Y sin importar lo que explique mil veces la rae, tendremos la ilusión de un principio.
Tendremos una mañana nueva entre el humo y partículas 2.5 en el Valle de México. Y la vida crecerá entre las malas noticias porque eso hace la mala yerba, la lavanda y la menta. Y aunque sea demasiado tarde para casi todo, confabularemos y reescribiremos a Esopo y los animales tendrán envidia de la vida que les inventaremos entre inteligencias artificiales. También nos quedará París, como en 1942, siempre repleto de ratas. Escribiré un poema y se llamará “Víctor Hugo describiendo el McDonalds de la Rue de Rivoli”.
Escribiremos en primera persona del plural, observando las redes rotas y las amistades perdidas, las frustraciones y las maravillas de la soledad en llamas. Nos corretearán los amores olvidados en medio de la noche. Y la creación del amor nuevo, redescubierto, en la infinita bondad de las puertas cerradas; en unos ojos claros, casi verdes. Como cuando teníamos quince años y la simple existencia de los incendios nos maravillaba: crecimos cuando el fuego empezó a convertirse en malvas y las malvas en adornos y los adornos en cosas con destinos imaginables.
Porque el fin del mundo no será un gran acontecimiento. Porque realmente no estuvimos aquí, en medio de estos ecos que nos regaló la historia, en medio de esta lasagna de cadáveres y música de elevador.
Esta nueva década nos redimirá como lo hizo cuando todos empezaron a comprar en las pacas pero, unos años antes, a los que íbamos al tianguis a comprar playeras de $50 y pantalones de $80 nos hicieron el feo; cuando nuestros tenis tenían cuatro rayas en lugar de tres, cuando nuestras playeras tenían el logo Nike invertido, cuando nos quedaba grande la camisa porque la habíamos heredado de nuestro tío muerto de cirrosis. Nos redimiremos como la carne presionada contra los jardines, los poros sintiendo la picazón del pasto y los pasos de un imperio de hormigas rojas que podrían comernos en cualquier momento, pero no lo hacen.
Todos seremos redimidos por la catástrofe porque la catástrofe cuida de todo, ¿verdad, Blanchot?
Seguiremos la luz reflejada en el umbral de los sueños inconclusos, como tocando el horizonte inabarcable que continúa su expansión a través de los días. Hasta que caen los días. Hasta que caen las noches. Y nos despertaremos con sueños distintos, más grandes, humeando de frescos. Escribiremos el futuro con ese material aún caliente y apagado con la esperanza de que reviva el fuego de su núcleo. Escribiremos, programaremos, a ciegas si es necesario, y las máquinas nos dirán que regresemos a los niños, al juego manual y los toboganes; nos dirán que estamos perdidos, que no hay nada más allá, que regresemos. Y regresaremos porque qué difícil vivir en un mundo sin David Bowie.
Esta década nos esconderemos en las teorías que empatizan y distribuyen paliativamente los dones de la humanidad, allá donde no llega la música o es mil veces analizada. Allá donde los adolescentes no conocen la palabra kamikaze. Donde la literatura jamás copió una sola palabra de la Odisea. Allá donde apenas descubriremos América, donde El Caballo de Troya no ha sido construido. Entonces regresaremos exhaustos porque habremos visto la muerte de todo el pasado, pero experimentaremos el nacimiento del mundo cuando nos sentemos a esperar en un parque.
Romperemos las fotografías amarillentas de los setentas, quemaremos las fotos azules de los noventas.
Seguiremos siendo profunda, abismal, personalmente pobres. Nuestro único patrimonio se encontrará en nuestros bolsillos: un par de billetes, un paquete de chicles, las llaves de una casa que no nos pertenece. El susurro conjugado de los fantasmas en nuestros oídos “Ya no hay tiempo, sal así, sin seguro, sin trabajo, sin motivación, sin ganas, sin sueño, sin día, sin manos, sin una palabra, sin avisar, sin santo, sin destino, sin caminos, sin señalización, sin íconos, sin luz, sin columnas que aguanten el mundo”. Y nosotros saldremos, pero nunca le diremos que sí, aunque todo sea verdad. Algo habrá después de todo este humo. ¿Escuchas?, es el frío congelando nuestros huesos macerados por la ciencia. En esta década se nos olvidará ponernos suéter y las llaves y nos quedaremos afuera.
Quizá debamos guardar un par de fotografías. Solo por si nos quedamos sin conciliadores. Así bordearíamos las fronteras de la memoria y encontraríamos algunos fragmentos donde la supervivencia puede respirar y salir a la superficie y aprehendernos: algas que confundiremos con anclas. Verdes, resbalosas, implicadas en relaciones parasitarias.
La nueva década nos verá el rostro y distinguirá los paisajes que vio el Dr. Atl por encima de nuestras pestañas, verá la sangre derramada de México, ese país rojo rojo rojo, como una invocación fortuita; somos rojos rojos rojos también y nada nos toca bajo esta máscara. Pensaré que de lejos la sangre parece un pastel de frambuesa y tú me dirás: nadie te escucha si no dices un chiste, ¿no?
Caeremos, como siempre, a la primera caricia del rostro. Un motor limando las asperezas del cuerpo, de las manos caídas tantas veces a la sombra de los abetos y la yerba haciéndonos cosquillas en los tobillos, como diciéndonos “Aquí está el mundo y a veces da risa: trae un espejo, mira cómo te haces viejo”. Y reiremos porque no queremos desentonar de esta adaptación en clave humorística.
Y seremos extranjeros buscando un mapa de la ciudad y encontraremos la melancolía que todo turista busca en tierras lejanas, en la porcelana Ming, el barro negro, las manos adiestradas por las herramientas de la tierra: tendremos la certeza de que estamos viendo un sol distinto, de que el calor de aquí comprende mejor los deseos de nuestros brazos. Pero la ciudad nos rechazará porque estaremos repletos de pulgas. Nos quedaremos. Nos quedaremos.
Compraremos una Polaroid y Andrei Tarkovsky tendrá envidia de nuestras fotografías.
Escogeremos las batallas más sangrientas, en donde gane el desierto y la arena absorba nuestros ojos y nuestros cartílagos, donde nuestros huesos no podrán moverse y nos sublimaremos. Ganaremos porque habremos elegido perder y besar nuestro cansancio.
Será la Década de las Mentiras, diremos tantas, pero tantas tantas mentiras que expulsaremos todos los deseos por nuestras bocas y la mística del sinsentido nos invadirá cuando las palabras pierdan sus significados; entraremos en una repetición no religiosa. La salvación estará próxima, pero no la sabremos ubicar en el futuro sino en el pasado: en algunas noches de enero.
Tantas y tantas mentiras que nos subiremos dos pesos de autoestima: los reyes querrán succionar nuestra pobreza y eructar sobre la vajilla de oro. Nos comeremos la impávida reacción de las vacas al ver sus lenguas largas. Hallaremos bailes en los cuernos de los chivos sacrificados. Leeremos nuestros nombres en los árboles de Pompeya. Encontraremos los insectos que perdimos en la infancia. Las flores que arrojamos de los puentes vendrán a visitarnos y a preguntar cómo estamos. Mentiremos tanto que responderemos “Bien, gracias”. El orgullo nos volverá imbéciles. Tendremos 10 años en 1977 y veremos Star Wars. El ruido nos arrebatará el silencio para llevarlo a la India y cultivarlo bajo la bendición de Shiva. No es cierto, me quedaré a monopolizar mi rostro grave en medio del caos y tú venderás las máscaras con una sonrisa enorme. No compraremos un solo pan.
No somos desechables, diremos, somos gluten free, somos deslactosados, pero no desechables. La fabricación de nuestros alimentos desplegará algunas incoherencias, pero la ironía de nuestros cuerpos repelerá cualquier tipo de agresión; somos veganos, flexitarianos, obesos, carnívoros idiotas e insuficientes, productores débiles de glóbulos rojos. Somos light pero, aparte de esto, tenemos todos los sueños del mundo.
Porque este no puede ser el país. No puede ser el país en donde se miden las vergas intelectuales después de encontrar en escondites inhumanos 18 cuerpos en Tlajomulco, no puede ser el país de catorce mil cuerpos sin identificar. A ver quién tiene más sesos, a ver a quién le sale mejor el análisis portentoso, a ver a quién le sale la aprobación en los aplausos de esta sala. A ver tu indiferencia: ¡Ah!, ¡la mía es más grande!
Te juro que daremos lo mejor de nosotros: tomaremos fotografías que no le importarán a nadie. Iremos a los lugares de siempre. Visitaremos a las mismas personas. Escribiremos las mismas historias. No intentaremos cosas nuevas porque no queremos parecernos a Robert H. Goddard un 16 de marzo de 1926, cuando inventó el primer cohete de combustible líquido y alcanzó una altura de 61 metros y, él solo, creó los fundamentos para los cohetes norteamericanos de Cabo Cañaveral. No queremos parecernos a él porque cuando lanzó su segundo cohete sus vecinos llamaron a la policía y le prohibieron realizar más experimentos en Massachusetts; entonces se mudó a Nuevo México y sus cohetes fueron, cada vez, más lejos, alcanzando velocidades de 880 km/h, al final patentó la idea de los cohetes en fases múltiples. No queremos, en serio, parecernos a él porque cuando acabó la guerra y los alemanes expertos en cohetes llegaron a Estados Unidos, los norteamericanos les preguntaron sobre su ciencia y ellos respondieron “¿Por qué no le preguntan a Goddard?” y cuando quisieron preguntarle a Goddard él había muerto el 10 de agosto de 1945 y nadie se había dado cuenta.
Y esa será nuestra excusa: estaremos inventando un cohete secreto, un arma nueva y silenciosa, un amor propio que florece para dentro y un nuevo golem que nos protegerá de nuestros fracasos. Estaremos viviendo como los Padres del Desierto, quienes inventaron el sueño de la persecución cuando ya no eran perseguidos y oraron y hablaron con los jebos y los escorpiones en los desiertos de Egipto y Siria. Y al final nos comeremos el silencio que siempre nos acompañó, a pesar de la vida, a pesar del amor, a pesar de las cosas, tendremos la ilusión de un principio.
Rodrigo Mora. (Ciudad de México, 1996) Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuentos en revistas como Rojo Siena, Palabrerías, La liebre de fuego y La Rabia del Axolotl. Es lector de cómics y novelas gráficas. Hoy su canción favorita es “1979” de The Smashing Pumpkins.