Llegué a la casa de mi padre para despedirme de él. Hacía mucho tiempo que no lo veía. La vida frenética de la ciudad, las labores cotidianas tan llenas de olvido y la distancia que hay entre mi pueblo y este rincón apartado del mundo hacían imposible que pudiera visitarle. Sin embargo, hoy que es tiempo de despedidas, necesitaba ver el rostro de mi padre por última vez. Cuando llegué, la puerta estaba abierta. Ingresé y sentí, como un golpe, ese olor a humedad y abandono propio de las casas antiguas.
Mientras avanzo, aparecen en mi memoria imágenes distintas de mi infancia. Me detengo a mitad de la sala y puedo ver, como un recuerdo proyectado, la figura vaporosa de la mayor de mis hermanas enseñándome a enrollar un trompo. La miro y ella parece que también me observa con esos ojos negros y ahora lejanos. Ella falleció hace seis años o tal vez siete, en Suiza, debido al cáncer. Su esposo decidió enterrarla allá. Ninguno de la familia pudo llorarle por última vez. Ella me sonríe y yo le sonrío mientras su presencia se desvanece entre el frío y ajado presente que me rodea.
Retomo mis pasos y busco la habitación de mis padres. A un lado del pasillo, veo sentada a Faustina, la señora que ayudaba a mi madre en las labores de la casa. Está tejiendo una chalina, seguramente para mi hermano Darío. La recuerdo vagamente. Recuerdo su enorme figura, sus tetas grandes, su cara rechoncha y apacible. Recuerdo que olía siempre a ajo y a cebolla. Ella me mira y parece sorprenderse de mi presencia. Pero luego, como si yo fuera solo un viento que la distrae, vuelve a su lana y a su tejido. Camino y doy con la habitación de mis padres. Es el cuarto del fondo, el más grande e iluminado. La puerta está entreabierta. Un frío desolador recorre mi cuerpo y siento el peso de los años caer sobre mis hombros. Abro la puerta y veo a mi padre echado sobre su cama. A un lado de ella, lo acompañan mi tía Leonor, hermana de mi padre, que al verme entrar levanta la mirada y me pide que me acerque. Mi madre se encuentra al otro lado del lecho, de espaldas a mí. No voltea a verme. Tengo la sensación de que no desea verme. Sé que nunca me ha perdonado tantos años de ausencia. Tanto olvido. Yo me acercó a los pies de la cama. Veo a mi madre. Su rostro está oculto detrás de unas manos en estado de oración. Veo a mi padre. Su faz se ha empequeñecido y las arrugas cubren casi todas las facciones que me permiten recordarle. Jamás tuve noción de todo el tiempo que había pasado sin vernos hasta este momento. Mi tía se levanta y me lleva hacia su lado. Una vez allí tomo su mano y le llamo. “Papá”, le digo, pero él no despierta. “Papá, papá”, le repito y, después del tercer intento, él por fin abre los ojos y hace un esfuerzo para reconocerme. Al parecer, el tiempo también ha cambiado mi rostro.
—Supayacha —me dice, con mucho esfuerzo, entreabriendo los ojos.
—No papá, soy Pedro, tu hijo —le respondo.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —me pregunta.
Su voz es quizá lo único intacto que le queda de los tiempos que guarda mi memoria. Es profunda y humilde como la de los hombres fuertes y nobles. Mis manos tiemblan y siento cómo sus manos también comienzan a temblar. Por primera vez en todo este viaje tengo miedo.
—He venido a despedirme de ti —le digo.
—¿Ya te vas tan pronto, Pedrito? —murmura quejándose en su letargo.
—Sí, papá —le respondo.
Me acercó a él y le beso la frente. Entonces veo que mi madre detiene su oración, levanta su rostro y se atreve a verme. A diferencia de mi padre, su rostro es el de aquella joven y bella mujer cuya foto siempre llevo conmigo. Se lamenta y llora por verme allí, en su tiempo y en su mundo. Mi padre vuelve a dormir. Más tarde, cuando se despierte, no sabrá si fui real o únicamente un vago presentimiento.

Percy Taira Matayoshi (Lima, Perú, 1982). Es escritor, poeta y periodista. Ha publicado los poemarios Bitácora (2002) y Puerta Azul (2008), así como la novela de fantasía Relatos del Imperio de Qudor: La dama roja (2019). Ha colaborado en revistas literarias virtuales e impresas de Perú y en el extranjero.