La cuestión es moverse | No me quiero empoderar

Desde que me asumí como feminista he escuchado el término “empoderamiento” constantemente como algo deseable, una aspiración utópica que es necesario mantener presente cada vez que el feminismo aparezca en la conversación cotidiana. Obviamente, el término seduce, porque plantea un nuevo orden social en el que las mujeres podemos acceder a puestos históricamente restringidos para nosotras; sin embargo, hace muy poco tiempo, no más de un par de meses, comencé a cuestionarme lo problemático que me resulta el empoderamiento.

Poseer poder es, en esencia, tener la capacidad para realizar una acción, pero la inseparable relación que tiene el poder con la autoridad implica que hay, necesariamente, alguien que ejerce el poder y alguien contra quien el poder es ejercido. El sistema en el que vivimos no solo ha sido construido mediante políticas heteropatriarcales, sino que también es racista y clasista, por lo tanto, el poder ha sido históricamente repartido entre quienes cumplen con ciertas características con el fin de limitar espacios a quienes no las cumplen. Una revolución en la cual se replique el modelo social impuesto por el sector opresor siempre me resultará incompleta. Seguir este modelo implica restar importancia a otras violencias estructurales e insertarse en una posición desde la cual resulta fácil asumir el lado del opresor porque es mucho más cómodo. El poder, me parece, atenta contra el concepto de comunidad, pues implica que una parte de esta tiene privilegios sobre el resto.

Muchas veces se ha resignificado el empoderamiento y se ha transformado idealmente en un proceso a través del cual se analizan las condiciones en las que se encuentra un sector oprimido de la sociedad para darle herramientas de autogestión. Con esas herramientas, se buscó acabar con políticas paternalistas, tan usadas durante tantas décadas con las mujeres o los pueblos indígenas; no obstante, la realidad es que las palabras tienen un peso del que es complicado liberarlas. Por lo tanto, su íntima relación con un poder con todas las implicaciones que conocemos hace necesario, a mi consideración, plantear alternativas.

Imagino que tanto concepto puede cansar, así que voy a aterrizar todo esto en la vida cotidiana, no se agobien. Durante este confinamiento, redescubrí mucha música que hace tiempo no escuchaba y que adquirió nuevos significados para mí. La Mala Rodríguez cantaba en su hit del 2013, “Quien manda”: “Yo no necesito poder”. Podrá parecer una frase más de una canción icónica, como tantas, de la escena musical española, pero, antecedida por la poderosa sentencia “Tiempo de ver cómo se levanta la gente” y al considerar el origen gitano de la rapera andaluza, todo cobró sentido para mí. Buscar el poder sería irrelevante si se pretende cambiar las condiciones de vida de las minorías, seguirían siendo minorías dependientes de algún tomador de decisiones, nada habría cambiado. Seguramente para la Mala esta reflexión sobre el poder llegó de manera mucho más natural que para mí, gracias al origen gitano que ya mencioné. Al escuchar “Quien manda” como si fuera la primera vez,recordé de inmediato la enriquecedora plática que tuve, para este mismo espacio, con Silvia Agüero Fernández, quien ha hecho una extraordinaria labor por difundir la cultura e historia del Pueblo Gitano y considera que el poder lo ha perjudicado históricamente; incluso, ha afectado la manera en la que las mujeres racializadas participan de movimientos feministas, en asambleas frecuentemente presididas por mujeres blancas ajenas a sus contextos. Me marcó una frase en particular de aquella entrevista: “El camino [del feminismo] no puede ser llegar al poder”. El Pueblo Gitano debería ser un ejemplo de por qué el empoderamiento no puede ser una meta para las minorías, pues opta por la emancipación en su búsqueda de condiciones de vida dignas, un término mucho más acorde con una revolución de pensamiento. Mientras que la emancipación plantea una dignificación de las minorías manteniéndose ajenas al sistema que impera en el mundo, el empoderamiento implica tumbar las puertas para insertarse en él y así aprobar un orden social jerárquico.

Después de aprender, a través de la cultura gitana, plasmada de manera constante en la música de la Mala, en las palabras de Silvia y en cientos de otras manifestaciones artísticas, lo que realmente implica el empoderamiento, supe que era una de las dos palabras que quería eliminar de mi vocabulario de aspiraciones feministas. La otra palabra es “lucha”. Por supuesto que son palabras que en un primer momento resultan atractivas, eso es innegable, pero replican estructuras generadas por el patriarcado, en las que el poder es algo que se conquista, a través de la violencia y el despojo, y se ejerce bajo los mismos criterios. Y antes de que me saquen el tema de que las marchas feministas recurren también a la violencia cuando en ellas se daña o altera el espacio público, es necesario entender que no se trata de actos que opriman a otros sectores marginados de la sociedad, sino que se apropian de un espacio regido por ese sistema. Por otro lado, es utópico e imposible en estos momentos, y sin embargo debería ser uno de los objetivos principales de los movimientos feministas, plantear un nuevo esquema social apartado e independiente del que ahora existe.

 Al comenzar a reflexionar sobre el poder, me fue inevitable preguntarme qué implicaciones tiene en la actualidad que una mujer acceda a posiciones de poder. Para empezar, entre el reducido grupo de mujeres que ostentan el poder, son mayoría las que no sufren otras discriminaciones tales como racismo o clasismo y muy pocas las que no acaban por replicar esas discriminaciones al ejercerlo. Poseer una posición de poder es, sin duda, tener plataformas para alzar la voz por quienes permanecen abajo en la jerarquía social y adquirir una responsabilidad para hacerlo; sin embargo, a pesar de que haya una buena intención, aceptar el poder significa reafirmar una estructura en la que solo unas cuantas deciden por el resto. Probablemente en la actualidad recurrir a una búsqueda de posiciones de poder sea una de las pocas o la única manera de ser escuchadas. Es importante que a través de las plataformas que trae consigo el poder se impulse la emancipación de los sectores marginados, en lugar de una integración que responda a los intereses del poderoso. No me parece que empoderarse deba ser el fin último del feminismo, sino una transición no deseable, pero un poco más accesible, hacia el derrocamiento de un sistema patriarcal, racista y clasista. Me resulta fundamental no perder de vista que la lucha por el poder es una característica de un sistema opresor y que una alternativa siempre será posible.


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Fernanda Piña Vázquez (Manzanillo, Colima, 1996) estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha escrito y hecho fotografía para las revistas digitales de música Poolp MX, Radio TónicaFreim y, actualmente, Warp. Sus textos sobre cultura popular, que incluyen música, deportes, cine y televisión, han aparecido en Palabrerías, revista en la que tiene una columna titulada La cuestión es moverse. También colabora en la organización Versus, dedicada a diversificar los contenidos en el periodismo deportivo mexicano.

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