Cuento | Malinalli, por Enrique Layna

Al oeste de las tierras llanas, al sur del Mar Redivivo, se encuentra la sempiterna ciudad de Malinalli, allí transcurrió mi vida pasada, la tercera de las cuatro existencias que me corresponden en este mundo. Ahí fui una hermosa doncella. Dentro de la ciudad amurallada nadie desconocía mi belleza ni mi fama, la cual comenzaba a extenderse más allá de los confines de los casi impenetrables bosques circundantes.

Malinalli está situada justo en el medio de la Tierra,  al igual que otras ciudades, esta en realidad se compone de dos: una yace encima de la otra. La subterránea se volvió invisible debajo de piedras y de tiempo; pero sigue ahí. Es una ciudad erigida sobre el agua. Sus construcciones comprenden torres y templos hechos de calicanto, además de anchas y rectas avenidas y canales que cuadriculan su geografía para permitir que, caminando o sobre naves provistas de ruedas, o incluso a nado o a bordo de canoas, sus habitantes arriben a todos los rumbos cardinales.

Antes de que la segunda creciera sobre ella, la primera Malinalli reflejaba la luz solar y lunar en sus albas superficies, de modo que sus destellos viajaban hasta zonas muy alejadas donde la gente pensaba en aquellos resplandores como producto de metales preciosos. Ese fue el inicio de las peregrinaciones hacia Malinalli y fue también el comienzo de su excesivo crecimiento: aunque los visitantes no encontraban las riquezas imaginadas, era tal su maravilla ante el portento de las edificaciones que se quedaban a vivir ahí.

En una ocasión, paseaba yo recorriendo las calles amplias de la ciudad vistiendo un manto celeste muy ceñido al cuerpo. Mis senos turgentes vibraban con mi andar y mis pezones amenazaban con traspasar la tela que los cubría al sentir las miradas lascivas de los mercaderes y de los pescadores, quienes sin el menor pudor me contemplaban. De pronto, un muchacho de once o doce años se tiró a mi paso y comenzó a besar y a lamer mis pies apenas cubiertos por broncíneas sandalias. Su padre, temeroso de mi poder y de mi ira, se apresuró a retirarlo y a disculparse en su nombre. Fingí una molestia moderada y otorgué el perdón que me solicitaba. La verdad era que esa lengua casi infantil entre mis dedos me hizo sentir un dulce placer que en ciertas tardes nubladas evoco con deleite.

La ciudad que creció sobre la primera Malinalli es gris y anárquica, sus pobladores han combinado, a su libre arbitrio, edificios de centurias olvidadas con otros de épocas recientes que en conjunto ofrecen a extraños y nativos la idea de que la urbe se encuentra fuera del tiempo; es tan abrumadora esa sensación de ausencia temporal que incluso las leyes se diluyen. El azorado visitante nota, entre otras actitudes, que nadie se siente obligado a respetar el derecho al tránsito de los demás por entre sus caminos. La gente viaja dentro de vehículos motorizados y, dominada por el deseo de llegar rápido hacia destinos inciertos, no duda al momento de invadir zonas designadas para quienes avanzan en dirección opuesta o hasta los espacios reservados a los transeúntes.

En esta segunda Malinalli, el sol brilla únicamente cuatro o cinco veces al año; casi siempre cae sobre ella una llovizna salobre y pertinaz que se acumula en sus entrañas y que en ocasiones desborda las atarjeas y amenaza con anegarla para, bajo el tremendo peso del agua, sumergirla;  movimiento que ingenieros expertos tienen por cierto, provocaría el regreso a la superficie de la antigua, magnífica, Malinalli.

Un día, cuando pasaba frente al templo y me detuve a mirar mi reflejo en la platinada superficie de los cristales que protegen los símbolos sagrados, empezó a rodearme una niebla que parecía provenir de todos los rumbos y de ninguno. Vi mis labios tornarse pálidos, la visión me mareó un poco, la bruma se concentraba cada vez más y no me era posible distinguir mi manto contra la neblina azulada. El mareo se intensificó luego de estar respirando la atmósfera enrarecida y decidí recostarme para esperar que la bruma se disipara, pero el malestar creció. En la intangible zona que delimita la realidad del sueño alcancé a ver que mis piernas habían quedado al descubierto y que una decena de hombres me observaba a corta distancia, se acercaban como hipnotizados, fuera de sí. El manto fue bruma y la bruma un manto que me revelaba y me cubría. Delicada, aunque firmemente, los hombres tomaron turnos para procurarme placer en todas las áreas sensibles de mi cuerpo. Mis pezones eran acariciados por lenguas ávidas al igual que mi clítoris el cual, endurecido, enviaba marejadas de placer a través de todo mi cuerpo. Cada parte de mí era tratada con un temor reverencial que a un tiempo se convertía en el camino impuesto por mis fieles para que pudiera alcanzar las cimas de un placer antes apenas vislumbrado. Un hermoso muchacho no pudo contenerse más y se arrodilló ante mí para rendirme pleitesía y acercarse hasta penetrar en mi templo. Las caricias de los demás no cesaron y la combinación de estas, más el ímpetu del muchacho, provocaron el desprendimiento de mi conciencia, fui una con el Universo, fui una centella y una catarata, me desintegré y al final sentí que mis átomos se recomponían y se preparaban para conformar el siguiente estadio que me correspondía. Pudieron pasar instantes o centurias; sin embargo, cuando poco a poco la realidad se fue dibujando en mi mirada, la neblina había desaparecido y con ella mis adoradores. Escuché el amable rumor del río Acracias y, después de rememorar la transmigración de mi alma hasta su actual emplazamiento, me encaminé hacia aquí a través de los fértiles campos de Sicilia, para encontrar esta, la bella ciudad de Agrigento.


Enrique Layna (Ciudad de México 1965) se tituló hace poco como Licenciado en Periodismo y Comunicación Colectiva (o sea a los 50 años) por la FES Aragón de la UNAM. Es cofundador de Café Literario Editores, donde publicó cuentos en varios libros colectivos, entre ellos: Cupido Negro, Homenaje a Bukowski, Parafilias y El amor en cada esquina y en solitario una pequeña selección de sus cuentos llamada Umbrales. Varias revistas ciberespaciales han publicado sus escritos: Axxón, El rincón de la carne, Los Forjadores, Serendipia y Penumbria. Revistas tangibles como Parteaguas, Lenguaraz y Ágora también se han arriesgado al publicar algunos de sus textos.

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