Entre dioses, héroes y monstruos| Xialtentli, parte 2

Lo sombrío del día lograba que los colores se vieran más intensos. De repente, el blanco de los camiones era más blanco, el azul de la pared de las tiendas más azul, el rojo de los taxis más rojo, el negro de las mariposas de obsidiana más negro, el amarillo de la franja de la chamarra de aquella niña más amarillo… Veía con más color lo que llevaba y, rodeado de aquella oscuridad moderada, sintió que el azul de su playera era más azul y dejaba que su piel casi desapareciera, pensó que quizá el azul tomaría el control total sobre su cuerpo.

Con la frente pegada en el camión, pensaba en que los colores parecían más colores cuando los días eran nublados. No tenía mucho sentido realmente, vio el verde de los árboles más verde, más vivo, más intenso, más peligroso… Los muchos colores de los muchos autos eran más colores que lo que normalmente serían. Se preguntó si el café de sus ojos era más café, haciendo que, de la nada, la mirada que se había esforzado en volver discreta llamara la atención. Intentó ver el reflejo de su rostro a través del cristal en el que iba recargado, pero esto se le hizo imposible.

Que los colores fueran más intensos lo entristecía. Melancólico irremediable, sin duda, no sabía qué extrañaba, pero estaba seguro de que lo extrañaba. Quizá comenzaría a llover, los colores se difuminarían con el agua y todo sería un montón de escalas de grises; no obstante, mientras eso no pasara, los colores seguirían siendo más colores de lo que ya eran y él se seguiría triste por ello. Parecía que los colores más colores devorarían a quien los portaba y de lo desaparecerían todo en medio de un torbellino de luces. Él no estaba triste porque temiera que fuera devorado por el azul, estaba triste porque llevaba esperando mucho tiempo y simplemente no pasaba.

 

—¿Dónde estoy? —dijo de repente Andrés, muy alterado.

—¿Está bien? —preguntó un señor acercándose a Andrés, que estaba en cuclillas en el piso. La voz del hombre era rasposa, rasposa como la de un grito emitido desde el fondo de un cascarón de piedra, vacío, sin alma por un susto… como la voz rasposa de alguien que ella había mandado.

—No sé dónde estoy —respondió él llorando.

—Este es el cementerio. 

—¿Aquí está mi casa?

—No, no lo creo.

—¿Podría llevarme a ella?

Andrés gritó al ver el rostro del hombre, que se deformaba entre entrañas, colmillos y ojos blancos.

 

Existía un estado de conciencia en la que se podía estar despierto, pero la mente divagaba en sueños, por lo que se veía todo lo real pero con las peculiaridades de un sueño. Sueño y realidad se fusionaban hasta un punto en que la persona que padecía este estado no estaba segura si estaba despierto o dormido. Era como caminar en una casa de neblina después de haber perdido el corazón.

En ese estado se encontraba Andrés, desnudo, con la piel abierta, en la cama de un motel cualquiera. Sentía cómo las sábanas baratas rozaban su piel golpeada y maltratada. Así se encontraba, abrazado por la mujer que había evitado que muriera putrefacto en un manicomio, pero que era uno de sus principales motivos para suicidarse. Por la mujer que la había salvado de la mujer que recorría las orillas de un río casi seco…

 

El metal afilado emitía un brillo opaco. Los brillos opacos asustaban a las vasijas de piedra vacías. Todos los filos estaban opacos por un uso reciente.

 

Saltando entre el mar de ojos blancos desconocidos, sintiendo la extraña música vibrar en sus músculos y huesos, Andrés percibía la euforia de todos, su adrenalina, su coraje, y no se sorprendió cuando comenzaron a bailar tan violentamente y se golpearon los unos a los otros. Mientras la música tocaba cada vez más alto, él percibía el sonido de dientes siendo arrancados y cayendo al piso, de huesos quebrándose, de montones de sangre corriendo y bañando a todo el público.

 

Sus huesos eran de hielo y las crisálidas llenas de suciedad comenzaban a quebrarse. Sus huesos eran de hielo. La mujer de la orilla gritaba y se lamentaba a la entrada de su casa. Sus huesos eran de hielo. Y las vasijas de piedra vacías eran los enviados que ella mandaba para que pudieran tomarlo. Sus huesos eran de hielo. Las crisálidas colgadas en las ramas bajas de los árboles alrededor de su casa eran los recipientes vacíos que se convertirían en mariposas negras que volarían hasta el blanco cielo. Sus huesos eran de hielo. Las pastillas calmaban los lamentos de ella, mantenían alejados a las vasijas vacías. Sus huesos eran de hielo. Y él estaba deshaciéndose, porque quizá ella le había robado el alma ya. Sus huesos eran de hielo. La llamaban Cihuateteo a veces. Sus huesos eran de hielo. Y sabía que estaban llegando por él, que lo reclamarían como el último de su familia, de la familia que ella llevaba siglos persiguiendo por una venganza que él no entendía. Sus huesos eran de hielo. Tenía miedo. Sus huesos eran de hielo. Y la llorona se lamentaba fuera de su casa, cerca de la orilla de un río casi seco, emitiendo gritos casi familiares, porque, en efecto, de forma enfermiza, era la única familia que le quedaba.

 

Un desgraciado frío se colaba a lo más ínfimo de su cuerpo. Temía que congelara sus pensamientos, recuerdos y razones por las que se hallaba allí, ardiendo en un frío escandaloso. Lo único que podía hacer era escuchar una canción una y otra vez y sentir un desgarre en sus recuerdos que le decía, le cantaba, le gritaba, le lamentaba, le agonizaba que se uniera a su familia, le pedía, le susurraba algo, alguien, un nombre, una idea, una sombra lejana que lo exigía como un pago. Le quedaba entonces algo sencillo; seguir caminando, deseando, suspirando, que de verdad el recuerdo se quedara congelado ya, pues no podía seguir viviendo y recordándola. Le quedaba avanzar sabiendo que aquella de los lamentos a veces lo aterraba menos que la mujer que decía poder ayudarlo a desaparecer los gritos. Ya no quería pensar en sus uñas decoradas rasgando su piel, ya no quería pensar en su sudor inundando su cuerpo, su asquerosa saliva con sabor a alcohol llegando hasta su garganta, sus gritos desesperantes y sus besos arrebatados y asquerosos…

 

Tres golpes en la pared. Tierra debajo de la cama. Cuatro golpes. Sus dedos intentando arrancar sus oídos. Cinco golpes. Los lamentos estaban más lejanos y cercanos.

 

Odiaba tener tanto puto miedo de salir de su puta casa. Odiaba no poder llegar al tren sin casi llorar de desesperación. Odiaba no poder caminar por la calle sin sentir que lo seguían. Odiaba no poder cruzar el río casi seco. Lloró con la intención de ahogarse una vez más. Pero las lágrimas nunca fueron suficientes.

 

—Mamá murió cayéndose del tercer piso de la casa. Papá fue asesinado fuera de casa. Mi hermana murió en mis brazos después de haber recibido una puñalada de garras en el estómago. Mi hermanita murió ahogada en su cuna. Mi abuelo por combinar sus medicamentos con licor, decía que quería alcanzar a su amada dama blanca. Mi abuela se asfixió al dormir.

—¿Y te quedaste solo? —preguntó la chica detrás de la caja registradora.

Andrés sonrió con tristeza y río con desesperación mientras se jalaba el cabello.

No, no estaba solo.

 

Iba tapado de todas partes para que nadie pudiese verle esas heridas que nunca cerraban. Sentado en el tren trataba de mantenerse despierto. Si veían sus heridas, olerían su sangre y llegarían las vasijas vacías de piedra.

—¿Qué les pasó a tus manos? —escuchó.

Vio que una niña señalaba sus manos abiertas hasta el musculo. Él las guardó en las mangas del suéter y vio, con horror, la cara de la niña derretirse en putrefacción.

 

Un sabor a café, cigarrillos, sangre y psiquiátricos por la mañana para acallar los lamentos de las crisálidas.

 

Un golpe en la pared. Una mordida ligera en su labio. Dos golpes en la pared. Un jalón de cabello. Tres golpes en la pared. Un grito ahogado. Cuatro golpes en la pared. Ardor en su piel. Cinco golpes en la pared. Su piel abierta por los arañazos. Seis golpes en la pared. Todo iba a su mente en un grito desesperado; “Tú no eres real, tú eres la alucinación”, le gritó aterrado a la dama de blanco desde la orilla del río que no era capaz de atravesar, de aquel río negro que brillaba como la obsidiana.

Siete golpes en la pared…

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