- Páginas: 240
- Publicación: 2019 (original 1985)
- Editorial: Nan. A Talese/ Double Day
Me muero por tocar algo, algo que no sea tela ni madera. Me muero por cometer el acto de tocar.
Una vez alguien me comentó en un video de mi canal de Youtube que para qué reseñaba La Sombra del Viento, libro de Carlos Ruiz Zafón, publicado en el 2001. “Ya se pasó el hype, amiga”, me comentaron algunos, “¿Qué caso tiene?”. Recuerdo hasta haber dejado de masticar mi quesadilla de desayuno mientras me daba el telele. No se sacaron antorchas o trinches: no contesté ni me agarré de las greñas digitalmente con nadie. Sepulté la comezón literaria —que apenas conseguí controlar— de contestarle lo siguiente: “Híjole amiga, no sé. Pero la gente sigue hablando de la Divina Comedia y también como que ya pasó el hype“.
La buena literatura no tiene fecha de caducidad: el arte, con A mayúscula, no tiene fecha de caducidad. Imagínate, por favor, que he gritado esta última oración con el eco mayestático que se produce dentro de una catedral. Dicho eso, vente al texto de hoy: sé que, cuando se trata de libros de envergadura semejante, una reseña parece cosa imposible. ¿Qué más se puede decir cuando existen tesis de doctorado? ¿Qué decir cuando fue un hito para los movimientos feministas de hace poco tiempo y tiene serie en Hulu?
Algo, con cursivas, algo diré. Esta bella novela gráfica que adapta el clásico inmediato de El Cuento de la Criada resulta ser una preciosidad que acechará tus horas de mediodía y de duermevela en igual medida.
Una rata que está dentro de un laberinto es libre de ir a cualquier sitio, siempre que permanezca dentro del laberinto.
La complicidad de la indiferencia
En un futuro que podría parecer muy próximo, un golpe de estado atribuido a los terroristas islámicos dejó a Estados Unidos sin presidente. Después de la balacera que aniquiló al congreso, se quedaron funcionalmente sin gobierno. Se declaró entonces un estado de emergencia y, la gente —absolutamente pasmada— siguió viviendo, sin saber a qué autoridad responder. Este balance en la cuerda floja duró muy poco, porque llegó un nuevo régimen teocrático a ocupar el vacío de poder y tomó las palabras del Viejo Testamento al pie de la letra. Así comenzó la pesadilla en la que vive nuestra protagonista: Defred.
Se pueden dibujar decenas de paralelismos y metáforas de este planteamiento inicial, pero me quiero quedar con uno: el creer que nada va a pasar hasta que pasa —e incluso no hacer nada cuando todo se está yendo al garete, suponiendo que alguien más se encargará de arreglarlo— fue uno de los factores determinantes para que este mundo terminara así.
En la República de Gilead ya no hay profesiones o vanidades, solo comandantes y guerras lejanas que jamás tocarán el corazón de la nación. No hay letreros en las que fuesen tiendas (adiós heladerías y librerías), no existen ya las relaciones románticas y la homofobia y el aborto son un crimen castigado con la muerte. Además, las mujeres están separadas por castas.
Las Esposas visten de azul y no salen jamás de casa.
Las Marthas visten de verde, limpian y cocinan.
Las Jezebels son prostitutas y viven recluidas en prostíbulos.
Las Esposas Económicas son las mujeres pobres.
Las No-Mujeres viven lejos, en las zonas de radioactividad, destinadas a morir más pronto que un pollito de colores.
Y las Criadas visten de rojo. Su único trabajo es yacer con el Comandante al que están asignadas, quien es su dueño, con el propósito de que él las viole durante la ceremonia mensual y las embarace. Porque en Gilead, el único valor que puede tener una mujer es la concepción.
Esto es Defred: una criada que alguna vez fue una mujer con carrera universitaria, que alguna vez tuvo un trabajo y fumaba con su amiga Moira, quien alguna vez tuvo un marido y una hija, independencia económica y libertad. Ahora, ella es la voz principal de esta novela, que era relevante en 1985, pero lo es aun más ahora.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad?
Ay, ay, ay, canta, Atwood
Al principio, el panorama está bastante oscuro: yo te hice el resumen de los acontecimientos, mas todo lo vamos descubriendo poco a poco, cegados como los personajes de Birdbox, siguiendo las pistas que va tirando Atwood. Aquí te menciono una de mis metáforas favoritas: somos patitos que van persiguiendo mendrugos de pan.
Visualizo esta novela como un caleidoscopio de muchas capas que, mientras más le vas dando vueltas y girando, nuevos colores y formas se superponen a las otras hasta que aterrizan y encajan en un perfecto rompecabezas y la imagen nos queda clara. Atwood es la reina de la dosificación de la información y de esta prosa que es casi canto, de una narración invariablemente nostálgica, poética, pero que jamás le hace sugar-coating al mundo bestial que presenta.
Descubrí muchas cosas en, esta, mi tercera re-lectura de El Cuento de la Criada. La narración no cuenta con grandes escenas de acción o violencia y, justo por eso, me pareció que era narrada desde una perspectiva fría, casi monótona. He comprendido mejor la voz de Defred —y, con ella, la historia— en esta versión ilustrada, donde cada panel era un imán, no podía dejar de mirar. Veo los colores, las siluetas, el acomodo y ceñido de los textos, las frases… y me pongo a leer otra vez, poniendo la escritura de la reseña en pausa.
Creo en la resistencia del mismo modo que creo que no puede haber luz sin sombra o, mejor dicho, no hay sombra a menos que también haya luz.
Lo que fuese Maine
El Cuento de la Criada tiene un framing device muy extraño: resulta que lo que estamos leyendo estaba grabado en casetes, algo hecho a escondidas por Defred, quien vivía en “alguna parte de Maine”, y dicha historia es analizada por un panel de historiadores en el futuro. Eso le da la vibra de que es ciencia ficción; sin embargo, Margaret Atwood ha dicho que lo considera “ficción especulativa”, ya que cada cosa que es impuesta sobre las mujeres en Gilead ha sucedido de verdad, quizá en otros lugares y épocas, pero en esta realidad.
Hablaba de la voz de Defred: es tanto hilo conductor de la historia como el principal chispazo que genera el ambiente. Su voz está abatida, oprimida; es la voz de una mujer que lucha por conservar un último suspiro de esperanza entre tanto miedo. Intercalando flashbacks a su vida anterior y el hilo argumental principal (donde el Comandante empieza a romper las reglas con Defred y a ella se le acaba el tiempo para poder concebir), el libro nunca llega a ser aburrido. Sentía constantemente este escalofrío de que todo parece ajeno y extraño, pero perturbadoramente familiar porque lo que en El Cuento de la Criada es ley y canon, hoy son susurros hechos a espaldas de las mujeres. Y a veces ni eso.
Subrayé muchas frases espectaculares en el libro y, aunque en esta versión de novela gráfica no me atreví ni a respirarle muy de cerca —es absolutamente preciosa, valió cada centavo—, lo que más se queda conmigo es la opresión que sentí en el pecho mientras leía, la inminencia de querer cambiar algo.
Hay más de un tipo de libertad… Libertad para y libertad de. En los tiempos de la anarquía, había libertad para. Ahora nos dan libertad de. No la menosprecien.
¿Pasará el hype?
Ya sabes la respuesta. Cada pensamiento y recuerdo de Defred es revolucionario en su mundo, en el nuestro ella es el estandarte de la advertencia, un llamado a la resistencia y reflexión poética; historia cruenta y sensible, melancólica, mas sugestiva. Habla de una violencia muy diferente que vivimos día a día y tocará nervios, fibras y puede que hasta le suba el azúcar a alguien.
El Cuento de la Criada nunca te adoctrina o te grita la moraleja a la cara. Con emociones exploradas hasta la cutícula, frases breves y potentes, y con imágenes exquisitas de esta adaptación, te genera algo más importante: empatía. Yo solía escuchar a la gente decir que tenían un libro consentido, que releía una y otra vez, cada Navidad, cada verano, en su cumpleaños, etc. Me parecía —por falta de mejor palabra— una exageración casi infantil, como la gente que sigue duro y dale con El Principito, válgame,como si no hubiesen leído otro libro. Debo confesar entonces que esta versión de El Cuento de la Criada es ese libro consentido que abro si me descuido y me acerco demasiado al estante donde está, que abro y sigo leyendo aunque ya haya pasado la hora de las brujas (sépase: medianoche). Es magnético. Es un clásico. Algún día debo tomarme un té con Margaret Atwood.

Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996) estudió Comunicación en el Tecnológico de Monterrey y está cursando la 12ª edición del Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. Sus textos han sido publicados en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México y en las revistas literarias Efecto Antabus y Carruaje de Pájaros.