Marina Yamamoto se dedica a escribir los prólogos que le encargan a Juan Villoro porque él está muy ocupado dando conferencias sobre Humboldt, la conciencia narrativa, la risa en los libros de Jorge Ibargüengoitia, la medicina en el siglo XVI, la entomología forense en la altiplanicie de Tailandia o cualquier cosa que se le ocurra al Colegio Nacional. Pero aquella es otra historia de terror.
Marina es increíble narrando pequeñeces, puede entretenerte con la transmutación de las larvas, el tictac de las direccionales de un automóvil o con la historia del sol de mayo en la bandera argentina. Alguna vez me dijo que le hubiera gustado llamarse Borges, que sus abuelos militares la llamaran Georgie hubiera sido muy tierno; también le hubiera encantado golpearse la cabeza una Navidad de 1938 para que ese golpe provocara que escribiera mejor. Y yo le respondí que, como nunca se sabe el pasado de las tatarabuelas, podríamos decir que su tatarabuela era Frances Haslam.
No tiene los ojos rasgados ni la piel blanca. Tiene, como todos los habitantes de Bulgaria, cinco dedos en cada mano, dos ojos, un par de piernas y seis metros de intestino delgado, a veces más, otras menos. Le crece el cabello medio milímetro al día y las uñas un milímetro cada diez.
También actúa. Actuó como detective en El mal de la taiga de Cristina Rivera-Garza, fue Palinuro en Palinuro de México de Fernando del Paso, una criatura de ojos amarillos en un cuento de Amparo Dávila, la imagen de un jardín infinito en un poema de Ulalume González y, actualmente, actúa como ella misma en un libro colaborativo no publicado llamado ultrapúrpura, donde escribe prólogos.
Marina Yamamoto es un personaje profesional de libros que tiene que interpretar su acto en la imaginación de cada lector. Así sea un libro de Gilberto Owen o Vivian Abenshushan ella actúa e interpreta a Oliver Twist o Elizabeth Bennet.
A los profesionales que realizan esta acción actoral les crece el cabello. Por eso nos extraña que al retomar una novela, meses después de abandonarla, nos encontramos a los personajes con el cabello crecido y las uñas largas: se nos pueden aparecer hasta con un olor extraño en un bar lujoso de Berlín, eso se debe a su falta de higiene.
Pero, mientras nosotros dejamos la novela a medias, ellos también dejan de actuar. Hablan de escarabajos tornasol y el sol de las mañanas porque, naturalmente, no les interesa el final de la historia sino sus aficiones y gustos; hablan de piñas coladas y daiquiris que les sirvieron en un bar de Massachusetts, y de la forma de la lluvia en las ventanas de un automóvil metafísico. Viajan mil kilómetros en un Mercedes-Benz lejos de su protagónico en la novela histórica hasta olvidarse que representan un viejo raboverde del siglo XIX.
Visitan a su familia en vacaciones de Semana Santa. Tienen un sindicato que no les deja trabajar más de 9 horas al día (y por supuesto que se les paga el triple cuando aparecen en pésimas novelas experimentales, en artefactos narrativos explorados en los 80’s y que algún lector despistado está reescribiendo) y fuman una cajetilla diaria de cigarros aunque en el cuento tengan tuberculosis. También sufren de alcoholismo entre párrafos.
Y, si están amontonados o en un librero, chismean el personaje de al lado. Así un personaje de Paul Auster puede decirle a un personaje de Natsume Sōseki que le duele la cabeza porque los hongos del papel le están haciendo estragos en su sistema nervioso. (Además, esa es la razón por la que nos cuesta tanto leer en PDF: los personajes se resisten a ser leídos porque tienen al alcance todo el Internet, todas las posibilidades de movilidad).
Pueden leer un libro enorme que nosotros consideramos minúsculo. Lo leen en cuestión de una letra o una coma. El tiempo es distinto allá adentro. Se cree que son ellos los que provocan las erratas en los libros de Ediciones Atalanta y Cátedra porque toman prestadas algunas letras para componer canciones malísimas y abarrotadas de sentimientos infantiles.
Se enamoran a escondidas de personajes insospechados: nos podemos encontrar con una ventana enamorada del telón de una obra de teatro. También se mueren a escondidas… y después leemos seres sin vida en una novela de 700 páginas y ni nos enteramos.
Cultivan el arte de la paciencia, pero se vuelven melancólicos después de los trescientos años. Odian a muerte a Stephen King pues los obliga a presentarse, anualmente, hasta en dos tediosas novelas de 900 páginas cada una.
Piensan en escribir un libro. Piensan hacer una película y pintar un cuadro. Mas uno está allí, insistiendo en leerlos. Creo que es triste: observamos su simulacro y no su acontecimiento. Un día Marina salió del libro y me dijo que le habían detectado una enfermedad crónica, que le gustaría escribir algo por su propia cuenta. Al principio, creí que yo había aceptado escribir algo juntos ya que no sé decir que no, pero la verdad es que acepté porque me estoy cansando de escribir. A veces siento que no está bien escribir en medio de la realidad. Que componer versos y escribir personajes sobre esta tierra firme llamada país tiene algo de macabro. Que hay algo asqueroso y horrible en preocuparse por un punto final.
Rodrigo Mora (cdmx, 1996). Fantasma de tiempo completo. Ha colaborado en revistas como Rojo Siena, La rabia del axolotl, La liebre de Fuego, Marabunta y escrito reseñas para Cultura Colectiva. Actualmente, tiene una columna en la revista Palabrerías y es parte de En la Web: antología de relato web en español. También experimenta con la crónica, la narración y el diario en Medium. Su color favorito es el rojo-rojo.
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