Cuento | Habitaremos de nuevo, por Daniel Barrera Blake

Dolores murió con los ojos muy abiertos a la edad de setenta y ocho años. En el último minuto sus respiraciones fueron espasmódicas, boqueaba como pez, mientras su esposo, José, le sujetaba una mano y le brindaba sus brazos para sostenerla en su último aliento. La vida no le alcanzó para saber si su hija había llamado como cada domingo, partió con esa angustia en el corazón, junto con otras tantas.

No murió en paz, se fue de manera abrupta, el virus acabó con ella en poco menos de una semana desde que sintió los primeros síntomas. No supo que de algún modo el mundo se fue al carajo, que hubo cinco rebrotes, millones de muertes y ninguna vacuna. Mucho menos se enteró de que algunos años después, cuando la tragedia se volvió cotidiana, un taxi llegó hasta el frente de su casa.

El pasajero se llamaba Francisco, un joven treintañero que observaba con fascinación infantil lo que tenía ante sus ojos. Conocía la casa y había escuchado sobre el árbol doble y la leyenda que brotó de él, pero verlo por primera vez le significó un enamoramiento instantáneo. De la antigua residencia solo quedaban muros agrietados y ventanas rotas por donde irrumpían sendas ramas cargadas con un follaje mixto, no quedaba grieta o agujero en las paredes viejas, que no fuera violado por algún brazo del árbol doble. En el interior de la casa los pisos estaban reventados por las gruesas raíces y las ramas eran una maraña de troncos que cubrían todo el espacio, habían crecido de manera desaforada destruyendo los muebles a su paso, incluso habían atravesado los roperos y algunas prendas que se engancharon a su paso aún quedaban colgadas de algunas ramas. Pero hacia arriba ocurría lo más espectacular, el árbol se elevaba muchos metros sobre el techo de la casa, retorciéndose los dos troncos entre sí, siempre juntos, dándose giros uno al otro, revolviéndose, sometiéndose, amándose eternamente en espiral hacia el cielo.

Francisco le pidió al taxista que le contara la leyenda y éste le contestó que, durante lo más fuerte de la crisis sanitaria, una pareja de viejitos infectados se habían enterrado ellos mismos para evitar el sufrimiento que traía consigo la muerte a causa del virus: de ahí había crecido el singular árbol. Francisco, sin dejar de observar la majestuosidad, negó con la cabeza. No, murmuró, eso no pudo ser todo. Bajó del taxi y lo despidió.

Se introdujo por un pasillo lateral para observar mejor el interior de la casa. Por una ventana y entre las ramas, pudo ver un poco más, la arquitectura revelaba un pequeño jardín interior de donde nacía el árbol doble. Uno de los troncos era de corteza gruesa y quebradiza, dueña de un color oscuro. El otro tronco poseía una corteza tan blanda que bien podía rasgarse con las uñas de los dedos, tenía un color claro. Ambos nacían del mismo punto en la tierra y, sin embargo, eran dos troncos distintos que formaban un solo árbol.

Siguió por el pasillo hasta otra ventana, la de la última habitación. Pudo ver una máquina de coser bastante vieja sobre una mesa con telas de varios estampados, invadiendo lo que, sin duda, anteriormente había sido la recámara de alguna niña que vivió y creció ahí. Francisco se dio cuenta que la habitación estaba intacta, las ramas respetaron ese espacio en su feroz crecimiento. Vio a Dolores recostada en la cama con su cabeza sobre el regazo de José, mientras intentaba conseguir el aire que no entraba; entre ese aire rebuscaba con su mirada, la mirada de José.

Más de cincuenta años de casados le permitían a José entender con facilidad esa angustia en la mirada de su mujer, le preguntaba por Doloritas, su hija, quien nunca había fallado en hacer su llamada dominical desde que surcó los mares de la adultez y se fue a vivir al norte. Pero ahora había fallado dos domingos continuos, “no, ni lo pienses, Doloritas y el niño están bien…”, la consolaba José, pero no saber de su hija y de su nieto solo la ponía más inquieta. La anciana dirigía la mirada a las paredes y dejaba rodar unas lágrimas, ya no podría cuidar de su hogar, la casa que construyeron juntos, les había costado tanto y ahora… “habitaremos de nuevo nuestro hogar, nada nos separará”, le decía José con voz calma, descubriéndole los pensamientos y acariciándole el cabello blanco, Dolores ya no fue capaz de escucharlo. Un minuto después, murió.

Francisco suspiró conmovido. Recorrió un poco más el perímetro de la casa hasta llegar a otra ventana, donde alcanzó a ver, entre el enjambre de ramas, el pequeño jardín desde otro ángulo. Descubrió una vieja pala oxidada, con el mango carcomido por el tiempo. Al cerrar los ojos, la vio de nuevo, pero en mejores condiciones y tomada por las manos nudosas de José. El viejo aflojaba la tierra antes de comenzar a cavar entre un llanto delgado, un llanto tan diluido que, quizá por eso, pudo grabarse en los muros, allí donde se anidan los recuerdos y las visiones del pasado.

Mientras cavaba se preguntó que más podía hacer, los crematorios no se daban abasto y tendría que esperar diez días o más, “no habrá quien recoja sus cenizas”, pensó José, con la certeza de que no duraría tanto tiempo vivo. Pedir ayuda tampoco era opción, con suerte y un par de nombres continuaban limpios en su lista de conocidos repleta de nombres tachonados, la peste había sido especialmente brutal con los hombres y mujeres que se atrevieron a vivir tantos años como él. Y su Doloritas… José no necesitaba confirmación para saber que su hija había muerto, lo sentía tan certero como una daga en el corazón.

Cuando terminó el hoyo, trajo a Dolores en brazos, esta parecía una niña raquítica dentro de su viejo vestido de novia que usaría en su viaje, como se lo había pedido a José. Terminó de tapar la tumba y se acostó junto al bulto de tierra blanda. Durmió. Francisco se movió entonces hacia otra ventana, por la cual pudo ver el jardín interior de costado, donde José había dormido por tres noches al lado del bulto de tierra fresca, sobre una cama de teresitas blancas y donde despertó al cuarto amanecer, con algo sujetándole la pierna. José pegó un brinquito sobre sus nalgas. Pateó el aire, la movió tan rápido como se puede mover una pierna a los ochenta y un años y cuándo por fin se soltó, vio una mano. Una mano joven, de corteza quebradiza y dura. La mano se movía, intentaba salir, el anciano se puso de pie y la estiró con fuerzas, para ayudar a su esposa Dolores a nacer de la tierra.

Se quedaron de pie observándose, reconociéndose. Ella con el cuerpo lleno de tierra lodosa bajo el vestido hecho jirones, con el cabello de raíces delgadas que se enverdecían hacia las puntas, de donde le nacían unas diminutas flores blancas. Él en pijamas. Ambos estaban igual de sorprendidos, se abrazaron regocijados en su milagro. Pasaron varios días disfrutándose, cortejándose como jóvenes enamorados mientras ignoraban que afuera la humanidad se ahogaba. Vivían esos días sin darle importancia a los síntomas de José, que se pasaba las tardes sudando la fiebre envuelto en una manta, mientras Dolores le tomaba la mano. Al sexto día, mientras José reposaba en la cama, Dolores desempolvó su vestido de baile, se arregló el cabello en una cebolla y lo adornó con rosas y otras flores coloridas del jardín. Al despertar José y verla en la sala esperándolo tan radiante, le desaparecieron todos los males, se dirigió de inmediato al tocador.

Cuando volvió a aparecer en la sala, la música ya sonaba en el tocadiscos, creando el ambiente perfecto para su guayabera, su sombrero de ala corta y sus zapatos de charol blancos. Bailaron el danzón por más de una hora, hasta que un acceso de tos y una respiración estertórea, fueron más fuertes que el deseo de ignorar la realidad. Las horas siguientes fueron muy duras para el anciano, sufría la falta de aire y la fiebre le ofuscaba el pensamiento. Dolores lo dejó solo por algunos momentos, mientras con sus dedos de corteza rasgaba la tierra fresca para reblandecerla y cuando estuvo lista fue por él. Una vez estuvieron en el jardín interior, abrazó a José y los brazos y dedos de árbol se extendieron y se enredaron por todo el cuerpo de él, mientras sus pies se enraizaban más y más profundo. Se fueron hundiendo hasta desaparecer y nacer juntos tres días después, unidos, majestuosos.

Francisco estaba conmovido hasta las lágrimas, sonreía con la tranquilidad de saber que todo estaba bien. En su camino de regreso al frente de la casa, se topó con una fotografía vieja, la levantó de entre las piedras y le sacudió el polvo. Era una imagen amarillenta que mostraba a los ancianos posando contentos para la cámara, estaban junto a un niño de no más de cinco años, en una de las esquinas tenía escrito con tinta: Paquito.

Francisco apenas y se reconoció, recordó aquella tarde con vaguedad. Se guardó la foto en la camisa y continuó hacia la salida. Una vez que estuvo afuera, besó ambos troncos para despedirse de sus abuelos. Observó maravillado el reflejo desigual sobre las copas de follaje mixto y sonrió agradecido.

Ilustración de Rubén Espinoza

Texto: Daniel Barrera Blake (Tamaulipas, México, 1977). Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Miembro activo del Ateneo José Arrese de Matamoros. Ha participado en las siguientes antologías: Cuentos cortos para noches largas (Kaus 2020), Flores de vacío (versoterapia 2020), Gracias de perro (minilibros de Sonora 2020), entre otras. Ha publicado en varias revistas digitales tales como: Penumbria, Ibidem, letras y demonios, de la tripa, elipsis, Teresa magazine, etc.

Ilustración: Rubén Espinoza. Instagram: @leviatancreg

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