónde está mi familia? ¿Dónde está mi papá? ¿Nos abandonó? ¿Ya no me quiere? ¿Nunca me quiso? ¿Quiere a mi mami? ¿Mi mami me quiere? Ella sí, me abrazó hace rato. Pero él, él nunca me abrazó. Nunca me ha dicho que me quiere. Nunca me regaló nada. ¿Seré su hijo? Tenemos el mismo nombre… yo creo que sí. Pero, ¿por qué no me habla? ¿Por qué me duele? Quiero llorar, pero no puedo llorar. Salgan lágrimas, ¡salgan! ¿Por qué no me sale nada? Él me odia, me detesta, nos abandonó, pero nada de eso me provoca gotas como hace rato. ¡Quiero llorar! ¡¡Quiero llorar!!
En mi desesperación, cierro la puerta de mi cuarto y comienzo a darme golpecitos con la pared que está detrás de mi cama. Nada aún, tiene que ser con más fuerza. Tomo vuelo. Duele, pero nada de lágrimas. Le subo el volumen a mi tele para que mi mami no me oiga. Una, dos, tres, cuatro veces más y no hay resultados. Necesito más impulso. Me siento en las almohadas, inclino mi cabeza hasta ver mi panza y la aviento hacia atrás. Mi nuca impacta la pared blanca y grito de dolor. Hay un silencio húmedo, que se asemeja al de mi mami. Siento dos lágrimas que bajan por mi cuerpo; una en mi nuca y otra de mi ojo izquierdo. Lo conseguí. Empiezo a berrear para ver si eso ayuda. Cada vez son más fuertes mis lamentos. Mi mami abre mi puerta, me ve en el piso. Asustada, de nuevo, me pregunta “¿Qué te pasó hijito?”. Yo, apretando mis manos y mi voz para que mi actuación sea creíble, respondo “¡Me pegué en la cabeza!”. Mi mami procede a levantarme y me abraza por segunda vez en el día. Hoy me hacía falta otro abrazo.
Enrique García Moreno (Ciudad de México, 1998). Estudiante de Lengua y Literaturas Modernas Portuguesas (simón, existe) y de Actuación. Melómano de profesión y cinéfilo de oficio. Escribe poesía vermelha y prosa. Ha participado en varios concursos de relato como el Juan Rulfo o el Luis Arturo Ramos de la Universidad Veracruzana.