Construí un silencio precioso
sin utilizar talavera,
ni vidrio que transparentara
lo dócil de mis dientes.
Ganó un par de aplausos,
lo publicaron en una revista,
me dieron algunos pesos
y cuarenta gramos de suerte
que no sirven para el futuro.
Me prometió que no decepcionaría
a mis padres en las comidas familiares,
y que haría ejercicio tres veces a la semana.
Que limpiaría la casa,
lavaría los platos,
y desempolvaría las ventanas
solo para recordarles que sus transparencias
se las deben a la arena y al fuego.
Le esculpí lo político,
y resultó ser un partido protoanárquico.
Como tú, tiene molestias en la memoria.
Por ejemplo: el recuerdo de unas curitas flotando,
los insectos ahogados,
y el olor del cloro en la piel.
La imagen de la niñez
bien plantada en las manos arrugadas
por los minutos en el agua
y los temblores cobijados por el sol del mediodía.
Se ve desde esta región estéril,
inútil y vacía que llaman “rendirse”.
Pero es una de las pocas construcciones que
(como la Muralla China)
alcanza la vista de los satélites.
Y si yo no lo hubiera construido,
lo habría hecho alguien más.
Solo es cosa de metodología
de marco teórico y cartografía,
de tomar un vaso de luz
y beberlo hasta iluminar los rincones del cuerpo.
Al final, decidí quitarle
la esperanza descompuesta que le colgaba del techo,
y algunas caricias antiguas que reflejaban los espejos.
En fin, refiné toda sustancia
a punto
de morirse.
Le pedí que no se avergonzara de arrancar algunas flores,
porque era un desperdicio dejarlas morir en los jardines,
al servicio de la boca de los tábanos.
Y cuando nos pusimos personales:
Le dije que me llamara Carlos V,
que me llamara Miguel Ángel,
que me llamara Iván El Terrible
porque quería experimentar
los humilladeros de la historia:
Sentir, al menos, el otoñar de ciertos Imperios.
Pero Imperios, a fin de cuentas.
Declaré que todavía quiero una corona,
un maserati y una alberca de mosaicos venecianos.
Todavía quiero ver una mañana de camisas flojas.
Y sentir el tacto pantanoso del amor
en mis dedos de cocodrilo.
También le dije que si veía televisión
subiera el volumen solo en números pares.
¿Y tú qué tienes que ver
—me dijo ya adolescente—
con aquellos rituales?
¿En qué te diferencías de aquel caracol
que no grita cuando lo aplastan?
¿Por qué me fabricas en junio?
¿en este año?
¿con esta economía?
¿Cómo
te
atreves
a
presionar
↲
si
cada
10
segundos
se
escriben
100
blogs
en
el
mundo?
(Según la Technorati on State of the Blogosphere y las WordPress Stats)
Es que no sé hacer otra cosa
—le dije— que criar animales textuales,
ligeros e inútiles que no soportan su propio peso.
Pero ya no le confesé
mi miedo cerval:
de imaginar el terrible salto de la bestia
y el desgajar de mi rostro en sus colmillos,
y el amontonamiento de las abejas
disfrutando del banquete de las conexiones imposibles
en mi dulce cuerpo desollado.
Me prometió que se ocultaría del invierno,
que cuando ya no tenga latas de duraznos
ni cuentos de terror para dormir,
y se le adormecieran todas las extremidades
(las piernas, los brazos y los labios)
dará las gracias por estos años benditos
en los que se revolcó en la tibieza del lodo.
Tampoco te voy a mentir, a mi silencio
Nueva York le robó el deseo cinematográfico
de convertirse en una ciudad apocalíptica.
Le robaron la capacidad
de transformarse en grillo los días de lluvia.
Le quitaron ese ornamento estructural
donde se reproducen las sombras.
Por suerte tengo la patente de diseño
y el legal derecho de su explotación
por veinte años.
Y después de mi muerte,
renovaré la licencia*
para que me acompañe al fin de los siglos.
(*por medio de un tedioso trámite burocrático:
Presentar original y copia
del agotamiento de los tejidos,
la fe profesada en los momentos finales,
la incapacidad celular,
la inhibición súbita del sistema nervioso
y la putrefacción de mi nombre en la Ventanilla 4.)
Y cuando ya no lo quise
(porque venían a verlo
de Luxemburgo, Caracas y Bahía Blanca;
se tomaban fotografías con él,
y no me dejaban más que los restos
de algunos cariños petrificados)
lo intenté sobornar con los corimbos meandríticos soñados por las libélulas.
Le ofrecí las hornacinas en las que se ocultaban los jilgueros del viento.
Le ofrecí un carcaj lleno palanquetas y un escarpidor para peinarse las palabras,
un talabarte para colgarse el resplandor del sol ultramontano de los acentos.
y la pax octavioagustina
pero no me entendió
y nos pusimos a ver un documental
en donde un león cazaba una gacela
y se la robaban las hienas.
Se parece al crepitar de un fuego
que ya ha destrozado todo el mundo
y por ello ya es inofensivo.
Ahí viene ¿lo ves?
Estos días tiene forma de una furia ablandada:
como la majestuosa piel de un tigre muerto.
A veces la uso solo para sentir el alivio
de quitármela al final del día:
[ ].
Rodrigo Mora (cdmx, 1996). Fantasma de tiempo completo. Ha colaborado en revistas como Rojo Siena, La rabia del axolotl, La liebre de Fuego, Marabunta y escrito reseñas para Cultura Colectiva. Actualmente, tiene una columna en la revista Palabrerías y es parte de En la Web: antología de relato web en español. También experimenta con la crónica, la narración y el diario en Medium. Su color favorito es el rojo-rojo.
INSTGRM: @palinurodemexico