En la frontera de la tierra
En la frontera de la tierra,
a los pies de la sangre azul,
me encontré buscando un recuerdo.
Miraba hacia afuera, indagando dentro.
Solo veía aves pasar, solo escuchaba a las olas llorar,
solo a las grises nubes vislumbré —que con milenario movimiento,
se acercaban a mi encuentro—.
No quise irme de ahí. Esa pintura aún seguía inacabada.
Al caer las primeras aguas,
escuché una voz nueva, infantil, desconocida, pero, familiar.
Un niño me llamaba. Sabía mi nombre y yo el suyo.
El cielo se quebró, tal cual cristalería.
El niño empezó a correr. Como si se tratase de un satélite,
me rodeó. Yo empecé a perseguirlo, tratando de imitar su juego.
Él se detuvo, sin ningún aviso. Impacté con él.
Caímos en la suave arena y quedamos quedos.
Por un segundo, pudimos escuchar el canto del universo.
Yacíamos boca arriba, quietos, sintiendo cómo el peso de las gotas
caía en nuestro rostro. Nos hicimos amigos de la lluvia.
El niño no pudo aguantarse más y su risa invadió cada espacio de la ribera.
Yo, por consiguiente, seguí su risa hasta dónde me dejara.
Reímos tan fuerte que los truenos callaron. Y la lluvia también se despidió de nosotros.
Mientras el sol nos avisaba de su llegada, nuestra alegría se apaciguaba.
Después de salir mi última carcajada, no oí más al niño. Sequé mis lágrimas dulces. Me dispuse a girar mi cabeza y, al hacerlo, me encontré con burbujas de espuma y varias conchitas.
Me incorporé y volví la cabeza al mar. Lamento no poderme haber despedido de mí.
Sirenas
La despedida siempre es agridulce.
Te vas con un pedazo de vida, tu pedazo, ese que es tu ser, esa que eres tú.
Se Va. Te vas.
Creo que las sirenas aúllan. Saben de tu partida.
Espera. No es un quejido, es una bendición.
Vuelves al destino, partes del Ojo de Agua en donde naciste.
Te vas por un rato, una temporada, un quizás.
Más, esos adjetivos, sustantivos, adverbios, rezos, versos, canciones. Te llaman.
Es tiempo de seguir. Tiempo de que suban las aguas, muevas las rocas, ensordezcas el sonido e inundes al mundo de ti.
Quiero estar ahí, quiero ver cómo brotas de ti, cómo construyes, cómo acomodas.
Es hora de resonar.
Tu voz será tan Fuerte, que el viento la dirigirá hacía mi. Ansío escucharte.
Creo en Dios, Creo En Las Sirenas y, sobretodo, creo en ti.
En el silencio
En tu silencio, me descubro tenue, mas delirante
Tus olas imantadas, en el sueño genésico del verbo, constatando la tuya verdad
Esa posibilidad, que gracias a la gracia de de tu nombre y alma,
celulosa picardía de hielo inflamable,
es hecho y actuación de la sinfonía a labio cerrado más bella.
Tus ojos, hermanos de tu mar, cubre mi nada, convirtiéndola en todo.
En medio, en donde todo es el medio de ti, entera; una montaña respingada fuma todo mi vapor, dejándome partícipe de tus allegros y tus adagios.
Bajando por los suaves montes albar, curvados por la sombra de una risa,
(la copla más exquisita)
llego a mi fin, tu principio. El ojo de vida, del cual fluyen yuxtaposiciones tácitas,
vehemente paz, pecados sagrados.
Tu nácar hiere mi arista, con tanto placer, que el dolor llora mi felicidad;
la llaga abre y, de la misma manera en la que un manantial se empieza a secar, ese imperioso momento que nos advierte de su existir, me siento vivo, me siento en ti; tenue, no obstante, delirante. Sosegado, empero, verbo. Pues, es tu acción de ser, variable y rotunda, la que me advierte del gran concierto de tu boca.
Abdico al derecho de cadenza; este cello púrpura necesita otras manos para sonar.
Enrique García Moreno (Ciudad de México, 1998). Estudiante de Lengua y Literaturas Modernas Portuguesas (Simón, existe) y de actuación. Melómano de profesión y cinéfilo de oficio. Escribe poesía vermelha y prosa. Ha concursado en varios concursos de relato como el Juan Rulfo o el Luis Arturo Ramos de la Universidad Veracruzana.