aprendieron a comer mariposas:
a quitarles, con cuidado, el quebradizo terciopelo de sus alas,
a cerrar los ojos cuando se derretía en sus bocas.
A regresarles su condición de orugas abandonadas.
Actos rigurosamente objetivos para signos puramente estéticos – X.
Que somos unas puercas sin alma, unos animales sin corazón, Las Flores Carnívoras sin moral. “¡Unos asquerosos buitres sin método!”, dicen los teóricos más talentosos. Nos quitaron tantas cosas que lo único que nos queda es el cuerpo, la sangre palpitándonos las venas.
Sí, de pequeñas, de pequeños, inflaron tanto nuestro porvenir que, cuando nuestro corazón reventó de deseo y les dijimos que queríamos toda la sangre del mundo vertida en nuestra garganta, todos, todas lloraron de miedo.
No teníamos ni veinte años cuando empezamos a estudiar literatura, estudiar de verdad esos libros que no sirven para nivelar mesas, sino para reventarlos en la cabeza de la gente y provocar contusiones. Cuando recién nos conocimos, comíamos insectos como las golondrinas, las ranas y las lagartijas, el tornasol encajado en los dientes, transformado en crujientes caparazones; nuestras favoritas eran las mariposas, pero no les hacíamos el feo a los escarabajos, ni los gorgojos, mucho menos a las hormigas que nos mordían la lengua, porque era como condimentar las ensaladas. Comíamos insectos porque Juana de Ibarborou lo hizo en un poema y eso es todo lo que hay que explicar.
Durante mucho tiempo ese fue el mecanismo de nuestra amistad; buscábamos nuevas recetas, probábamos y cotejábamos los sabores: marinamos los insectos más grandes y tostamos a los pequeños. Hicimos agua de moscas de fruta, ceviche de moscos cultivados en entornos controlados, brochetas de cochinillas con chile piquín y exquisitos panqués de grillos. Aprendimos nuestros nombres, nuestros libros favoritos, el nombre de nuestras madres y las zonas del cuerpo que nos gustaba tocar. Cazábamos por las noches y, en el sonido como de máquinas arbóreas de las cigarras, escuchábamos que eran tiempos extraños para ser felices, pero lo éramos, a pesar de los presagios de los insectos.
Fuimos crueles durante dos años, pero cambiamos nuestros hábitos a finales del último semestre, cuando X entró al seminario de tesis: descubrió que comíamos insectos en el baño del tercer piso de la facultad porque le llamó la atención el tintineo del vidrio en nuestras mochilas y, al seguirnos, descubrió que encerrábamos en frasquitos la fina gastronomía de las polillas con limón y pimienta negra, también la alta cocina de las libélulas tostadas con aceite de oliva que escarchábamos con sus alas ya secas. X era una persona encantadora y maravillosa, adoraba todo lo que volaba y se arrastraba… incluyendo a su pareja que, en aquel entonces, había ganado un premio por su primera novela y varios miles de pesos. X cocinaba delicioso. Cuando nos dijo que quería ser parte de la investigación decidimos no volver a comer catarinas empanizadas, principalmente por nuestra futura reputación de críticas, de investigadores: escribíamos un libro llamado Actos rigurosamente objetivos para signos literarios que coordinaba Greta Gunnberg, la directora del Centro de Literaturas Espasmódicas e Intermitentes (CLEI). (Pero no vienen a leer nuestro currículum… ustedes quieren leer cómo a los veintidós años empezamos a condimentar la carne de las poetas y comernos a las mejores promesas del futuro literario con miel-mostaza de marca genérica ¡No se imaginan cuánto hemos gastado en aderezos!).
Un 25 de diciembre X llegó a casa, vivía relativamente cerca, tenía golpes en el rostro y marcas en los brazos, el ojo izquierdo estaba cerrado por la hinchazón morada de su párpado; entramos a la casa y le dimos té de hierbabuena con miel para que se calmara, también le pasamos una manta de tela polar, no buscábamos que la cobijara sino que la reconfortara la suavidad del material. Cuando abandonó su estado de shock y empezó a frotar la cobija, vimos sus manos rojas, como lavadas de sangre. Queríamos que intentara explicarnos que había pasado, aunque ya lo sabíamos. Nos contó que había denunciado hace dos semanas, pero que no le hicieron caso. Se levantó y pidió que la acompañáramos, por favor… que nos invitaba a cenar… que ya estaba en el horno una parte… con un relleno de frutos secos y nueces de la india.
Subimos al coche, inundado de unos silencios que jamás habíamos practicado en medio de la ciudad. Solo los semáforos intermitentes iluminaban nuestros rostros a través del parabrisas, mientras cruzábamos la noche.
Por primera vez descubrimos que la pareja de X tenía un cuerpo y estaba tendido sobre dos mesas. Ni una arruga en su frente o debajo de sus ojos, ni una mancha en sus suaves manos, los muslos marcados y bronceados por el sol, la nariz recta, la frente amplia y los brazos fuertes. Era como un personaje de película en la costa italiana. Sí, fue una extraña operación de la memoria porque habíamos olvidado cómo se sonrojaba en la tarde y esperaba a X en el estacionamiento. Siempre cargaba con una vileza secreta e imperceptible en los ojos, se lo dijimos a X, y en su cuerpo un ligero olor a… No: la descripción no tiene orden porque el cuerpo ya tampoco lo tenía. Un ligero olor a menta, a pesar de la sangre escurriendo por la perfección de su cuerpo fragmentado.
Nos preocupamos por su muerte: ¿qué diríamos?, ¿habría una investigación?, ¿cómo justificar el cuerpo, la sangre y el acto aberrante que estábamos a punto de cometer? Tiempo después solo diríamos “se fue de viaje a África, oficial” y ahí quedaría la averiguación. A final de cuentas, pensamos, esto no es una historia de detectives.
El sabor de la carne humana nos cambió la vida, como a ustedes los transformó ese viaje o aquel beso en la oscuridad o aquella última despedida por la mañana. Nosotros, como todos ustedes, obtuvimos ciertas certezas a lo largo de los años: primero, la noche, el conocimiento de las letras; después, el brillo de los insectos bajo la luz de los faroles, el sabor seductor de las arañas y el conjuro de un vínculo secreto; hasta alcanzar, por fin, la revelación instantánea y final de nuestro propio destino. Y es que al primer tacto colmado de certidumbre, nos dejamos llevar; dejamos todo y tomamos todo, por una apenas caricia. Esta mínima tensión de la piel, el roce primitivo, provocó la construcción de nuestro destino y su posible desbordamiento. Ese instante epifánico llegó a través de nuestros colmillos: al primer desgarre de la carne en término medio.
¿Ven? Ya hablamos el enredado lenguaje teórico. Como toda crítica, nos influenció la tradición de la violencia más cruda y los años 60.
Este hecho fue azaroso, fortuito. Sin saberlo, se convirtió en nuestra primera crítica. Ahora, como un viejo poeta que edita sus libros de juventud y elimina poemas, suprime algunos versos, cambia algunas palabras y rescata un par de estrofas, nos damos cuenta de que desearíamos editar esa acción. Tendría menos degradación humana, más afinidad por la arrogancia, acaso un discurso menos juvenil y más objetivo. Esta historia caníbal se ha contado miles de veces en relatos y telenovelas, es hasta vulgar el proceso de reconocimiento; por ello, ese hecho no es digno de antología: no describiremos los movimientos bruscos, el quebradero de huesos, ni el olor maravilloso de la mantequilla.
Esa misma noche, al eructarlo y meditarlo muy bien, decidimos que jamás volveríamos a comer una persona de su calaña, pero sí a las personas con cierto poder económico. Estas conservarían mejor su cuerpo (nutricionalmente hablando) porque tendrían el capital suficiente para llevar una alimentación balanceada. No fue difícil hallar a nuestros sujetos de estudio: casi todos los escritores exitosos tienen familias que sustentan sus gastos básicos y así ellos se dedican a escribir sin ninguna preocupación. Comernos a los ricos es una declaración de conciencia de clase. Saqueamos sus refrigeradores repletos de leches de almendra o alimentos sin gluten y lo regalamos a la gente en las calles.
Ahora algunos datos estructurales sobre nuestra Crítica Antropófaga en el libro (ahora llamado) Actos rigurosamente objetivos para signos puramente estéticos:
Los corazones sanos y tristes son los más sabrosos.
Nunca hablaremos de la forma en la que mueren poetas, ni de cómo desangramos a escribientes de autoayuda o el proceso de cocción de las diferentes partes de la piernas de cuentistas. Hemos perfeccionado una técnica sin dolor.
Solo exponemos una convicción. Es decir, miren cómo transformamos la crítica literaria en aspecto orgánico, en una caza espiritual, en una estructura interior (bien sazonada) con deseos de futuro.
El gasto en aderezos y complementos varios lo robamos de las becas y subsidios que generan algunos de los escritores y asciende a la cantidad de $786,663, hasta el momento.
Ya lo único que nos gusta de la literatura es la carne.
En los autores buscamos buenas piernas, malos sentimientos y productos estéticos importantes.
Si en una obra predominan las oraciones subordinadas, el autor tendrá una carne sencilla, casi sin sabor. Es recomendable que se hierva, previamente, con laurel.
Los poetas saben rancios.
Hicimos que la crítica literaria tuviera prestigio político en el país.
Cada parte del espectro del género se come a su igual. Las mujeres comemos exclusivamente mujeres, los hombres comemos hombres y así sucesivamente.
La ruptura más grande que hemos tenido ha sido por la regla anterior. La higiene de los hombres es terrible. De aquí se deriva la Crítica General Antropófaga.
Se desconoce el número de miembros en todo el mundo.
Escuelas antropófagas reflexionan el sabor de actores, pintorxs, escultorxs y cineastas a partir de un enfoque diacrónico y de la moda culinaria de la época:
(¿A qué sabrían los sesos de Marlon Brando?, ¿y una pierna de Marilyn Monroe?, ¿el ojo asado de Clint Eastwood? Cuando hizo El bueno, el malo y el feo, no en su etapa de director.) En este momento se discute sobre los muslos de Akira Kurosawa, por ejemplo.

X desapareció el año pasado. Dicen que es maestra en la sierra norte, que se unió a un ejército al sur del país, que trabaja en el almacén de un Wal-Mart, que vive en el desierto. Pero sabemos que quiere ser escritora.
Rodrigo Mora (cdmx, 1996). Fantasma de tiempo completo. Ha colaborado en revistas como Rojo Siena, La rabia del axolotl, La liebre de Fuego, Marabunta y escrito reseñas para Cultura Colectiva. Actualmente, tiene una columna en la revista Palabrerías y es parte de En la Web: antología de relato web en español. También experimenta con la crónica, la narración y el diario en Medium. Su color favorito es el rojo-rojo.
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