Páginas: 125
Año: 2020
Editorial: Dharma Books
En Skyrim, entre las 10 pm y las 4 am TaNT (Tamriel Northern Time), me encontré una vez con la visión espectral de un jinete sin cabeza, galopando a través de las planicies cercanas a Whiterun. Entintado en azul y blanco fantasmal, encontrarlo fue un suceso impredecible, dominado por el azar; una pequeña maravilla cuyo impacto en la narrativa o loot a ofrecer al jugador fue casi nulo. Pero topármelo por casualidad —y seguirlo en cuclillas hasta Hamvir’s Rest— encapsulaba lo que yo sentía hacia los videojuegos: algo que nunca pude poner en palabras.
Ficciones Lúdicas: Jugar no se acaba nunca, de Rodrigo Díez, finalmente supo desplegar estas ideas ante mí como si desenrollase un mapa interactivo, donde cada trazo sobre el territorio encapsula más mundos. Los ensayos que componen este libro diminuto (mas no se dejen engañar, porque este libro-mapa se ve pequeño hasta que despliega conceptos como si fuesen interminables secciones nuevas, donde cada ensayo podría pokevolucionar a tesis) son ideas sembradas por la cultura popular y germinadas hasta casi el florecimiento total a lo largo de 125 páginas.
La añoranza por los videojuegos no se quedó congelada en los 80s, pues pensar en este evento minúsculo en la mole narrativa que es Skyrim (o compararlo con el cerezo-tributo de Nintendo hacia Satoru Iwata, una escena asombrosa que Díez encontró por casualidad en Breath of the Wild), redefine la nostalgia.
No olvidemos que este es un libro publicado por una editorial independiente y que Dharma Books ha crecido exponencialmente cual nueva montaña tras terremoto, aunque esa es una plática para otro momento.
Packman, Doom, The Last of Us, Super Mario, Angry Birds, The Witcher, Galaga, The Legend of Zelda, God of War, GTA, Custer’s Revenge o Mortal Kombat tienen todos una mención especial, empañados por el lente del cariño sí, pero nunca desprovistos de un análisis lúcido y nada pretencioso. Siete ensayos más un prólogo y un epílogo parecen poco para abarcar los temas tan relevantes y malinterpretados por “la sociedad” siempre sin misericordia, cuya perorata va así: los videojuegos te desconectan del mundo, solo los juegan los adolescentes, te vuelven violento, los videojuegos únicamente crean gordos que viven en sótanos y juegan Calabozos y Dragones, ad infinitum. Sin caer nunca en la provocación; no obstante, con una agudeza que solamente puedo calificar de sosegada, Díez va desgranando estas ideas, atacándolas y desfalcándolas una a una. Básicamente, te explica amablemente por qué estos pensamientos preconcebidos son pura barrabasada. Como dicen por ahí, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra y, aunque los que hemos amado jugar videojuegos desde siempre vivimos bajo diluvio constante, el autor alza la mano para dar bofetadas de guante blanco a la lluvia de piedras.
Díez dice que “la unión de la narrativo y lo lúdico engendra algo nuevo”; es cierto: los videojuegos evolucionaron de simples gráficos interpretados por rápidos reflejos a historias interactivas complejas donde hay Star Talent para las voces de los personajes, donde cada decisión que tomas puede dejarte bien o mal o peor (¿Ciri Witcher o Ciri Emperatriz? ¿Santo o Infame en Fable?) y donde los campeonatos mundiales de videojuegos son una industria titánica que cada año crece más.
¿Qué podrás encontrar? Una historia abreviadísima de los videojuegos y cómo llegaron a definirse como tal; cómo empezaron a narrarse historias en ellos más allá de presión de botones en sucesión de reflejos, la naturaleza de agujero negro de los videojuegos y cómo sirven como portal hacia nuevos mundos y posibles nuevas amistades (o rage quit); los extremos de la afición donde un jugador cayó muerto después de horas de juego ininterrumpido o donde crímenes de robo real han sido perpetrados en World of Warcraft; de lentos exploradores a speed runners y de allí a la justificación posmoderna de la violencia sobre los shooters (que no son factor decisivo para la pandemia de los mass shootings diga lo que diga usted); aquí están decenas de ideas cultivadas e hiladas con cuidado.
Los videojuegos no son un sedante que anula los sentidos y suspende la conciencia; no son una pausa ciega de la existencia, no, más bien funcionan como un agujero de gusano hacia otros destinos: ignorados, fantásticos tal vez, pero no menos reales.
Ya hemos oído esto, mas Díez complementa esa declaración casi romántica con esta otra, rayana a lo filosófico: “Si lo lúdico marca una ruptura dentro de la vida diaria, no puede codiciar la totalidad. De lo contrario la grieta se desvanece.” Food for thought, dicen los gringos.
Díez espolvorea este pequeño libro con sus anécdotas y experiencias, con cómo conecta su memoria a jugar, y establece comparaciones con grandes obras de la literatura: desde Fitzgerald hasta McCarthy, pasando por Munro y hasta por Herodoto (así es). Es una delicia para ratones de biblioteca o streamers por igual.
No podré explicar todas las connotaciones y reflexiones que surgen de generaciones enteras habitando y jugando en una ficción: rescatando a la princesa Peach, peleando contra los alienígenas Covenant, coordinándose en la Dreadnaught en Destiny o tarareando el tema de la familia de Ezio Auditore. A pesar de que el autor no consiga hablar de todos los videojuegos, el lector tendrá en la punta de la lengua la nostalgia por todo lo que jugó y se sentirá identificado en cada nuevo argumento. Aquel que no es jugador, me atrevo a decir, se desplumará de los prejuicios.

Faltó más. Con gusto habría leído la versión de trescientas páginas de este libro, con cada ensayo vuelto tesina. Por temor a sonar acartonado y académico no exprimió todo el jugo que esto tenía que dar.
Dije que Díez no conseguiría hablar de todos los videojuegos. Cancelo esa frase, la tacho. A pesar de que no habló de muchos, consiguió hablar de todos. Combina la pasión por jugarlos y el raciocinio por entenderlos en un contexto sociocultural cada vez más complejo de tal manera que yo proyecté en estas páginas mis propias sesiones de juego, volví a oír mis propios gritos de histeria en Mario Kart a 200cc (y mis lágrimas pasmadas al terminar Bioshock Infinite) al entender el apego emocional de Díez a The Last of Us.
¿Sedante, distracción o herramienta para el aprendizaje? Todas. Ninguna. Un videojuego es masa a moldear en manos de su jugador y Díez no tiene miedo de sacar el altavoz para comunicarlo.
Pero al final se impone nuestra manera de ser y terminamos jugando de manera similar a como vivimos. Vicios y virtudes encuentran la superficie, al igual que hábitos y extravagancias. Ni utopía ni distopía, solo nosotros mismos en otro lugar e incapaces de soltar el lastre.
Más que una experiencia, Ficciones Lúcidas es la invitación a crear la tuya propia, un mapa interactivo donde cada ensayo es un territorio a conquistar y a re-visitar aunque ya hayas completado el juego dos veces. Y, de ser posible, es la inspiración para que vuelva a prender Skyrim y buscar al jinete sin cabeza… porque la nostalgia está que arde.
Dice Enrique Urbina en el epílogo:
Lo que sí es cierto, es que me he encontrado con historias únicas, como la saga de Bioshock; he volteado detrás de mí, nervioso, por el misterio y el horror de The Last Door; he asesinado dioses en God of War; he visto cosas que se perderán como lágrimas en la lluvia.
No estoy llorando, pues. Tú estás llorando.

Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996) estudió Comunicación en el Tecnológico de Monterrey y está cursando la 12ª edición del Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. Sus textos han sido publicados en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México y en las revistas literarias Efecto Antabus y Carruaje de Pájaros.