Johnny Escutia y el Calderonismo
Entremos en contexto. Hace unos meses una usuaria en Twitter denunció públicamente, etiquetando a la plataforma de streaming Spotify, por censurar una canción del artista de trap Bad Bunny y no hacerlo con la música de un tal Johnny Escutia. ¿Quién es Escutia? Su nombre real es Gustavo Ramírez, nació en Zacatecas y tiene dos seudónimos: Johnny Escutia y/o King de la furia. Pronto la denuncia se hizo viral y los curiosos decidimos ver de qué se trataba. El horror no esperó mucho. Canciones brutales sobre pedofilia, necrofilia, violación y feminicidio. Algunas más atroces que otras. Una de las primeras canciones que me encontré fue “Viólala”, aquí un fragmento: “Yo quiero esta noche tener la perra (viólala, viólala) y si se pone loca y pide socorro (pégale, mátala) y después que la mate (en partes córtala) la meto yo en bolsas de plástico negras (y bótala)”. Otra de sus canciones más inquietantes es “Novia pequeña”, la cual evitaré poner aquí de acuerdo con la crudeza de la letra, pero que narra la saña de la muerte y violación de una menor de edad, mientras que se burla de la familia que la busca. Sin embargo, la canción por la que se encendieron las redes sociales despertado diversas opiniones fue la de “Yuya”, dedicada a la YouTuber mexicana del mismo nombre, quien protagoniza dicha canción donde, para no variar, la amenaza con violarla y asesinarla en su propia casa.
Medios de comunicación dieron la nota y diversos colectivos feministas se posicionaron frente a la música del rapero, y es que cómo no hacerlo en un país donde cada día mueren nueve mujeres por feminicidio, donde tenemos el índice más alto de desaparición forzada y donde solo el 4% de denuncias van a juicio, mientras que el otro 96% queda impune.
El llamado periodo Calderonista en México, que comprende de 2006 a 2012, fue uno de los periodos más oscuros en la historia reciente del país, en el que se solidificó el narcoestado: el Partido de Acción Nacional pactó con el Cártel de Sinaloa, colocando el narco al mismo nivel del poder ejecutivo. Periodistas como Anabel Hernández o Jesús Esquivel detallan estos sucesos en diversas investigaciones, mismas que toman fuerza con la captura del entonces secretario de Seguridad Pública durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, Genaro García Luna, hace unos meses en suelo norteamericano. A partir de ese momento, en el 2006 el país se inundó en violencia, muertes, desapariciones y, sobre todo, corrupción e impunidad. Esto tuvo como resultado que siguientes sexenios arrastraran las olas de violencia donde los grupos más vulnerables pagan por ello, entre esos las mujeres. Cárteles de la droga secuestraban, violaban y, en el “mejor” de los casos, prostituían con tal de generar ingresos para hacerse de más recursos y, por consecuente, más poderosos contra sus enemigos de plaza. La guerra contra el narco dejó un daño irreparable en la sociedad mexicana que seguimos pagando un sexenio y dos años después. El narcoestado dejó cientos de fosas comunes, donde los nombres desaparecían para convertirse en cuerpos.
Apología
En el 2013, un año después del fin del sexenio de Calderón, se estrenó el documental Narcocultura del director Shaul Schwarz. El cual muestra una dialéctica entre los narcos y las víctimas del crimen organizado; retrata a fondo a personajes como cantantes que se dedicaban a componer letras para los sicarios: se reunía con ellos, pedía datos (apodos y calibres de armas, por ejemplo) para incorporarlos a sus letras y personalizar las canciones que más tarde se cantaban en diferentes foros de la frontera en México y Estados Unidos, con públicos que abarrotaban el reciento para corear las canciones de narcos que esa noche pasarían a la fama. Del otro lado de la frontera de Ciudad Juárez, nos cuenta la historia de un perito del Instituto de Ciencias Forenses, quien nos relata cómo es el día a día al ir a recoger cuerpos que encontraron la muerte de manera violenta en enfrentamientos. Durante el rodaje del documental, nos van mostrando la manera en la que el equipo de forenses se va reduciendo a causa de los ataques del crimen organizado. Poco a poco sus compañeros caen víctimas de las balas y el calibre por el cual serían reconocidos en canciones. Al mismo tiempo, nos muestran a los familiares de las víctimas, su dolor y desesperación.
Ese mismo año también se estrenó la narcoserie El señor de los cielos, protagonizada por actores altos, delgados y atractivos, interpretando a famosos narcotraficantes cuya estructura física era completamente opuesta a la de los actores en la serie. Allí empieza la llamada apología de la violencia, cuando hacemos de la violencia un show e industria del entretenimiento con la excusa de retratar una realidad. Esto lo podemos ver desde el cine de Quentin Tarantino hasta las narcoseries de todo tipo. En estas, los narcos no tienen consecuencias graves, romantizan sus delitos y por supuesto nos muestran el lado más divertido de un secuestrador, delincuente o sicario, el hampa como lujo de vida.
Johnny Escutia, al ser cuestionado por sus letras y la apología de ellas, argumentó que únicamente retrata en estas lo mierda que es la realidad en México (sic); no obstante, nunca refleja el dolor de las víctimas, la terrible corrupción e impunidad de las autoridades, la incompetencia de las instituciones para tratar dichos casos, a diferencia de raperas mexicanas como Mare Advertencia Lirika, la centroamericana Rebeca Lane o el colectivo Batallones femeninos que sí han denunciado y visibilizado esa otra mierda que deja que crezca y se reproduzca la violencia. En otras palabras, Johnny Escutia ensalsa y vanagloria a los que disfrutan del poder de la corrupción y la impunidad, a un Estado echado a perder por el delirio de poder; por lo tanto, no retrata las carencias humanas y sociales del país, sino todo lo que puedes hacer sin consecuencias, sin dolor, sin culpa… al final, apología dura y pura.
Música y censura
Johnny Escutia una vez más se equivoca en sus argumentos, pues asegura que el rap habla de asuntos violentos y atroces; sin embargo, el género musical no viene pegado a sus discursos, en muchos casos basta mencionar a las bandas de metal o rap cristiano que promulgan el discurso religioso con diversos ritmos populares.
En México la censura no es nueva. En la época novohispana el son conocido como chuchumbe, cuyo significado se cree es “el baile del obligo con ombligo”, fue uno de los bailes y cantos censurados por la iglesia y la inquisición. Los corridos revolucionarios en los que se narraban las historias de los héroes nacionales pasaron a los narcocorridos, donde también se impulsó leyes con miras a censurar la música. Agrupaciones como los Tigres del Norte fueron los que impulsaron el género en el norte del país. El jazz no pasó desapercibido por José Vasconcelos, quien prohibió a toda costa la música representativa del vecino del norte en un desmesurado nacionalismo. El reguetón es el último de los géneros que se ha buscado censurar, pero este no desde alguna institución estatal o religiosa, sino desde la vara horizontal de la sociedad, la cual recarga sus argumentos basados en clasismo y exclusión de la música de los “nacos, pobres y sin educación”. La realidad es que los contextos sociales al ser dinámicos van mutando las visiones que se tienen sobre lo que en su momento puso de cabeza a la sociedad; hoy el jazz es conocido por su etiqueta de música de culto, cuando no es más que otra etiqueta impuesta por el esnobismo. A lo que voy es que la música será imposible de censurar, más ahora donde los medios digitales son tan amplios y sus brazos largos llegan a cualquier parte sin importar cuánto se luche contra su silencio. Es verdad, Spotify bajó la música de Johnny Escutia, mas seguirá en YouTube, en Deezer, tal vez en Soundcloud o bien en una USB que se vende en los tianguis más grandes de piratería.
La clave no es la censura, es un trabajo estructural político e histórico de la educación, de no desproteger a los más vulnerables, entre ellos las mujeres. La censura solamente traerá morbo y publicidad innecesaria a los involucrados sin resolver mucho; en cambio, la plena función de políticas e instituciones y programas que atiendan de raíz las causas son las que nos conducirán a una sociedad más crítica de lo que lee, lo que ve y lo que escucha. La urgencia de atender los problemas de corrupción e impunidad nos hará ver a los Johnny Escutia como reflejo obsoleto, desechable y poco alentador, un caso aislado dentro de la realidad de un país que por fin decidió dejar su cara más sangrienta en una página de la historia para nunca más abrirla.

Ángel Armenta estudió en la academia de arte y patrimonio cultural, se especializó en gestión cultural. Es periodista musical. Ama más al periodismo que a la música, aunque entendió que las palabras, antes que ser enunciados que podemos comprender, son sonidos que podemos disfrutar.