Cuento | Sapito, por Josué Catasús

—Siempre me lo negó, sobrino. Y te juro que se lo pregunté mil veces. Nunca reconoció haber tenido que ver con eso. —Se repantigó sobre la silla, rascándose con furia la pantorrilla velluda. Acababa de llegar de la cancha de fulbito. El olor de su sudor era ofensivo a mi nariz, pero igual me senté muy cerca de él, casi tocando su frente, mirándolo inquisitivamente. —Aun así, seguí ayudándolo en sus mesadas por un tiempo, hasta que el viejo Ramón descubrió que me acostaba con su hija y tuve que huir de Condevilla para salvar mi pellejo. Cuando volví de Trujillo, casi seis años después, Sapito ya era finado.

Fui a verlo porque papá me reveló que este tío sabía mucho sobre aquellos años aurorales que siempre he tratado de clarificar. “Creo que el gordo sabe por qué se suicidó tu abuelo”, me dijo, tal vez ansioso de que yo descubriera algo que ha atormentado su existencia desde los trece años. “Además trabajaba con el Sapito, el malero que se despachó a tu tío”. Era irresistible. De modo que me aparecí en domingo, llevando una damajuana de vino chinchano, y esperé pacientemente mientras hacía reír a Juana, su esposa, encantada con mi sorpresiva visita.

Me quedé a almorzar con ellos el arroz con pato, bebiendo cervezas y oyendo música criolla a través del iPod acomodado sobre su modesta repisa. El suelo ya era de cemento y las paredes estaban tarrajeadas y pintadas de verde militar. La sala había cambiado desde los tiempos en que viví una temporada allí, corrido por papá en mi difícil adolescencia, desertor reciente de la universidad. Sin embargo, el cuadro de tía Peta y tío Ramón seguía colgado, amarillo por el tiempo, y también las fotografías en blanco y negro de su boda y de una anciana reposada que decían que era mi abuela. Tenían ahora dos pitbulls, que tuvieron que encerrar, pero que rasgaban la puerta del patio y ladraban asesinamente ansiando clavarme sus colmillos. Íbamos saltando de tema en tema, recordando los años difusos del siglo anterior, cuando yo era apenas un niño y él un adolescente que no cabía dentro de su cuerpo, atragantado de ansias y deseos pecaminosos. Yo quería conducirlo al suicidio de don Horacio y él se detenía en evocaciones de crímenes sin resolver y líos de faldas que sazonaban cada tanto la rutina falsamente apacible del terral perdido de Condevilla Señor. Alzando su vaso rebosante de cerveza fría, salpicando la mesa con la espuma de la bebida, entornó los ojos, como volviendo atrás en espíritu, y dibujó en el aire la escena final del envenenamiento de mi tío:

—Era un chibolo, carajo. Ahorita estuviera acá, tomando con nosotros.

Decidí centrarlo en ese recuerdo. Ya estaba convencido de que este tío sabía demasiado y una sola tarde no bastaría.

—Fue daño, ¿verdad? Cómo si no iba a zamparse el botiquín entero, tío. Ese Sapito fue el culpable.

—No creas que no lo he pensado, sobrino. Mariano era un putañero, peleador, liso como él solo, pero de buen corazón. Las mujeres se lo peleaban, te juro. Eso provoca celos. O deseos de venganza de algún cornudo despechado. Pero él y Sapito eran amigos. Incluso Mariano le ayudaba antes de que yo me interesara en el oficio. Le conseguía tierra de cementerio, calaveras, gatos negros. Creo que sabía un poco cómo preparar los apestosos brebajes que Sapito escupía al cuerpo calato, al pecho inerme, a los cabellos sueltos, rezando fórmulas en un idioma que nadie sabía cuál era, y llenaba de velas, crucifijos de cabeza e inciensos el apretado cuartucho donde acudían casi todos. “El cuchitril de Sapito parece la casa del jabonero”, me decía Mariano muriendo de risa, “El que no cae, resbala”. Creo que Sapito lo estaba preparando para que fuera su sucesor. Ya el loco de tu tío iba a todos lados con una baraja del Tarot. No me cuadra que Sapito le haya causado ese daño.

—Pero murió, ¿no? Parecía tenerlo todo y va y se atraganta con pastillas. No es normal, tío. La gente no hace esas cosas de un día para otro.

—Tal vez sí, sobrino. Tal vez el Sapito realmente no metió la mano. Ahora los doctores tienen una explicación para eso. Depresión, le llaman. Estrés. En ese entonces no sabíamos nada de esas huevadas.

—Debió ser duro, imagino. Quizá tengas razón. Su padre se había lanzado del acantilado pocos años antes, dejándolos solos a él y a mi padre, adolescentes todavía, y tuvieron que adaptarse a ser huérfanos totales. Mariano debía sufrir por dentro una barbaridad, pero lo disimulaba bien siendo el líder indiscutido de los malandros de Condevilla. Cuéntame más del Sapito, de todos modos. ¿Dices que mataba a distancia si le pagaban bien?

—Era efectivo el maldito. No se casaba con nadie. Al mismísimo dueño de la cadena de farmacias Universal lo secó como a una pasa. Ningún médico pudo diagnosticarle algo cierto. Se fue chupando, cayéndosele el pelo, volviéndose de pergamino su piel, perdiendo la respiración. Lo llevaron a las Lagunas de Salas, a Chiclayo, donde los mejores curanderos, y naca la pirinaca. Uno de sus hijos, desesperado, oyó hablar del Sapito, sin saber que él mismo era el culpable, y le rogó de rodillas que salvara a su padre. El Sapito lo miró de arriba abajo y pidió una millonada para hacer el trabajo. O sea, cobró a dos cachetes el pendejo. Lo sé porque Mariano fue con él al cerro donde enterraron su fotografía, atravesada de alfileres, un mechón de su cabello rubio y un calzoncillo azul que nunca supo cómo llegó allí. En plena madrugada, Sapito deshizo el daño como si tal cosa y le explicó a quien le contrató que siempre había un brujo más poderoso que otro.

Juana levantó la mesa. Mientras lavaba los platos, el tío, achispado por el vino dulzón y la cerveza, bajó la voz, cómplice:

—Hacía embrujos de amor. Era su especialidad. Y era efectivo, no como estos aficionados de ahora. Yo mismo fui testigo de cómo bellezas antes sobradas se derretían por los más feos de la cuadra, arrastradas hasta la indignidad, transformadas por los menjunjes de Sapito. Uy, cantidad de veces lo vi. En los cajones de su gaveta, Sapito tenía vellos púbicos, condones usados, calzones de todos los tamaños y fotografías. Eso era una galería, sobrino. Si te contara a quiénes vi retratadas allí.

Me llené de aprensión, imaginando a mis primas, a mi madre, a mi maestra Estrella, quizá, trabajadas por las artes maléficas del brujo en su apogeo. Pero preferí no sucumbir a la curiosidad. Sin embargo, no podía dejar de preguntarle algo:

—Dices que mi tío era mujeriego y que trabajaba con el Sapito. ¿Es posible que haya tenido una “ayudadita”?

—No, eso ni siquiera lo pienses. Mariano no necesitaba pócimas ni amarres. Su embrujo era natural. Tenía una labia endiablada y una osadía legendaria. Y se decía en billares y cantinas que era dueño de un respetable compañero. Me contaba que Sapito le ofreció varias veces colaborar en sus conquistas, pero siempre lo rechazó, indignado. “Una vez le susurró latinajos a una cebolla, la peló, le hizo un corte en cruz y me dijo que me lo pasara por la pichula. Sabía que esa noche me acostaría con la mujer de Anselmo Villanueva, esa ricotona que me hacía ojitos. Me dijo que si se la metía así la enloquecería de amor hasta la muerte, pero yo solamente me reí y lo dejé con su cebolla en la mano”, me dijo una vez, una semana o poco más antes de su muerte.

Juana volvió a sentarse con nosotros, secándose las manos en el delantal:

—Mariano era un ángel. Hermoso. Siempre sospeché que no llegaría a viejo.

La miré, apreciando su rostro surcado de arrugas, sus pupilas brillantes, y supe que en ese instante no estaba ahí, con nosotros, sino lejos, muy lejos en el tiempo, en una habitación fría y llena de gente desesperada, impotentes todos ante el imperio de la muerte.

—La gente quiso lincharlo. Le culparon al instante, fueron en mancha a su cuchitril dispuestos a despedazarlo, pero el Sapito escapó a tiempo y regresó al día siguiente en un patrullero de la policía. Muchos de nosotros jamás en nuestra vida habíamos visto un patrullero de la policía, como no fuera en la tele. El uniformado que conducía explicó a la gente que el señor Hermenegildo Del Águila —que así se llamaba el brujo, nos vinimos a enterar— se ponía a disposición de las autoridades, con el auxilio de un abogado de oficio, para demostrar su absoluta inocencia en los hechos que querían imputarle. La verdad, nos bajamos al toque, se nos enfrío el entusiasmo. Porque ¿acaso el pobre Mariano no se había suicidado solito, después de discutir con la mujer del infeliz de Anselmo? Nadie le puso un pelo encima al brujo y bien pronto reinició su negocio de almas trastocadas. Fue cuando me contrató como su ayudante.

Bebí el último sorbo de vino, relamiéndome, tratando de ocultar el disgusto de su dulzor. Los años me enseñaron a apreciar otras cepas. Pero ese vino chinchano era barato y trepador, y sabía que a mi tío le encantaba.

—Entonces, nada.

—Nada, pues, sobrino. No hay que darle más vueltas. Oye, ¿un par de cervecitas más?

Los pitbulls habían dejado de ladrar sin que lo notara. La música había cesado. Un extraño silencio dominical, de esos nostálgicos que recordaba a los quince, al caer la tarde, sabiendo que el ineluctable lunes llegaría, se apoderó de la estancia. Recorrí con la mirada, turbia de alcohol, el ámbito donde me refugié en una época que no quería recordar y posé mis ojos en Juana y en mi tío, la nariz colorada, el sudor incesante.

—Un par más. Van por mi cuenta.

 


65085506_1306925432798300_9218151151919169536_nJosué Catasús (Lima, Perú. Noviembre de 1964). Nativo de sagitario, lector insomne, cinemero sin culpas, escritor por pura terquedad, pintor de casas de singular talento. Casado con Poly, la artista de la casa, con la cual procrearon a Leo, Marcelo y Diego. Usa anteojos y ya le aparecieron algunas canas. Antes del fin, desea terminar una novela y que alguien tenga la paciencia de leerla.

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