A través de la historia, la imagen de la mujer ha aparecido desdibujada, puede verse una silueta tenue a la luz del anonimato, un velo denso cubre su presencia, su esencia se pierde en el aroma de la naturaleza, su voz ha sido callada, sus pensamientos acortados, sus acciones encadenadas… ¡desvalorizada!
Empieza a surgir en medio de luchas crueles, batallas sangrientas, lágrimas, dolor y ¡muerte!
Las voces empezaron a brotar en distintos lugares del mundo, emergieron buscando justicia, con sed de conocimiento, con hambre de equidad. Mujeres valientes permeadas por el conocimiento, la reflexión y el análisis externaron sus pensamientos y lucharon por sus ideales, levantándose en contra de las injusticias y falta de aplicación de valores universales hacia su género.
¡Ser mujer es difícil! Ser mujer y en condiciones de extrema pobreza es más difícil, pero ser mujer, careciendo de lo más básico para sobrevivir, y de estirpe tarahumara levanta muros de incomprensión, intolerancia, violencia que cimbra las fibras más íntimas del cuerpo, trasgrede las paredes del hogar permeando hasta el entorno de la sociedad.
Este es un relato de vida de Guillermina Bustillos, mujer de cabello largo, trenzado hasta su diminuta cintura, de estatura corta, mas de un corazón enorme, cuya fuerza reside en la valentía, templanza y entereza que ha tenido que forjar durante el trayecto de su vida.
Como toda historia, sienta sus bases en su entorno familiar, lugar en el que, al excavar cimientos de desigualdad, se encuentran las estructuras principales que han sostenido los pilares de inequidad e injusticia de género.
Sus padres, Guadalupe y Pedro, decidieron unir sus caminos cuando solo contaban con 15 y 16 años, edad en que la mayoría de los integrantes de su comunidad empezaban un nuevo hogar. Su padre se dedica a la siembra y a cuidar cerdos y gallinas para obtener el sustento alimenticio. Su casita estaba conformada por dos cuartos de adobe, que fueron moldeados por esas manos que aprendieron, a través de la experiencia, a proporcionarse más comodidades después de que sus antepasados vivieron en cuevas. Acarrearon la tierra en burros, trayendo el agua del arroyo y dando forma al hogar que cobijaría sus sueños y donde procrearían a sus hijos; posteriormente crecería su descendencia.
A Lupe su madre le enseñó a confeccionar sus vestimentas a mano, a encender la lumbre, a coser el nixtamal, a hacer tortillas, a poner frijoles en el jarro, a moler el pinole, a ayudar a su marido a sembrar y a levantar la cosecha, a ordeñar las chivas; no así a cuidar su cuerpo y salud reproductiva. En corto tiempo había nueve niños corriendo por los alrededores de la casa, la familia aumentaba, los alimentos disminuían, cada vez había más escasez.
Su morada, alumbrada por el sol, la luna y las estrellas, situada en pleno corazón de la sierra tarahumara, a simple vista pareciera que era la única construcción en ese paraje cubierto de pinos; al avanzar dos o más kilómetros, podía divisarse otra vivienda construida en las cercanías. Esta familia, como la mayoría de los rarámuris, sabe caminar, correr y trasladarse a pie, puede recorrer grandes distancias por cerros, acantilados, brechas y arroyos.
La belleza del paisaje contrastaba con los duros inviernos, la blancura de la nieve cubría los campos, el frío helaba las plantas, mojaba la leña: abundancia de frío, carencia de mucho.
En el rancho no había escuela ni lugar donde pudieran desempeñarse en algún trabajo para ayudar a solventar la economía familiar, por lo que, apenas crecían, debían alejarse de sus progenitores y emigrar a Turuachi, comunidad con más habitantes y servicios básicos de salud, infraestructura y educación, que se encuentra a cuatro horas caminando, o salir a algún poblado que les ofreciera más oportunidades de empleo.
Guillermina, la tercera de las hijas, emigró junto con su hermana mayor a cursar la primaria y la secundaria, encontrando quien les diera posada a cambio de apoyar con las labores del hogar; a la par, trabajaban en un puesto de comida, su salario servía para enviar un poco de alimento a sus padres y para mantener a dos hermanitos menores que llevaron consigo.
Al terminar la secundaria, Guille se enlistó en las filas del Consejo Nacional del Fomento Educativo (CONAFE) como alfabetizadora de poblaciones altamente vulnerables, permaneciendo seis años en el rancho La Escondida, al cual únicamente era posible llegar caminando.
Deseosa de labrarse otro futuro, se trasladó a la ciudad de Hidalgo del Parral, donde vivía su hermana mayor, quien ya había contraído nupcias. Pronto se hizo visible su diminuta figura ante unos ojos que la vieron indefensa e ingenua. La señora Matilde vio una oportunidad de tener alguien a su servicio, la invitó a mudarse con ella a la capital del estado a trabajar en su casa y prometió llevarla con frecuencia a visitar a su familia.
En Chihuahua vivió experiencias desgarradoras, producto del abuso de poder y autoridad ejercido sobre su persona; cuando la señora salía de viaje, lo cual hacía con frecuencia, dejaba a Guillermina encerrada con candado, argumentando que era por su propio bien porque había mucha maldad y gente que le podía hacer daño; ante esas intimidaciones, el desconocimiento de la ciudad y la nula interacción con otras personas, vivió en encarcelamiento, sufriendo los abusos y violencia psicológica por más de un año.
Un día escuchó a la señora hablar por teléfono, dijo que vendría a Parral a emitir su voto; cuando llegó el momento propicio, se subió a la camioneta, rogando y suplicando que le permitieran ir a ver a su hermana. Juró a la dama que regresaría con ella, incluso dejó sus pocas pertenencias para mostrarle la veracidad de sus palabras.
Al llegar a la ciudad, en un acto de generosidad y desprendimiento, Matilde dio a Guillermina $650.00, fue esta cantidad la única aportación monetaria recibida por su trabajo.
Al otro día tomó el camión para la sierra y se dirigió a visitar a sus padres; llegó a Guadalupe y Calvo con unos familiares, ahí vivían unas amigas que había conocido con anterioridad, quienes la invitaron a un baile organizado por la comunidad: aceptó gustosa, pues en su corta vida solamente conocía trabajo y obligaciones.
En estos eventos es muy común que circule el tesgüino, bebida preparada por los tarahumaras con maíz fermentado, cuyo uso da significancia especial a rituales y eventos ceremoniales, así como festejos propios de la comunidad. Guillermina conocía y había probado someramente esa bebida desde niña; sin embargo, en esta ocasión, sus amigas insistieron en que bebiera constantemente hasta que perdió el sentido.
Los rayos del sol penetraron por las vigas y ventanas de una casucha de madera, como si se avergonzaran de alumbrar la escena que tuvo lugar. Cuando Guillermina abrió sus ojos, no pudo evitar que el espanto y un rictus de dolor atravesara sus caderas; el colchón del catre estaba manchado de sangre, así como sus muslos y su corazón. Un hombre rarámuri, con signos visibles del alcohol ingerido, yacía desnudo a su lado.
De esa manera inicia su vida en pareja: sin cortejo, sin amor, sin sueños o ilusiones, simplemente porque estaba ahí, en el lugar, momento y con personas equivocadas.
La familia avisó a su padre, quien acudió a tratar de salvaguardar su honor pidiendo al hombre que cumpliera con su deber y se casara con su hija, petición no aceptada, pero acordó hacerla su pareja y vivir a su lado.
Mujer joven, fecunda, pronto su vientre dio vida a tres hijos, producto de las entregas de su cuerpo, el cual era utilizado para satisfacer las pasiones y demandas de quien vivía bajo el embrujo y las nieblas del alcohol, adicción que no le permitía buscar un trabajo o traer la manutención a casa; en cambio, cuando bebía, encontraba el pretexto perfecto para gritarle y lastimarle física y psicológicamente. Guillermina se había forjado en medio de la necesidad, por lo que estaba impuesta a conseguir con el sudor de su frente lo necesario para que sus pequeños no desfallecieran de hambre: laboraba en el albergue escolar de la localidad, preparando los alimentos; su pareja aprovechaba los momentos en que recibía su paga para quitarle el dinero y comprar más bebidas.
En una de las constantes ausencias de ese hombre, quien se desaparecía por semanas sin dejar rastro y luego volvía exigiendo sus derechos de marido, Guillermina decidió desaparecer de su vida: tomó el autobús junto con sus pequeños y se trasladó a la ciudad, estaba segura de que podía brindarles una vida mejor: tenía sus fuerzas, anhelos y manos dispuestas al trabajo. El mayor contaba en ese entonces con siete años, la segunda con cinco y el más pequeño con meses de nacido.
Afortunadamente, su hermana seguía viviendo en Parral, así que se dirigió a su casa pidiendo abrigo y posada. Ofreció sus servicios a gente de la comunidad de Santa Rosa, una vez más, hubo quien se aprovechó de su urgencia de trabajo y percepción de dinero, fue contratada del amanecer al anochecer por la comida ingerida y una paga casi simbólica; sin embargo, ese trabajo le brindó la oportunidad de rentar un pequeño cuarto que tenía los servicios básicos. Requirió ajustar sus gastos de tal manera que dos semanas de salario eran para pagar su renta y servicios y otras dos para los alimentos. Guille salió junto con sus hijos mayores a los basureros cercanos a buscar un colchón, trastos y los utensilios necesarios para equipar su vivienda: consiguieron una carretilla y empezaron la pepena de enseres domésticos.
Cuando ella salía a trabajar, su hermana se encargaba algunas veces de ayudarle con el cuidado de los niños, pero ella misma debía salir a limpiar casas y dejaba sus hijos, por lo que los hermanitos mayores se convirtieron en cuidadores de sí mismos y del pequeño.
La vida que ella había imaginado estaba muy distante, hubo momentos muy álgidos en los cuales la desesperación y frustración hicieron mella en su espíritu inquebrantable, pasó por su mente la idea de ponerle fin a su existencia. Sin embargo, su amor de madre y el sentido de responsabilidad que tenía por sus pequeños le permitía levantarse después de cada caída.
Su casa era un albergue dispuesto a recibir a toda la familia que bajaba del rancho; cuando sucedía, tenía momentos en los que podía descansar su alma al saber que sus niños estaban vigilados.
Uno de los beneficios obtenidos sin esperar nada a cambio se dio por la ayuda de un mecánico, quien pasaba a comer en el puesto donde ella laboraba y, al enterarse de la situación precaria vivida, consiguió que le prestaran una vivienda deshabitada. Ese acontecimiento presentó un enorme desahogo para su bolsillo, aunado al tamaño e infraestructura de la vivienda, que le permitía invitar a la familia de su hermana a compartir espacio, gastos y cuidado de los infantes.
La dueña de la finca contrató sus servicios como empleada doméstica en Parral, con lo cual pudo recibir trato y pago justos; no obstante, esa racha de suerte duró poco, ya que la señora se mudó a otra ciudad. Para ese momento, Guille ya había expandido su universo de conocimiento: tocó las puertas de una casa en la colonia Guadalupe San Antonio, cuya dueña pasaba por momentos de crisis familiar, pues tenía bajo cuidados extremos a su madre anciana, de modo que la ayuda de Guille llegó en el momento preciso: mostró siempre como sus características distintivas responsabilidad, entrega y disposición para hacer las tareas encomendadas.
Fueron pocos días los que la ancianita sobrevivió. Guille fue convidada por María a quedarse a laborar dos días por semana, encargándose de conseguirle trabajo en otras dos casas de la colonia.
Algo que llamó poderosamente la atención de María fue el miedo que Guille demostró cuando ella tuvo que ausentarse de la ciudad, quedando su hijo y marido en casa. Con la confianza que había despertado en ella, le confesó que en otros lugares de trabajo había sufrido de acoso sexual, transgrediendo su identidad de mujer y había callado por miedo a perder el sustento, indispensable para su familia.
Se enteró de que, tan pronto abandonó al padre de sus hijos, él buscó otra mujer. Nunca mostró la menor intención de conocer su situación o preguntar por su estado de salud. Guille agradeció de corazón ese hecho: quería que fuera un episodio borrado de su vida.
Sus padres seguían viviendo en el rancho Laja Colorada, su hermano menor contrajo nupcias y se asentó a vivir a su lado. Era tiempo de lluvias, hubo crecida enorme de ríos y arroyos; él se aventuró a pasar el río, pues debían traer víveres de la comunidad cercana, la fuerza del agua lo arrastró, arrebatándole la vida. Una vez más la tristeza e infortunio se apoderaron de Guille, quien decidió solicitar una plaza de CONAFE cerca del rancho de sus padres para brindarles compañía y aliento en el duelo que estaban viviendo. Dejó a sus hijos mayores al cuidado de su hermana, porque no quería que perdieran el año escolar, y volvió a ese lugar que tantos recuerdos había dejado en su memoria.
En la primera vuelta que dio a Parral por asuntos escolares, decidió llevarse a sus retoños, sabiendo que el hambre y la pobreza seguían imperando en su entorno.
Percibía un sueldo mísero, el cual se quedaba en pasajes cuando tenía que trasladarse a alguna comunidad donde su presencia era requerida; sin embargo, tenía la convicción de que, después de un año de servicio, podría recibir una beca que le permitiese aprender algún oficio.
Guille volvió a la ciudad, retomó su trabajo en las tres casas de la colonia, agregó una más por las tardes y los sábados acudía al Centro de Capacitación para el Trabajo Industrial (CECATI), donde estaba preparándose en corte y confección.
Vendieron la casa que le prestaron por más de dos años por lo que, una vez más, la desesperación, la angustia y los sinsabores tocaron a su puerta.
Consiguió otro espacio en renta; no obstante, también había aprendido a buscar otras alternativas: acudió a la Presidencia Municipal a solicitar un pedazo de tierra para construir un cuartito, sería una empresa difícil, pero no imposible.
Observa cómo el sol se pone en el horizonte, suspira profundamente, dirige su mirada hacia sus hijos, quienes duermen inocentemente, y sabe con certeza que sus sufrimientos no han sido en vano.
Ella tiene solamente 33 años, mismos que ha luchado contra la discriminación, la pobreza y la desigualdad social; su espíritu es inquebrantable, sus silencios retumban en el eco del viento. Su voz se levanta, alza su mirada y agradece al creador por todos los bienes recibidos.

María del Refugio Sandoval Olivas es maestra jubilada. Disfruta leer y escribir, viajar es su pasión. Tiene 5 hijos, 9 nietos y ha publicado 5 libros: Anhelos, sueños y esperanzas (2009), Una rosa sin espinas (2011), Dulce (2018), Suspiros rotos (2019) y La navidad y yo (2019). Participa en algunas revistas literarias digitales y escribe como editorialista en el periódico local El Sol de Parral; antologada en Huellas en el tiempo(2002) y en textos educativos.
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