
Hace unas semanas murió el inquilino del departamento cuatro, en el piso tres. Nadie en el edificio lo conocía, a excepción de la anciana que vivía frente a él. Tiempo después me enteré que ambos, el inquilino y yo, trabajábamos en la misma estación de radio.
Estuve fuera de la ciudad durante dos semanas. Estaba de vacaciones y decidí ir a Puerto Escondido con unos amigos de la universidad. Regresé en la noche del sábado. Estaba exhausto y me fui a dormir sin desempacar mis cosas. Un olor extraño me despertó el domingo por la mañana. Poco rato después hubo mucho ruido que provenía del pasillo, fuera de mi departamento. Me animé a salir cuando escuché las sirenas de las ambulancias y de las patrullas.
Nadie en el edificio tenía contacto con aquel hombre, salvo doña María, quien vivía frente a él. Al parecer, el hombre siempre regresaba a su departamento en la tarde-noche con la mayor discreción. A ciertas horas, podían escucharse sus pasos. Yo lo sé mejor que nadie, pues vivo justo debajo de él.
Esa mañana de domingo, le pregunté a mi vecina, que estaba en el marco de su puerta, por qué tanto escándalo. “El señor de arriba se murió hace unos días, pero apenas lo encontraron”, me dijo. Subí por las escaleras y en el tercer piso me encontré con un grupo pequeño de personas, a lo largo del estrecho y frío pasillo. Unos murmuraban y otros veían a través de la puerta del número cuatro. En tono confidencial, conversaban sobre los extraños ruidos que solían provenir de aquellos muros, en especial los de cada miércoles. Ese día, a partir de las siete de la noche, se escuchaban golpes en las paredes, gruesos aros de metal deslizándose sobre un tubo y lo que parecía ser voces. Alrededor de las nueve, los sonidos menguaban hasta por fin desaparecer.
Las murmuraciones siguieron. Me harté y quise volver a mi departamento. Antes de irme, hubo un silencio apenas interrumpido por las casi ininteligibles voces de quienes estaban en el pasillo. Entonces, vi a dos figuras humanas que llevaban, en una camilla, el cuerpo del hombre dentro de una bolsa negra. Suelo pensar en muchas cosas con esas escenas. No me gustan. Pero, esa vez, me limité a observar a unas mujeres que hablaban entre ellas, con preocupación y miedo en sus rostros, y a sus esposos, unos con los brazos cruzados y con los ojos fijos e el frío cuerpo, mientras simulaban estar serios. Antes de irme, miré dentro del departamento y noté una chamarra con el logo de la estación de radio donde trabajo, colgada en el perchero junto a la puerta.
Regresé a mi departamento. Tenía curiosidad y quise dilucidar aquel misterio. Para mí era como un juego aderezado de un gran morbo del que no me sentía orgulloso. En la noche, recostado en mi cama, por un rato pensé en quienes trabajamos en la estación, sobre todo en los que coincidían conmigo. Por alguna razón, tomé al miércoles como una pista. Recordé las cabinas de grabación y transmisión, los sillones, las computadoras y las consolas. Llegaron a mi mente los rostros de algunas personas de la radio: el de Romina —alta y hermosa mujer de piel tostada. La pretendo desde hace tiempo, sin tener éxito—, el de mi jefe y el de Misenes —un amigo mío, a cargo de la consola, con un sentido del humor muy extraño—. Reflexioné un rato sobre ellos, hasta que, en un pensamiento vago, recordé el rostro de Naso. Si algo solía llamar la atención de él era su baja y robusta complexión y un falso aire de torpeza. Nos encontramos en una fiesta que organizamos los empleados de la radio hace tiempo. Compartimos un par de comentarios sobre libros y música, sobre todo de música, y descubrí en él una agradable, sencilla y muy introvertida personalidad. Era quien manejaba la consola por las mañanas y dejaba todo organizado en la estación para las noches. Yo trabajaba entre semana, de lunes a jueves. Por las tardes llegaba al trabajo, justo cuando él se retiraba. Algunas veces nos veíamos, pero no intercambiábamos más que cordiales saludos.
El lunes me presenté en la radio sin notar cambio alguno. Mientras estaba trabajando, llamaron a la estación y Misenes atendió el teléfono. Esa llamada me pareció algo así como el anuncio de una mala noticia. El tono irónico de la voz de Misenes se tornó serió de repente. Volví a pensar en el inquilino de mi edificio y sentí un frío estremecimiento en la columna cuando finalmente comprobé que fue Naso quien había muerto. “Naso murió hace días”, dijo Misenes, sin permitirnos dejar nuestras labores. Todos quedamos petrificados. “Una señora llamó. Quiere que nos presentemos al sepelio esta noche”.
De cierta forma, ya sabía la noticia. Toda mi vida creí firmemente en que una persona sencilla siempre tiene algo interesante en su vida; aunque, desafortunadamente en este caso, lo único interesante que pudiera tener fuese su muerte. Mi jefe nos comentó que Naso no se aparecía en la estación desde hacía tiempo; sin embargo, él lo atribuyó a una posible deserción. Aunque en el trabajo era espléndido, sentía que Naso no estaba a gusto y por eso su actitud distante y callada. Cuando dejó la radio, sus tareas quedaron a cargo de otro operador que hacía lo que podía.
El cariño de doña María le dio a Naso esa noche de sepelio. Algunas personas de mi edificio acudieron. Intuí que no solo la empatía los motivaba a presentarse, también estaba la curiosidad de saber quién era aquel hombre que les había causado tanta intriga. El departamento era pequeño, lo suficiente para un hombre solitario: cuatro muros azules guardaban una modesta cocina, una mesita austera, un sillón viejo, libros, una radio de enormes bocinas y grandes estantes de madera repletos de un gran catálogo de música.
Esa noche me quedé en el departamento cuando todos se retiraron. Tal vez el ataúd y una vieja foto de Naso encima pudieron satisfacer la curiosidad de las demás personas, pero no fue suficiente para mí. Algo llamaba mi atención. Buscaba algo más sin saber exactamente qué. A simple vista no había nada extraño. Los muros eran delgados y las ventanas, si se apartaban las cortinas, daban paso libre a la luz de los faroles en las calles. A pesar de la presencia de la caja, en la habitación se sentía una soledad profunda, más allá de un espacio vacío, como si ya no quedara huella alguna de Naso.
La repentina mano de doña María en mi hombro heló mi sangre por unos segundos. Me volví a ella. Su mirada estaba llena de tristeza y me habló con la voz quebrada de una madre que acaba de perder a su hijo y no quiere aceptarlo.
—Usted debe ser el joven del que me hablaba Naso —me dijo.
—¿Alguna vez le habló de mí? —le respondí.
—Sí. Roberto, ¿no? Qué tristeza. Usted y yo lo apreciábamos en verdad —no me atreví a decirle que, en parte, ignoraba a Naso, como los demás—. Era muy cuidadoso, sabe usted. La mayor parte del tiempo estaba solo, pero así era feliz…
Los ojos tristes de la anciana miraron la habitación de Naso. No quería acercarme a ese cuarto por respeto; sin embargo, terminé por dirigirme hacia él en un movimiento casi instintivo. Dentro encontré unas gruesas cortinas con unos gruesos aros.
Hablé con la señora María para saber más sobre Naso y me enteré de que ambos eran muy cercanos. Ella limpiaba algunas veces el departamento, según los días que Naso le decía. Ambos, tratando de hacer más amena su soledad, contaban sus historias al otro. Ya la anciana no era visitada por sus hijos y, con el tiempo, llegó a considerar a Naso como uno de ellos. Después la conversación tomó a otra dirección. A pesar de sus palabras lentas, con una claridad casi aterradora, la mujer me habló de la última vez que vio a Naso. Imaginé todo lo que me contaba.
Esa tarde, Naso entró y colgó la chamarra de la estación en el perchero junto a la puerta. Todos los miércoles colocaba cuadros de espuma en los muros de su pequeña sala, como los que usamos en las cabinas, y las gruesas cortinas en su ventana. No quería que los sonidos escaparan. Me pareció ver cómo encendía su radio y se recostaba en su sillón. Los fines de semana, él hacía una grabación para un programa de música que se transmitía los miércoles en la noche. Opinaba sobre las canciones de los nuevos músicos de la guitarra acústica o el piano. En un principio creí que su obsesión era la música. Me equivoqué, era su voz, tartamuda y baja en su habla cotidiana, pero extrañamente segura en la grabación. Al parecer, le encantaba, la amaba. Era como escuchar a alguien más, alguien que hubiese deseado ser.
La señora María estuvo en el departamento y lo vio todo. Algo tenía la última grabación. Parecía perfecta y él lo sabía. Emocionado, subió el volumen y se acercó a las enormes bocinas. Su propia voz lo hacía sonreír con lo que yo entendí una satisfacción que crecía paulatina y firme. Con su ordenador y una consola no tan grande, similar a la de la estación, hizo los arreglos para grabar el programa de ese miércoles y repetirlo una y otra vez. Se perdió en sí mismo. Después de un lapso que la anciana no pudo recordar, vio a Naso cerrar los ojos, sin saber que no los volvería a abrir.
La anciana fue la última en ver esa sonrisa. Creyó que Naso se había hundido en un sueño profundo y dejó el departamento para dejarlo descansar. Tuvo malos presentimientos cuando dejó de ver a Naso; sin embargo, no se atrevía a visitarlo porque solía ser él quien la buscaba. Los demás supieron que algo había sucedido por el mal olor que salía del departamento días después. La policía fue avisada y al llegar encontraron un cuerpo frío y rígido en un viejo sillón, con algo parecido a una sonrisa, dibujada en un rostro hinchado y de leve tono verde. El entierro fue en la tarde del martes. Las personas del edificio acudieron. Algunos hablaban de Naso. Afirmaban que la muerte fue tan mala como él. Eso era Naso para ellos, un hombre solitario y malo. Yo lo miré asombrado, con una expresión que no podría describir. No sé si por miedo o porque simplemente me conmoví. No todos los días escucho sobre alguien que muere enamorado de su voz.

Texto: Alan Amado Lemus (Tlaxcala, Tlaxcala. 1995) ha publicado cuentos en periódicos locales y revistas independientes, así como una entrevista en la revista universitaria estatal. Trabaja como docente de inglés, corrector de estilo y locutor para un programa de jazz en la radio local.

Ilustración: Valeria Huerta Cano. Egresada de la licenciatura en Artes Plásticas en la Universidad de la Américas de Puebla. Se dedica sobre todo a la producción de obra bidimensional relacionada con literatura. Recientemente ha expuesto en el Museo de San Pedro de Puebla y en la Plataforma Art Fest del Complejo Cultural Universitario BUAP.