
Un sábado enterramos a la tía Isadora. A pesar de su edad avanzada, su muerte nos tomó a todos por sorpresa; nadie está preparado para un suceso de tal magnitud. No tenía ninguna enfermedad ni ningún vicio más que mirarse todas las noches por horas en el espejo. Vestía de negro desde 1940, la época en que su primer y único hijo murió. Tenía muchas agallas y tenía pocas arrugas: profundas, muy profundas como la erosión de los suelos, profundas muy profundas como la erosión de los sueños, sus sueños. “Son las cicatrices de una guerra llamada vida”, me decía mientras yo las repasaba con mis manos y le ponía crema solar durante el último de sus cumpleaños cuando nos escapamos a la playa: ella y yo sentadas en dos sillas bajo una sombrilla, ella y yo pisando la arena blanca que contrastaba con nuestra piel morena, ella inmersa en sus recuerdos y yo inmersa en el futuro, ella y yo frente al mar.
“¿En qué piensas, Isadora?”, le pregunté. “En lo vieja que soy para clavarme desde esa roca. Mis huesos no resistirían la caída. ¿En qué piensas tú?”. “Pienso que, aunque tuviera toda la juventud del mundo, jamás me clavaría de ese acantilado. La caída podría ser mortal”, dije. “La vida es curiosa, ¿sabes? Cuando descubres que eres buena para algo, ya el tiempo ha ganado la batalla y te impide hacerlo. Me gustaría que me prestaras por unas horas tu cuerpo con toda su juventu”. “¿Ah, sí? ¿Y qué harías?”, pregunté. “Me clavaría de esa roca después de haber asfixiado a mi hijo en su cuna. Nunca saldría del mar”. Esperaba que fuera una broma, pero no hubo risas; solo silencio. Era el silencio que se escucha en una playa inhóspita a finales de octubre, el silencio que hacen las olas cuando rebotan contra la nada, el silencio de los pies caminando sobre la arena, el silencio que Isadora, la tía adorada por todos, había guardado durante gran parte de su vida.
Después de procesar aquella frase quedé helada porque su hijo, su único hijo al que tanto había llorado y venerado había muerto a los tres meses. La causa en el acta de defunción: “Muerte de cuna”. La tía se levantó de su silla y se sentó junto a mí, acomodó mi cabello detrás de las orejas y con la dulce voz que muchas veces calmó mis pesares nocturnos me dijo: “Sé que te sorprende que te cuente esto y también sé que esperas explicaciones, pero eres muy inteligente. Quizá algún día las circunstancias te harán entenderlo”. El camino de regreso a casa fue largo y silencioso. Ella miraba por la ventana cómo se escondía el sol. Su rostro tenía un semblante de paz, de mujer angelical iluminada por los últimos rayos del otoño. Quería preguntarle de nuevo “¿En qué piensas, Isadora?”, mas le temía a la respuesta. La tía Isadora había matado a su hijo y me lo había confesado a mí. ¿Qué hace una con un secreto de tal magnitud? En definitiva, no podía decirle a la familia: la juzgarían hasta hacerla pedazos. Mucho menos podía decirle a la policía porque enviarían a la cárcel a una anciana por un crimen que había cometido hace más de 50 años. Solo me restaba guardarle el secreto.
Cuando llegamos a su casa, me invitó a pasar. Nos sentamos delante de la chimenea con los cuadros de todos nuestros antepasados clavados en nosotras. Hice el último intento por saber los motivos: “¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no se lo dijiste a nadie y me lo confiesas ahora a mí?”. “No lo sé, desde que naciste sentí un gran vinculo contigo que sustituyó mi falta”, dijo al mismo tiempo que le daba un sorbo a su café. “Tía, no voy a juzgarte. Nada más quiero saber por qué te guardaste este secreto por tantos años”. Mientras espero la respuesta, imagino el dolor de su silencio, imagino su dolor en los aniversarios luctuosos en los que pedía una misa en honor a la memoria de su hijo y que cuando se arrodillaba, en vez de decir el padre nuestro, recitaba los versos de Lorca, versos que me tocó aprenderme para acompañarla en su letanía. “No lo sé, hay cosas que no se pueden decir porque el otro, para entender, tendría que haber experimentado lo mismo y entonces las palabras sobrarían…”.

No le seguí preguntando. Era inútil. Si hay algo que la caracterizaba, era su astucia para guardar secretos. ¡Lo diré yo, que tantas veces solapó las locuras de mi juventud…! Me dediqué a observarla, menuda en su sillón, como un niño que acaba de confesar una travesura de la que no se arrepiente. Siempre me sentí identificada con ella. La familia decía que me parecía más a Isadora que a mi madre y eso me halagaba. Yo quería ser así: una mujer de mundo, culta, educada, empática con cualquier ser humano, segura de lo que es, firme con lo que hizo. Heredé sus ojos, su voz, sus profundas arrugas y, ahora lo sé, heredé su forma de guardar secretos. Mi heroína había descendido del cielo al limbo en unos segundos.
La llevé a su cama y la acompañé en su letanía poética que venía conjurando desde hace 50 años delante del espejo; la arropé, le di un beso en la frente y cerré la puerta de su habitación. No sabía que esa sería su última noche, porque de ser así me hubiera metido en su cama, la hubiera abrazado para que no tuviera miedo mientras la muerte le arrebataba el último aliento y le hubiera cantado como ella lo hacía conmigo cuando era niña.
La tía Isadora murió con los ojos cerrados y con una paz en el rostro que causaba envidia. La tía Isadora eligió el peor día para morir. Caía una tormenta eléctrica que nos obligó a velarla cuatro días en su casa hasta que el diluvio cesó. Todos le rezaron, todos le cantaron, todos hablaron bien de ella. El pueblo entero le tenía mucho cariño. Su ataúd, el centro de todas las cosas, flotaba entre un mar de flores. Llegué a pensar que Isadora, la mujer ejemplar, Isadora el remedio para mis angustias, Isadora mi canción de cuna, estaba esperando a confesarme su crimen para poder irse en paz de este mundo, aunque ahora esa paz me la había quitado a mí.
El entierro fue discreto, como ahora lo sé, había sido su vida. La enterramos con el sol reventándonos la cabeza y de paso los recuerdos que cada quien había tenido con ella. Después nos fuimos a su casa. Sobre la mesa había un regalo para mí. Me obsequió el espejo que tantas horas de sueño le robó, junto a una nota con letra de la tía Isadora que decía “Este es mi legado”. No quise llevarlo conmigo, no quise mirarme en el espejo sin ella, así que lo cubrí con una manta y lo dejé en su habitación y salí de esa casa segura de que la muerte también se había llevado su secreto. Hoy es su aniversario luctuoso. Entro a la iglesia con mi esposo y en los brazos llevamos a Ismael, nuestro bebé. Una fiesta familiar nos espera en la casa de Isadora. A ella no le hubiera gustado vernos tristes. Al contrario, esperaba que su partida nos uniera más como familia. El bebé llora y subo a la habitación a amamantarlo. Veo una foto de la tía en su juventud y pienso que Ismael heredó nuestra piel morena, nuestra sonrisa, nuestros ojos color mar; a él también le gustan las canciones de cuna. Sobre el tocador está el espejo que la tía Isadora me heredó y atrás permanece intacta la leyenda “Este es mi legado”. Me miro en él y estoy vestida de negro; me miro en él y de mi boca empiezan a brotar los versos de Lorca. Me acerco y quedo embelesada por lo que se refleja: yo. Nunca me había visto tan completa. Siento que todo lo que he amado a lo largo de mi vida únicamente han sido banalidades: las palabras de mi madre, el vínculo con mi esposo, la mirada de mi hijo. Me acerco un poco más y la veo a ella, mirándose en ese mismo espejo a mi edad, ella ve a otra ella, su tía adorada y así sucesivamente. Esta familia tiene muchos secretos. Ismael despierta y no deja de llorar, intento verlo a través del espejo, pero por más que lo busco no se refleja y de pronto siento una urgencia por desaparecerlo de ese instante perfecto. “A partir de ahora no seré capaz de amar a nadie más que a mí, el único vínculo que siento es con mi reflejo”, le digo a mi bebé al tiempo que coloco la almohada sobre su rostro. Por ahora lo único que quiero es sentarme frente a este espejo, que estoy segura me quitará muchas horas de sueño.

Texto: Abril Pimentel (México 1995) Actriz de teatro, dramaturga en proceso y psicóloga en sus ratos libres. Su obra de teatro La telaraña de mamá ha sido publicada en la antología Relata en Colombia (2019): uno de sus intereses principales se centra en la implementación del arte en lugares de exclusión social, tal es el caso de su obra Manifiesto de la locura por coincidencia (2019). “El legado de Isadora” es su primera publicación en el género de cuento.
Ilustraciones: Yorela Benítez. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y se dedica a investigar sobre la relación texto-imagen. Interesada en la LIJ e ilustradora/dibujante tradicional sin formación. Publicó un ensayo en la Revista Navegantes titulado Jimmy Liao y la narrativa transgresora del libro álbum. Ha participado en las Jornadas Lijeras organizadas por la FFyL, hablando sobre el discurso poético en el libro álbum y sido mediadora en el Coloquio de Letras Hispánicas en la mesa de ilustración donde participaron los ilustradores Carlos Dzul (Changos Perros) y Tania Camacho (Jours de papier).