De él sabía lo elemental: era transformista, tenía plata y se levantaba a los pirañas del barrio. Horas antes de conocerlo personalmente, el Orejón y yo disfrutábamos de los toques marihuaneros diurnos. Un grueso cacho de perfume escandaloso, auspiciado por la tía Tota de Breña, “curado” con saliva, nos alegraba la mañana.
Después de alinearnos la ropa, echarnos el colirio para disimular los ojos rojos y comer unas halls, quisimos entrar al colegio con la mayor conchudez del mundo; por supuesto, el auxiliar Jorge nos frenó en seco en pleno umbral del portón y, sin más, nos largó a casa: obviamente ni las halls ni las gotas pudieron encubrir las carcajadas alucinógenas que se desataban al verle la cara.
Empezamos a vagar por las calles conscientes de que ninguno podía regresar, ni cagando, a sus casas; de hacerlo, lo más seguro era que nuestros viejos descubrirían el tremendo trip en el que estábamos montados o se les ocurriría averiguar personalmente por qué nos habían devuelto tan temprano del colegio, lo que hubiera favorecido al auxiliar, que aprovecharía la ocasión para acusarnos de “fumoncitos de pacotilla”, como le gustaba llamarnos en frente de todos durante la formación, a través del altoparlante. De una u otra forma, íbamos a terminar del mismo modo: azotados a correazos, con la piel ardiente al rojo vivo, los ruegos en cuello de “ya no lo vuelvo a hacer, lo prometo” y, para colmo, castigados, mínimo hasta que se terminara el año y de paso el verano que estaba próximo a iniciarse.
En el transcurso de la caminata, encontramos un parque en el que nos sentamos a huevear. Tratamos de entretenernos como pudimos, pero nos aburrimos rápido. Entonces decidimos rebuscar en nuestros bolsillos a ver si encontrábamos otra cosa que no fueran encendedores o envolturas de sublime (el papel rizla por aquellos años): principalmente buscábamos dinero. Si lo encontrábamos, lo invertiríamos todo en alquilar videojuegos o en unas partidas de billar en el “Montecarlo” y los infaltables bocadillos. No hallamos nada, no cargábamos ni un mísero centavo. En medio de esa incertidumbre y de la ansiedad de no saber qué hacer para matar el tiempo el resto de la tarde, al Orejón se le prendió el foco:
—Oe, ¿y si vamos donde Eddie?
Su propuesta me provocó una tembladera involuntaria. Al darse cuenta de mi reacción, el Orejón se apuró a aclararme:
—No te loquees, broder, Eddie es buen causa. Ya sé que es cabrito, pero es recontra respetuoso, además es de mi barrio y es mi pataza.
Confiaba en la palabra del Orejón, porque tanto él como yo nos habíamos cubierto las espaldas desde la primaria; aunque, con toda franqueza, era yo el que se llevaba la peor parte: siempre pagaba pato por sus idioteces. Como el día que nos levantaron en peso, solo porque al baboso se le ocurrió quitarle el chupetín de la boca a “La china”, la flaca del Nilo, un berraco del otro colegio.
Al rato, el Orejón me despegó de la banca con un jalón de mochila y nos fuimos rumbo a su barrio, donde también vivía Eddie.
Desde una esquina del parque “Egipto” (lo llamaban así por su forma triangular), debíamos pasar al otro ángulo recto sin que la gente de la cuadra, incluyendo a los guachimanes, nos viera. Eddie vivía a dos cuadras de la casa del Orejón, obligatoriamente teníamos que pasar por ahí para llegar. Si algún familiar del Orejón (en su casa de tres pisos vivían muchos primos y tíos) o vecino de la cuadra aguaitaba a nuestro paso, nos cagaba todo el plan. Por suerte (al parecer por la hora: una de la tarde), pasamos con total libertad sin llamar la atención.
Hasta que el Orejón tocó el timbre no sentí los nervios: era la primera vez que iba a conocer a un transformista en persona. Mi madre desde niño ya me había hablado de ellos, de esa “gente mala y envidiosa”. Su retórica moralista era un pegoteo de citas bíblicas aprendidas de memoria, aderezadas con noticias amarillistas de finales de los noventas: el caso de las inyecciones contaminadas con VIH en las butacas de los cines o los sidosos que te escupían en la cara si no les colaborabas con unas monedas. El segundo timbrazo sonó abriendo paso a un problema mayor: ¿darle la mano o un beso?, no me dio tiempo de reflexionar porque Eddie ya estaba plantado delante de mí en short de blue jean, zapatillas blancas de basquetbolista con capsulas de aire en la suela, polo blanco desde el que se dibujaban sus tetillas, chaquira blanca en el cuello, sonrisa guasona de brillo artificial en los labios, ojos delineados de negro, pestañas notoriamente risadas y abundante cabello castaño que le tapaba con coquetería femenina las orejas puntiagudas. Seguro no le costó mucho adivinar mi incertidumbre pues en seguida me tendió amistosamente la mano de uñas a la francesa, saludó al Orejón del mismo modo y nos invitó a pasar.
En el camino a la habitación de Eddie, en el segundo piso de la gran casa, el Orejón le explicó que necesitábamos asilo hasta las seis de la tarde, hora en la que terminaban las clases. Eddie asintió sin siquiera tomarse unos segundos para analizar el caso, nos señaló el rumbo a su guarida (ruta que mi amigo conocía de sobra) y se fue en otra dirección.
—Se va a ver a su hermano —me dijo el Orejón, apenas Eddie desapareció al extremo de la casa.
—No sabía que tenía hermano —repliqué.
—Sí, tiene nuestra edad —quince—. Nació con síndrome de Down. El chico tiene su propia habitación, la más grande de la jato. Lo vemos seguido por el barrio porque Eddie siempre lo lleva a pasear o a terapia de lenguaje. Es bastante tranquilo. Le gusta mucho la televisión, al punto que puede pasarse horas frente a la pantalla sin pestañar siquiera, al estilo de la Naranja Mecánica; claro, sin esos aparatos horrorosos que le ponen al pobre protagonista.
Sentí curiosidad de que en esa enorme casa solo habitaran Eddie y Carlitos, así que le pregunté al Orejón, sobre el asunto. A la par que mi amigo encendía el televisor y el PlayStation, me contó que la mamá enviaba remesas todos los fines de mes, desde alguna convulsionada ciudad de Japón, donde trabajaba en “quién sabe qué cosa” (las habladurías decían que era una experta masajista y “algo más”). Los llamaba por teléfono cada dos o tres días y, un par de veces, Eddie había tenido la suerte de viajar con su hermano a Asia. Del papá no se sabía mucho, excepto que era militar en retiro, que había formado otra familia y que aborrecía por igual a Eddie y a Carlitos. Eddie evitaba hablar de su viejo hasta en las peores borracheras (esas en las que uno saca todas sus mierdas sin medirse), prefería llorar por su “mamita” que por ese “¡hijo de puta al que ni si quiera se le puede llamar progenitor!”.
En el cuarto, el Orejón alzó vuelo y se tiró un clavado en la cama de Eddie tan duro que pensé que la iba a partir. Yo preferí sentarme cautelosamente en una silla muy próxima a la cómoda que servía de mueble para el televisor, desde donde vi una serie de lápices labiales, coloretes, polvos y otras chucherías cosméticas de marcas importadas (por casualidades de la vida: de las mismas marcas que usaba mi vieja) dispuestas en orden pulcro como si se tratara de un escaparate de la tienda más ficha del Jockey Plaza. Al rato, Eddie tocó suavemente la puerta, anunciando su llegada en compañía de su hermano. El Orejón se aproximó a Carlitos y el chico se alegró mucho al ver la visita. Me acerqué también a saludar. Carlitos me miró un poco perdido, sosteniéndome la mano, como tratando de ver si ya me conocía de antes. El reconocimiento duró poco, porque nos despedimos al momento: Eddie y Carlitos tenían planes para esa tarde. Mientras bajaba por las escaleras, Eddie nos advertía a gritos, con voz aflautada y matizada con gallos trasnochados, que no quería nada de “travesuras, ni mucho menos ‘niñas’ dentro de la casa”; lo último lo recalcó en tono pícaro y con una risita exagerada de chica con una faringitis aguda que no ha sido tratada por el otorrino.
Jugamos dos partidos de FIFA y paramos porque nos moríamos de hambre. El Orejón bajó a la cocina. Me dejó solo en la intimidad de un cuarto desconocido, enigmático hasta en lo más mínimo para mí; claro que lo que me llamó más la atención fue su clóset negro, que carecía de la puerta del ala derecha. Desde ese vacío pude ver los conjuntos multicolor que colgaban en los percheros: vestidos espolvoreados de lentejuelas, pelucas de todo tipo (laceas, afros, onduladas, exóticas), blusas de colores chillones y pantalones de cinturas estrechas se apretujaban en ese espacio de culto a la piel y sus mutaciones. Para mi mala suerte, cuando husmeaba en el clóset de Eddie, apareció el Orejón, que no desaprovecho la oportunidad para joder.
—No me digas que te quieres probar uno —dijo socarronamente ,cagándose tanto de risa que no se percató de que regaba la Coca Cola en el piso.
—¡Anda, huevón! —respondí amargo— ¡Porque sepan que a un macho no se le juega de esa manera, carajo!
Tragamos el pan francés con queso y jamón del país, estaba fresco y calentito pues al Orejón se le ocurrió darle unos segundos en el microondas (dos prendidas de foco en menos de 24 horas, definitivamente ese día tenía algo especial). Con la panza llena mi amigo se recostó nuevamente en la cama con los brazos entrelazados en la nuca; después, como si recordara algo de último momento, giró un poco hacia el lado derecho, estiró la mano hasta la mesa de noche, abrió el primer cajón y sacó un grueso fajo de billetes amarrados con ligas.
—Siempre los guarda ahí —dijo mostrándome la plata—. Ya le he dicho que lo oculte en otro lado, sino un día lo van a cagar esos pirañas de mierda con los que se mete.
La tentación estaba a la vista, pero ni el Orejón ni yo éramos choros (palomillas sí, choros, nunca). Así que dejó el dinero en su sitio y cerró nuevamente el cajón; luego se levantó y le echó un vistazo a los zapatos y tacones dispuestos en la parte inferior del clóset. Se abrió paso entre ellos: desde el fondo empezó a sacar cajas lujosas y bien cuidadas que aún olían a nuevo e iba mostrándome el contenido. Eddie tenía infinidad de calzado y el Orejón me contó que era tal la cantidad, que su amigo tuvo que disponer de otro cuarto dedicado especialmente para esto. ¿De dónde tenía tanta plata?
—¿No sabes que es drag queen? —me preguntó el Orejón, creyendo que estaba enterado de la fama de Eddie—. Baila en el Downtown y en otra discoteca que está en el Centro de Lima, gana buen billete por actuación.
Yo ignoraba todo sobre esos lugares, excepto que los homosexuales o “torcidos” —como decía mi vieja— se juntaban ahí y que, claro, esos “antros” eran la perdición —como repetía, una vez más, mi vieja—.
En las fotos de la repisa junto al clóset, Eddie estaba de la mano con su mamá y Carlitos, salían contentos. El rostro de Eddie era el más iluminado de los tres, como expresándole al mundo que esa trinidad era suficiente para alimentar su dicha: definitivamente era un mensaje explícito para el desnaturalizado padre.
El día lo pasamos así: comiendo, jugando y fumando unos cachos en el patio hasta las seis. Al final de la tarde, nos fuimos sin agradecerle la hospitalidad a Eddie, pues nunca regresó. El Orejón me explicó que lo más seguro era que él y Carlitos estuvieran haciendo compras, viendo una película o paseando por el malecón de Miraflores. También podrían estar visitando a su abuelo paterno en el asilo: el anciano era el único —y frágil— nexo que unía a Eddie con el fantasma de su padre, no había más, la familia del militar ignoraba su existencia y la de Carlitos y así sería siempre, hasta el final. Eddie procuraba pasar tiempo con su abuelo, pagaba la cuenta del refugio todos los meses, estaba atento a cualquier problema de salud que se le presentase y, además, compartía su tiempo con otros ancianos del hospicio a los que sus familias descorazonadas nunca irían a visitar, ni siquiera en caso de tener que llevarlos al cementerio por ley humana.
Ese día regresé a casa cambiado, le di un beso en la mejilla a mi vieja y le acaricié dulcemente la nuca en señal de lastima por sus creencias. En la cena me preguntó por las clases y tuve que inventarle una historia que solapara la fuga. Le hablé de una chica nueva llamada Edith, quien tenía un hermano con síndrome de Down y ambos vivían con sus padres: la mamá era dueña de un restaurante en la calle Capón, el padre era un coronel en actividad condecorado por sus hazañas y el abuelo era un importantísimo hombre de negocios, que se daba el tiempo de recoger a su nieta del colegio. No sé qué más le dije, lo cierto es que inventé una historia tan torpe que yo mismo me avergüenzo de contarla.
Vi a Eddie un par de veces después de esa visita. Cada vez que nos cruzábamos por la calle, le extendía la mano desde donde estuviera y en cualquier situación en la que se encontrara, no importaba si unos albañiles en plena construcción lo jodían de “maricón” o “mamacita”, le silbaban o le mandaban escandalosos besos volados, yo le gritaba “¡Habla, Eddie!” y él me respondía siempre con una amplia y coqueta sonrisa, natural.
Llegó un día que nos botaron del colegio porque la directora había decidido, sorpresivamente, fumigar las aulas. Los padres no estaban enterados del asunto, así que todos los vagos nos pusimos a caminar hacia el sur, en busca del lejano mar. A cinco cuadras del colegio, dejando que mi flojera abortara la misión, se me ocurrió que podríamos ir a la casa de Eddie: comer, fumar y jugar PlayStation todo el día… no parecía mala idea, así que aparté al Orejón del rebaño y le planteé mi propuesta. Me miró extrañado de que, a pesar de ser tan vago como él, no estuviera tan enterado de los acontecimientos de la calle, entonces fue cuando dijo:
—¿Qué, no sabías?… Lo mataron….
La noticia me desconcertó, mucho más cuando el Orejón comenzó a narrarme lo que se voceaba sobre el caso en la calle.
Uno de los pirañas con los que se encamaba Eddie llegó borracho un sábado por la noche y empezó a armar tan tremendo escándalo en plena cuadra que Eddie tuvo que correr a abrirle la puerta antes de que los vecinos llamaran a la policía. Adentro seguro “pasó lo que tenía que pasar” y al día siguiente, por la mañana, una vecina oyó unos gritos mezclados con sollozos que se acompañaban de un martilleo incesante contra la pared. La vecina corrió a la casa de Eddie cuando pudo identificar la voz de Carlitos. Tocó desesperadamente el timbre, pero no le abrieron. Un vecino que también había oído todo el alboroto se apresuró a telefonear a casa de Eddie; sin embargo, tampoco obtuvo respuesta. Al rato llegó un cerrajero que violentó la puerta a punta de comba. Una vez adentro, hallaron a Carlitos tirado, inconsciente, con la cabeza partida y bañado en sangre por tanto golpe que se había dado contra el muro (entró en crisis al ver a su hermano muerto). Todos los vecinos (que ya eran entre ocho o nueve) se dispersaron por la casa en busca de Eddie: por fin, uno de ellos lo encontró en su habitación: estaba desnudo, totalmente pálido, con una almohada en el rostro; su brazo derecho colgaba en dirección a la mesa de noche, donde faltaba el cajón en el que Eddie guardaba su dinero, y su índice, rígido, señalaba directamente al DNI de:
Mario Gerardo Quiroga Ramírez.
Fecha de nacimiento: 05–02–1979.
Sexo: Masculino.
Estado Civil: Soltero.
Departamento/Provincia/Distrito: Cualquier parte del mundo.
Él… era Eddie.
Yadir Gómez (Lima, Lima. 1984) es escritor, diseñador gráfico de profesión y músico autodidacta. Se inició formalmente en el mundo literario, editando, diseñando, empastando y distribuyendo en las calles de Lima su primer libro de cuentos: Observaciones Minúsculas. Ha lanzado dos cuentos largos por separado: el primero, “El relato de la luna”, un cuento de amor; el segundo, “El presidente no quiere bailar” .