Fughetta #11: El adivino en el espejo

[Imagen: Portrait of Denis Diderot, de Louis-Michel van Loo]

I

Se abre el telón en el Château de Fontainebleau y los actores y músicos de La Ópera y la orquesta del Rey se alistan para el concierto. La salle du théâtre parece una torre teológica sobre la cual se apuesta en la inaccesible oscuridad el palco del Rey, guardado por delfines y princesas. En los asientos inferiores figuran encumbrados miembros de los États généraux. Plenamente iluminados por aureolas doradas que brillan en las candelas, una sección intermedia es ocupada por los nobles y los sabios. La cúpula es altísima.

Aunque la presencia del Rey prohíbe el ruido, una expectativa bulliciosa escala de los pies a las espaldas de quienes aguardan el espectáculo en sus asientos y salta de oído a oído. Algunas frases o insinuaciones de frases inteligibles llegan al compositor de la obra, de quien sólo se sabe que está sentado en el palco bajo el de Su Majestad. Los murmullos más reiterados se interrogan por su identidad, que será resguardada hasta el final de la representación. Se cavilan las razones del secreto, quizá, pero el rumor se desliza como una brisa que se esfuma en la oscuridad de su sentido. El Rey no puede oírla, pero sus guardias sí. El director llama a los músicos y desplegando con una gracia admirable la mano, envuelta en holanes y polvo de oro, signa el compás bajo el que sonarán sus instrumentos. Como una ola que se repliega, la gente cierra la boca y termina lo que conversaba con ademanes. En sus atriles, los ejecutantes leen los primeros compases de la obertura, en que truenan cuerdas, cuernos y címbalos, además del nombre de la obra: Le Devin du Village.

Conforme las arias se suceden, el brillo de la armonía se impone a las dudas de los convocados, cada recitativo los embelesa y a los oídos del compositor se acercan exclamaciones sinceras de Madames que festejan la dulzura de los pasajes, suspiros disimulados, y a sus ojos, también cejas que vuelan y siluetas de meñiques alzados como si las melodías los animaran. El aval prematuro a la obra mueve poderosamente el ánimo de su creador, tanto más cuanto lamentaba hacía una década la distinta suerte de su ópera Les Muses Galantes, que valió del exigente público parisino irritantes resoplidos de tedio y la reprobación académica por su descarado aire italianizante. Justo por cuanto se asoció su nombre a la obra vituperada, los directores habían confiado el nombre del compositor a las salvaguardas del secreto. En realidad, su Adivino no difería de las Musas en el tono desenfadado y jocoso, tan contrario a los ballets de cour y la soberbia pompa de la ópera francesa, pero quizá la Corte había cambiado, había envejecido, se había cansado.

Antes del dueto final, que mereció un festejo descomunal para la circunstancia, la guardia del castillo debió acallar a quienes aplaudían contra el protocolo cada vez que un momento lírico arrebataba la cabalidad a los oyentes. El Rey rindió al artista el homenaje de tararear toda esa noche – y se dice que muchas de las siguientes – el tema de su aria J’ai perdu tout mon bonheur, con la cual Mademoiselle Fel había embriagado las fantasías de cuantos la oyeron. La sorpresa de la noche fue, sin duda, la revelación del nombre del autor: Jean Jacques Rousseau.

Hay hombres en quienes el aplauso del mundo hace menos mella que una ofensa pasada. Nadie supo qué idea recorrió el rostro de este hombre en su hora triunfal, pero mi imaginación, quizá demasiado indecorosa como para no imponerle alguna memoria al compositor, me pide asumir que aquella noche lo complicó la memoria de Vaussore de Villeneuve, quien fue vagabundo siempre y músico, en una ocasión.

II

Como si no estuviera en Fontainebleau, festinado por la aristocracia y restituido ante su propia reputación, sino veinte años antes en Lausana, la personalidad del maestro parecía interrumpida por la ansiedad del muchacho, que fabuló en el teatro haber compuesto una pieza orquestal inexistente creyendo que así podría consagrarse como hombre de talento y profesor de su arte. El que estaba en el Castillo lo justificaba todo: Vaussore tenía miedo y hambre, no le asistía un solo kreutzer, debió hacerse de pan y techo inventando el nombre, el oficio, y luego, la obra (cuyo minueto, por cierto, se dice que plagió de una cantilena obscena).

Rousseau acariciaba con temblor su barba mal rasurada al tiempo que por su conciencia paseaba la convicción de que a la osadía de Villeneuve no le había faltado grandeza, pero cuanto mayormente le justificaba, más se reprochaba su inaudita incapacidad para auxiliarlo cuando su complicidad más le urgía. Algo como el rubor – pero a veces la vista engaña – salpicó sus mejillas, acaso al figurarse en el pensamiento el momento en que los ejecutantes sobre el escenario de Lausana decidieron subrayar las desarmonías del pautado sin compasión por la edad del chico, trocaron chirridos por crescendos, y extinguieron para siempre el sueño de un jovencísimo artista. En la sala del castillo, Rousseau veía sin observar a una marquesa que abría y cerraba la boca, que se llevaba las manos al pecho y luego al domo y luego le señalaba sonriendo y le extendía la mano para que la besara, pero tras su mirada raptada se abrían las bocas execrables de los ejecutantes suizos, que entreveraban sus carcajadas a las ciertamente malas músicas sonadas por sus cuerdas. En Lausana, un auditorio infamado pasaba del estupor a la burla, y luego al insulto y la violencia. En Fontainebleau Rousseau desparramaba sus labios sobre el dorso de la mano de una marquesa melómana; en Lausana, Vaussore de Villeneuve esquivaba un zapatazo, pero no el estruendoso abucheo.

Mientras Rousseau mascullaba aquella desangelada memoria, el Duque de Aumont se le aproximó para comunicarle el deseo del Rey de conocerlo en persona, por lo que debía presentarse a tal hora en tal lugar al día siguiente. Monsieur de Cury y Grimm, que escuchaban esto, abrazaron al autor con fuerza y, al sentir su calidez, el compositor se despabiló y se permitió intercambiar algunas palabras sobre la inesperada fortuna de la obra.

—Jean Jacques, ¡tu obra fascinó al Rey, te darán una pensión, serás compositor de la Corte, debemos celebrar de inmediato! —propuso Diderot, inundando el aire alrededor de la cabeza de Rousseau con un aliento que hedía a huevo y harina. Pero si en un momento el músico había podido concertar una mirada con una sonrisa y alguna palabra conforme a la situación, de inmediato se volvió aún con más energía a sus recuerdos, naturalmente aterrorizado por la oferta del Rey y empalagado por los almíbares de la admiración cortesana. —Otro día, Denis, muy pronto —repuso. Ya no los escuchó. Ciertos temblores en sus labios ofrecieron la impresión de que discutía algo en su mente. Los amigos observaron sin extrañeza, pero con pena, cómo se fugaba por la Gran Escalera Imperial un hombre bifurcado entre una prisa como si lo persiguiera su sombra, y el imperativo de acatar las reglas del decoro. Tan pronto como avizoró los jardines, una última lámpara pudo mostrarlo corriendo y brincando sin gracia hacia la puerta principal.

https://www.youtube.com/watch?v=hHhf4TEc6FI


Silvano Cantú. Defensor de derechos humanos y melómano de tiempo completo. Twitter: @silvanocantu

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