Por el amor le robamos al tiempo que nos mata
unas cuantas horas que transformamos a veces
en paraíso y otras en infierno.
Octavio Paz
No puedo asegurar si el día en que nací Dios estuvo enfermo, aunque por mi destino, pareciera que sí, que fui una más de sus ocurrencias para pasar la eternidad. Somos algo que sucede entre dos fechas, el nacimiento y la muerte, un paréntesis en el tiempo con el que medimos nuestro paso por la tierra; la intensidad de esos años muchas veces rebasa la cantidad y fuerza de los mismos, pero siempre un número nos persigue.
Camille Anastasia Kendall Nicolla Claudel, nacida el 8 de diciembre de 1864 en Fère-en-Tardenois, pueblo francés cuya tierra me sirvió para despertar mi vocación de escultora; nada disfrutaba tanto como moldear el barro, ver cómo las imágenes de mis hermanos y de Eugénie poco a poco se volvían tangibles, copias perfectas de sus rostros y sus cuerpos hechos en miniatura. Me sentía como un dios. Contemplaba mi obra y eso estimulaba mi imaginación ya de por sí romántica, llena de tantas fantasías, seres mitológicos y personajes literarios que a gritos me pedían que les diera vida en el barro. Mis manos obedecían a su amo.
El barro y la escayola fueron mis únicos aliados, los únicos que realmente me comprendieron, a través de ellos pude ser libre, di rienda suelta a mi imaginación y a mis emociones apasionadas. La vorágine que había dentro de mí se aquietaba al moldear y esculpir, tallar era una manera de llegar a la profundidad de mis sentimientos. Las esculturas, generalmente alabadas por la crítica a causa de su belleza y técnica, eran lo que mis ojos veían en este mundo, no belleza plena sino la belleza del dolor, melancolía, quise que la profundidad de mis pensamientos se quedara para siempre aquí. No sabía que eso me llevaría a mi propia ruina… paradójicamente la escultura me dio el Infierno y la Gloria.
Gracias a la protección y apoyo de mi padre, frente a mi propia familia que se empeñaba en hacer de mí una insulsa esposa y ama de casa, pude estudiar en la Escuela Superior de Bellas Artes de París y ser lo que yo quise: escultora. Los desafíos apenas empezaban, pues esta decisión no fue la única en la que tuve que ser firme; un giro del destino puso a Auguste Rodin en mi camino y a mí en el suyo. Yo tenía apenas 19 años y no había más dios para mí que el arte. Auguste poco a poco sustituyó esa idea. Los instantes a su lado me ponían frenética, las obras se me amontonaban en la cabeza y quería esculpirlas todas de una sola vez, me sentía como Zeus en el parto de Atenea… Auguste, con su ser delicado y dominante al mismo tiempo, ¡Dios mío!, me tranquilizaba y, así, las figuras salían poco a poco, ordenadamente, cada una tomando su sitio. Rápidamente me convertí en la alumna predilecta de Rodin, el gran Rodin que a sus 43 años me parecía el caramelo más dulce sobre la tierra, la exquisitez jamás degustada.
Auguste, Auguste, Auguste. Mis labios nunca pronunciaron otro nombre masculino. Auguste Rodin, mi profesor. Camille Claudel, su musa, su esposa. Auguste y Camille, pareja que nunca pudo ser porque nacieron a destiempo, porque antes llegó Rose Beuret a su vida y la hizo su compañera. Yo fui la otra, la amante, la discípula-amante. Me negué a ser una mujer de mi tiempo, me revelé contra la esperanza de mi madre que quería para mí la vida gris de una esposa abnegada, los únicos hijos que parí fueron mis esculturas… “La edad madura” es quizá autobiográfica, en ella me represento arrodillada, suplicante, mientras Auguste me da la espalda y se va de mi lado con Rose, la mujer semidescarnada que se lo lleva. Entonces rompo definitivamente con esa alianza de quince años, quince años de entrega absoluta. Rodin se olvida de que fui yo quien moldeó las manos y los pies de los personajes de su obra maestra: La puerta del Infierno. Ahora lo sé, esa colaboración inicial fue el indicio de lo que Auguste sería para mí: al amarlo abrí la puerta del Infierno.
En 1913 murió mi padre, con lo que mi mundo se desmoronó otro poco, pues quedaba a la merced de mi madre, quien nunca vio con buenos ojos mi trabajo como escultora; mis hermanos secundaron su juicio, incluso Paul, quien llegó a ser un poeta reconocido. ¡Claro, para los hombres todo es más fácil! Que él se dedicara al arte era una gracia divina, Paul era el elegido de las musas; en cambio yo, Camille, la escultora, solo fui la amante de Rodin. Para Auguste fui poco menos que barro, una figura defectuosa que fácilmente se desbarata y se olvida, piedra que se rompe. Intenté desprenderme de la sombra de Rodin, cambié los temas de mi obra, busqué nuevas técnicas, la gente se interesaba en mis esculturas y me encargaban piezas que no lograba terminar. Poco a poco perdí también eso, mi gran pasión. Ya nada me sostenía. Destruí muchas esculturas en arrebatos de dolor y cólera. Le di a mi madre el pretexto perfecto para esconderme del mundo; ella y mis hermanos me internaron en un manicomio en París. Era 10 de marzo de 1913, apenas siete días después de la muerte de mi padre; al estallar la Primera Guerra Mundial me enviaron a otro en Aviñón. El diagnóstico clínico: “delirio sistemático de persecución basado en interpretaciones e imaginaciones falsas”. La única visita que recibí fue la de Paul, que siete veces bajó al Infierno, siempre sordo a mi ruego de que me sacara de allí. Nunca más, en los treinta años que pasé recluida, volví a dibujar o a moldear. Morí, por fin, el 19 de octubre de 1943 y fui sepultada en una tumba sin nombre en el manicomio del que no salí a pesar de mi recuperación.

Nancy Hernández García (Cuautla, Mor., 1990). Maestra en Letras Mexicanas, interesada en la literatura mexicana del siglo XX; escribe la columna “hojasueltas” de la revista digital Amarcafé y lee poesía en sus ratos libres. Ganó el Premio Bitácora de Vuelos 2018 en la categoría de Ensayo con el libro Palabra e imagen en Morirás lejos: Un acercamiento a José Emilio Pacheco, mismo que se acaba de publicar.