Por Fernanda Piña
Dedico este texto a Irasema Fernández,
una amiga para iniciar revoluciones.
Feliz cumpleaños.
Los hombres temían que las mujeres contaran otra guerra,
una guerra distinta.
Svetlana Alexiévich, La guerra no tiene rostro de mujer.
En tiempos de crisis, los muertos pierden sus nombres, funden sus cuerpos con la tierra e incluso pierden cualquier oportunidad de insertarse en las estadísticas. Lo hemos visto muy de cerca. La catarsis motivada por las balas exige ejercicios de memoria y sensibilidad para dar cuenta del dolor y los horrores vividos en cada época violenta de la historia de nuestro país. Cartucho, de Nellie Campobello, y Antígona González, de Sara Uribe, constituyen esos ejercicios. Ambos reflejan una realidad apabullante e intencionalmente ignorada, la de las mujeres que lloran a esos muertos, las que todavía conservan sus rostros en sus recuerdos. Son un par de libros que compilan una sensibilidad extraordinaria y consiguen narrar lo que parecía inenarrable. Cartucho compila los relatos de lo que vio la niña Nellie, que entonces era la niña Francisca, pues aún no había asumido su nombre posterior, durante la Revolución Mexicana en el olvidado norte del país bajo el contexto de una hegemonía villista. Antígona González refleja la desgracia del país de las desapariciones forzadas, de un dolor aún más intenso porque se hace acompañar por la incertidumbre.
Tanto Nellie Campobello como Sara Uribe narran una violencia ineludible en los contextos que rodean Cartucho y Antígona González, respectivamente, una violencia que, de tan recurrente, deja de parecer enteramente una tragedia y se inserta en una espeluznante vida cotidiana. Ambas autoras rescatan los nombres de las víctimas olvidadas y las convierten en protagonistas inolvidables en textos breves, a veces tan fugaces como las vidas que cuentan.
En Cartucho, la niña Nellie juega con sus muertos y los muertos de Mamá. Se protege en una infancia en la que la muerte no duele aún, sino que causa una curiosidad que es rescatada como memoria personal por una autora ya adulta. Un capítulo entero, de los tres que conforman Cartucho, está dedicado a los fusilados de la niña, a esos hombres que le caían bien porque tenían una sonrisa como la suya. La narración de Campobello se preocupa por aquellas tardes que no significaron nada para la causa de la Revolución, pero que fueron profundamente desgastantes para las madres, hermanas, esposas e hijas dedicadas a contar a cada uno de sus muertos.
A la niña Nellie, las ráfagas de balas, los soldados paseándose frente a su casa, los muertos que caían por montones frente a sus ojos, las tripas del general Sobarzo (“¡Tripitas, qué bonitas!”, decían las niñas), todo aquello le parecía muy lindo. “Nosotras, ansiosas, queríamos ver caer a los hombres; nos imaginábamos la calle regada de muertos […] Buscamos y no había ni un solo muerto, lo sentimos de veras”, dice la niña Nellie a través de una Campobello madura que no perdió nunca su memoria sensitiva, sino que se dedicó a potencializarla por más desconcierto que provocara la naturalidad de sus palabras en sus lectores. Para la niña, los muertos que aparecían frente a su casa eran como regalos con los que podía entretenerse. Ese cadáver que yacía al pie de su ventana era de ella y de nadie más: “Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo ahí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto”.
Sin embargo, su sensibilidad también le permite identificar el dolor de Mamá con la empatía que nadie más podría tener: “Los ojos de Mamá, hechos grandes de revolución, no lloraban, se habían endurecido recargados en el cañón de un rifle de su recuerdo”. El dolor, aparentemente tan grande para Mamá y tan cautivador para la niña Nellie, hace que las lágrimas desaparezcan y se transformen en una serenidad valiente que sólo la violencia de esa magnitud logra provocar. Mamá conservó a través de todos los relatos un semblante lleno de tristeza y pena por sus paisanos fallecidos, pero pocas veces rodaron las lágrimas por sus mejillas. Ya no había lágrimas que llorar, y Campobello transmite este sentimiento magistralmente sin necesidad de enunciarlo textualmente. “Narrar el fin de todas sus gentes era todo lo que le quedaba”, afirma Campobello, mientras que poco a poco traslada el foco de su narración a la figura de Mamá. Pero Mamá es en realidad una de cientos de mujeres ignoradas por la historia. Es la personificación de la memoria sensible, lo que refuerza la importancia de Cartucho como un vehículo de transmisión de las voces intencionalmente acalladas por la revuelta política.
Los relatos de Cartucho narran la preocupación de los hombres por morir de pie y con honor, así como la preocupación de las mujeres por no ver morir a más de los suyos. Son entonces relatos en los que las mujeres se ven obligadas a cargar con el peso de sus relaciones afectivas y familiares, una responsabilidad que no compete a sus parientes varones, villistas dispuestos a entregarle al “tata” Pancho Villa una vida que en ningún momento parece estar atada a ámbito familiar y mucho menos al doméstico.
La narradora de Cartucho posee una infantil capacidad de asombro pocas veces vista en la literatura mexicana de su época, y corresponde al papel de observadora, que era el único que podía ejercer como mujer joven en el conflicto armado. Estas narraciones, centradas en los afectos de las mujeres que vieron las calles de sus pueblos llenarse poco a poco con sus muertos, encuentra un eco en este siglo, a través de la pluma de Sara Uribe en su texto poético Antígona González, el cual inicia con un apartado titulado “Instrucciones para contar muertos”.
Publicado en 2012 como parte de un proyecto teatral, Antígona González es un grito colectivo de incertidumbre ante una creciente ola de violencia en México. Esta obra retoma fragmentos de textos de autores como Sófocles o Judith Butler y los entrelaza con notas periodísticas para poner en evidencia el dolor sufrido por las madres, hermanas, hijas, sobrinas, de cientos de desaparecidos y asesinados en el país.
Una de las primeras sentencias que hace Uribe en el texto refleja la crudeza de un ambiente del que cualquiera podría formar parte: “Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío. / El cuerpo de uno de los míos”. Esta catarsis poética, al igual que los relatos de Cartucho, se centra en la memoria sensible de las mujeres, quienes incluso para este momento, casi un siglo después de lo narrado por Nellie Campobello, tienen una mayor presencia en el ámbito doméstico que en la vida pública.
A diferencia de las mujeres de Cartucho, las mujeres de Antígona González sufren el dolor perpetuo de quien busca para nunca encontrar. Ellas mismas son un limbo. Los cadáveres, en ambos textos, son estimados: forman parte del patio de juegos de la niña Nellie en Cartucho, pero a su vez proveen una sensación de alivio para las mujeres de Antígona González, pues su presencia implica el fin de la búsqueda del hijo o del hermano desaparecido. En Antígona González, la hermana de Tadeo busca su cuerpo para devolverle su nombre, para dotarlo de una humanidad perdida: “¿Qué cosa es el cuerpo cuando alguien lo desprovee de nombre, de historia, de apellido?”.
La empañada mirada de una infancia cargada de tragedia también se hace presente en Antígona González, como si la inocencia y curiosidad de la primera etapa de la vida fuera capaz de aminorar el dolor de quien comprende de manera más amplia el mundo que le rodea. La voz poética del texto de Uribe reflexiona: “Yo me quedé pensando en el verbo desaparecer. Ellos dijeron: Tadeo no aparece y yo pensé en el mago que iba a nuestra primaria”. Sin embargo, la comprensión infantil también tiene la capacidad de deducir que falta algo, y que eso que falta la hace formar parte de una tragedia: “Desaparecer siempre fue para mí un acto de prestidigitadores. Alguien desaparecía algo y luego lo volvía a aparecer. Un acto simple”. Desde una perspectiva infantil, tanto Campobello como Uribe comunican el dolor de las personas que las rodean ante la tragedia constante.
La actitud que los hombres y las mujeres asumen en Cartucho y en Antígona González es similar. Los varones manifiestan en ambos textos la importancia que tiene vengar la pérdida de uno de sus congéneres, mientras que las mujeres, desde el peso de su histórica sensibilidad doméstica, desean alcanzar la paz que sólo genera la oportunidad de enterrar a sus muertos. “Ellos dicen que sin cuerpo no hay delito. Yo les digo que sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible para este corazón”, escribe Sara Uribe. Posteriormente, añade: “Lo más cercano a la felicidad para mí a estas alturas, hermanito, sería que mañana me llamaran para decirme que tu cuerpo apareció”. El recuerdo, en este par de textos, se convierte en el mayor consuelo, en lo único que permanece cuando todo lo demás parece perdido. Y es la memoria la que permite la existencia de ambos.
Para las mujeres de ambos textos, no es más importante la muerte de los seres amados que lo que transmitieron en vida. Mientras la niña Nellie recuerda en Cartucho: “Y pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo mi amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales”, la voz poética de Antígona González rememora: “Sé que nunca te gustó que no desayunara, pero desde que ya no estás no hay nadie que me regañe por no hacerlo”. En estas sentencias se refleja una añoranza de la costumbre que también se pierde con las balas, de una compañía que ya no volverá. La costumbre se vuelve parte del duelo.
Cartucho y Antígona González son los testimonios de las mujeres que les sobreviven a los cadáveres que se han mezclado con la tierra, pero la memoria sensible no ha dejado que sus nombres se olviden. Se trata de un par de textos en cuyas voces resuena el eco de una fortaleza con frecuencia invisible: la de las mujeres que no están dispuestas a que sus afectos se disuelvan en el olvido, la de las mujeres que han traspasado el límite de la vida privada para lanzar un clamor de justicia en cada rincón del país. Que esas voces sirvan pues para llenar de valentía a las mujeres que hoy salen a exigir lo mismo.
Fernanda Piña Vázquez (Manzanillo, Colima, 1996) estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha escrito y hecho fotografía para las revistas digitales de música Poolp MX, Radio Tónica, Freim y, actualmente, Warp. Sus textos sobre cultura popular, que incluyen música, deportes, cine y televisión, han aparecido en Palabrerías, revista en la que tiene una columna titulada La cuestión es moverse. También colabora en la organización Versus, dedicada a diversificar los contenidos en el periodismo deportivo mexicano.
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