La cuestión es moverse | Persona accidentada en vías, por Fernanda Piña

A quien corresponda:

Cuando creé mi Twitter me cambió la vida. Alcancé una severa obsesión por los mensajes cortos, por los epitafios en vida de un montón de pobres diablos a los que creía conocer. Comencé a coleccionar los links de mis tuits favoritos, a depurar semana con semana mi lista de cuentas seguidas con el fin de aumentar la calidad en el servicio. El criterio era mantener a las cuentas que me permitían vivir bien, en armonía. Y llegó hasta mí una cuenta fundamental.

Desde que conocí la cuenta oficial de Twitter del metro de la Ciudad de México encontré mi eufemismo favorito de todos los tiempos: persona accidentada en vías. Es poesía popular involuntaria, moronga literaria, evocador de imágenes explícitas y un frío espasmo inexplicable. Mi imaginación, que excede en morbo, se desbocaba en cada ocasión gracias a la falsa ambigüedad de la frase.

Los que no nacieron ayer sabrán que la “persona accidentada en vías” no fue precisamente un individuo que fracasó en su intento de subirse al tren desde abajo. Es más bien un sujeto que, según los ocupantes del transporte colectivo, es tan egoísta que no pensó en que decenas de asalariados llegarían tarde al jale. “Pinche gente, ¿por qué no cuelga los tenis en la comodidad de su hogar?”. Los tweets que mencionan a la persona accidentada en vías lo despojan de cualquier rastro de identidad. Desaparecen nombre, género, edad, color de piel y la trama entera de una vida que de tanto que fue en descenso llegó al subsuelo, metafórico y literal. A veces, al community manager le entra un ápice de humanidad y agrega el adverbio “lamentablemente” a su texto de menos de 280 caracteres:

@MetroCDMX #AvisoMetro Lamentablemente una persona cayó a vías en #Ecatepec #LB, se realiza corte de corriente y las maniobras necesarias para su rescate. La suspensión del servicio se estima en 15 minutos. Toma precauciones.

Otras veces libera al bot que lleva dentro:

@MetroCDMX #AvisoMetro Persona accidentada en vías en #Universidad #L3, en breve se restablecerá el servicio.

Vaya mierda de epitafio surgido del molde de la costumbre. Leía y leía lo mismo en tantos tweets que me pregunté cuáles iban a ser las respuestas al tweet sobre mí, a cuánto Godín enfadado iba a atraer. Quise este tuit como referencia a mi existir, que por fin se había divorciado de lo cotidiano:

@MetroCDMX #AvisoMetro Se atrevió.

Una persona accidentada en vías es, entre muchas otras cosas, un imán de la frustración ajena. Los tweets sobre perritos, en cambio, si se caen a las vías e interrumpen el servicio, solo reciben respuestas atascadas de bendiciones y preocupación. Salvemos a todos los perritos y que se muera la gente deprimida, pero que no estorbe. Sí que es raro el siglo XXI. A fin de cuentas, ¿quién nos puede asegurar que el perrito en cuestión no es un canino suicida en busca del momento oportuno?

En fin, yo era la mujer dispuesta a cambiar dos nombres y dos apellidos por el mote de “persona accidentada en vías”. Abracé la muerte kitsch porque, según yo, iba con mi personalidad. Me acabo de sentir orgullosa de mí mientras escribía lo anterior. No encuentro nada más corriente que tirarse al metro, me define, se admite y ya está. La decisión ya estaba tomada desde hace unos días, en que me descubrí con la mirada perdida en el reloj del metro Hidalgo, que marcaba las 38:75 (obvio, porque esas madres nunca funcionan), y me di cuenta de que mi vida, como el reloj imbécil por lo inútil, no tenía el menor sentido. Ya había cumplido con todas mis expectativas de vida: un doctorado, un par de viajes al extranjero, una casa propia y llena de plantas en la cual vivía sola (menudo triunfo ese de no tener roomies a los 30), tres relaciones más o menos estables. En lo que a mí concierne, es suficiente. Le di vuelo a la hilacha, como diría mi tía Carmen. “La conformista”, me dicen, o más bien me digo, ¿a quién más va a importarle? Siempre me han emocionado los finales y hoy me dieron ganas de conocer uno de cuerpo presente.

Lo cierto es que pensé en la dicha de tener la oportunidad de elegir el lugar y el momento de mi propia partida. Como mujer, en México, es todo un lujo que normalmente solo se dan los feminicidas, diez al día, como si fuera cualquier cosa. Será, pues, mi manera de desafiar las estadísticas. Decidir algo no es la norma para las que nacen con genitales como los míos. Evoqué mi primera marcha, las pintas con aerosol que hicieron mis amigas en las paredes y cómo yo no me atreví a hacer ninguna por más que me persuadieron. No pasó ni una semana para que sintiera que algo le debía a esas mujeres, algo relacionado con mi noción de valentía. No sé si lo que voy a hacer sea valiente o cobarde, únicamente sé que es lo que elegí hacer. Supe que no iba a cambiar nada. De antemano pido una disculpa, hoy voy a joder a toda la línea verde, directo y sin censura.

Como cualquier persona que termina algo, quise armar una sesión personal de recapitulación. Fue entonces cuando me acordé de la abuela. Cuando supo que ya le faltaban pocos meses para cruzar la puerta de su casa con los pies por delante, mandó a tapizar la sala, arreglar el baño y se dedicó a limpiar el librero con mayor frecuencia. “No vaya a ser que venga la gente al velorio y no esté cómoda, Meche, siempre hay que ser buenas anfitrionas”. La quería mucho a la tita pero sí se la voló cuando me dijo eso, ni cómo ayudarle a la pobre. Vivió con el mismo tapiz en su sala que fue testigo de la primera vez de mi tío Toño, me lo dijo el cabrón en la última cena de Navidad y volví a ser víctima de mi imaginación morbosa. En efecto, nunca vi la casa tan bonita como cuando le servimos café a los viejitos de la clase de acuarela que fueron al funeral. Mi primo les dice los “minifaldos” porque cada día están más cerca del hoyo. Qué distintas son las muertes con rostro de mujer, tantas veces tan llenas de insatisfacción por lo vivido o lo que no se dejó vivir. Aderezadas con tapices nuevos y con baños en perfecto estado para comodidad ajena.

Y recordé la reacción de mi madre cuando me hice mi primer tatuaje. Pude habérselo ocultado, pero se lo dije. Me tragué la peor regañiza de la historia, pero se lo dije por ingenua. Y se lo dije porque diario caminaba de noche hacia mi edificio. Se lo dije porque temí que, si algún día tenía que identificar mi cuerpo, su descripción no iba a coincidir por completo con los registros recabados en el SEMEFO. “No, joven, mi Meche no tenía tatuajes y ese torso tiene unas rosas”, no me lo hubiera perdonado nunca. No podía con la ansiedad de salir de mi departamento sin que mi madre supiera todas mis señas particulares de memoria, no vaya a ser. Y por fin llega el punto en el que una está hasta la madre de suspirar de alivio al meter la llave en la cerradura y comprender que ha llegado a casa hoy también. Prefiero mil veces ser la “persona accidentada en vías” que el cuerpo en la bolsa, el torso en la bolsa, las piernas en la bolsa, una mano que sobresale de la bolsa. Sin dudarlo. Pocas veces he estado tan segura de algo como de mi próximo salto.

Alguna vez leí que el metro en Japón y en otros países tiene barreras antisuicidios, porque el tiempo vale oro y la vida es de cobre. En México no somos tan fijados en la puntualidad, por eso no las hay. Las barreras antisuicidios me remiten inevitablemente a la incómoda arquitectura antihomeless, esa que tiene picos y tubos para evitar que alguien duerma en el sitio en el que se instala. Qué odiositas somos las personas, nada más barremos por encimita, qué bonito que todo se vea bonito.

Mi imaginación voló hasta imaginarme las barreras antisuicidios del Japón con publicidad de Coca-cola o, en el más cínico de los casos, con el eslógan de GNP: “Vivir es increíble”. Qué cagado, ¿no? A lo mejor hasta funciona como terapia ráfaga involuntaria.

Alrededor del mundo se han tomado medidas para evitar perder tanto tiempo productivo, como el que pierdo en mis horas de Twitter. Hay gente que analiza el comportamiento previo del suicida, sus movimientos en el andén, las fechas en las que ocurren estos eventos con mayor frecuencia y establecen patrones. Uno pensaría que cada vez les importa más la vida y salud mental de los usuarios del transporte colectivo metro, pero la realidad es que cada vez son más los retrasos ocasionados por deprimidos imprudentes, ególatras insufribles.

Un link de Twitter hace unos meses me llevó a la nota sobre una de las medidas que se planteó en el metro de la Ciudad de México. Consistía en instalar en los andenes fotos de hermosos paisajes naturales y complementarlos con música constante en las pantallas y bocinas, que la mayoría de las veces es reggaetón. Ozuna y el Paxil, J Balvin (Prozac Remix), Bad Bunny ft. DJ Lexapro. El gobierno capitalino desaprovechó terriblemente la oportunidad y no llamó al programa “Ibiza en tu subsuelo”, eso hubiera sido una genialidad a mi parecer. Se me cruzó por la mente que el día del salto podría decir que nací llorando y morí perreando. El sueño de una generación. No sé a quién se le ocurrió semejante cabronada: ver paisajes de Chiapas, entre costales de la central de abastos, mochilas de universitarios golpeándote, corbatas de Godín manchadas de salsa y vendedores de múltiples objetos de novedad, no es precisamente un potencializador del optimismo de la clase trabajadora. Para mí es un: “no mames, llevo tres años ahorrando y no veo ni cerca un viajecito de esos”. Para el genio: la utopía de la playita no nos da esperanza.

Las dulces mieles del suicidio son algo que los que no nacieron suicidas nunca podrán comprender. Porque se nace suicida, eso es obvio. Lo supe antes de que llegara a la edad de ejercerlo. El único reto para los suicidas es encontrar la mejor de las razones. Espero haberlo hecho y que esto sirva como carta.

Tras esta vorágine de pensamientos, salgo de mi casa y verifico, por costumbre, si cerré bien la puerta, como si a estas alturas importara mucho si alguien se mete a robar. Ya no necesito mis cosas y me pregunto qué porcentaje de ellas realmente necesitaba, pienso que mi pregunta parece sacada de una serie de acumuladores de Discovery Home&Health y la abandono por absurda. Ni a mí me interesa saber. ¿Cuántos libros se quedaron sin leer en mi librero? Cuando tomé la decisión me dije que lo haría en cuanto el último de ellos quedara leído, pero nunca pude calmar la abstinencia de adquisición de libros. Si algo acabé por odiar fue mi culto al libro-objeto, de todos los males el peor.

Hoy fue la primera vez que estuve total y completamente segura de que no iba a sufrir acoso en el metro. Hoy que el Twitter me iba a conocer como la “persona accidentada en vías” del día. Caminé rumbo al metro Zapata, me detuve a comprar un pan dulce en La esperanza y me lo comí como si fuera el último… rayos, sí lo era. Lo único que te pido de favor es que cierres mi Twitter y no le muevas nada a mi lista de cuentas seguidas, han sido cuidadosamente seleccionadas.

[Fotografía tomada de https://bit.ly/2RmJU4c%5D

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