La cuestión es moverse | Ramón Gómez de la Serna y la dicha de ser coleccionista del azar

En mi infancia desarrollé un gran aprecio por las cosas, por mis posesiones, por los objetos que llegaban a mis manos. No era, sin embargo, un aprecio que pasara por una exaltación al capitalismo, o un deseo por poseer más y más cosas. Tal vez tenía que ver con el hecho de que soy hija única y las cosas eran las que acompañaban mis días y mis juegos. Mi apego emocional por las cosas se reflejaba en los cuidados que les daba, en la posición hacia la que acomodaba mis muñecos de peluche para que vieran la televisión conmigo y en mi necesidad de cargar mi almohada favorita en la maleta cada vez que nos íbamos de viaje. En realidad, ese apego por las cosas me acompaña, en menor medida por supuesto, hasta la actualidad. He de reconocer que hasta la fecha me cuesta trabajo desprenderme de los objetos que me rodean: me invade cierta compasión cuando pretendo deshacerme de algo que ya no me es útil. Aun así, milagrosamente mantengo este apego en relativo control y no me he convertido en una acumuladora compulsiva.

El cariño y la curiosidad que tengo por la vida de las cosas, porque tienen vida a su manera, me llevaron a ver en Ramón Gómez de la Serna a un aliado excepcional. El autor construyó una obra literaria a partir de su amor por las cosas, hasta el punto de autonombrarse “protector de las cosas” y ser nombrado por Azorín como “psicólogo de las cosas”, por su comprensión excepcional de los objetos que constituyeron su entorno, como si éstos fueran compañeros insustituibles. Gómez de la Serna afirmaba que veía los objetos con ternura, característica que se reflejó en su vida, pues él, a diferencia de mí, estaba más cerca de la acumulación compulsiva, sólo basta con ver fotografías del estudio en el que escribía. Este apego por lo inanimado también aparece a lo largo de toda su obra y, especialmente, en sus greguerías, género literario de su invención, definidas por él mismo como “lo que gritan las cosas”. Este género consistió en frases cortas, casi aforísticas, basadas en metáforas y, con frecuencia, humorísticas. Las greguerías fueron para Gómez de la Serna un espacio en el cual mostrar una colección infinita de objetos ordenados únicamente por el azar, como si uno se dejara guiar por la casualidad para llevar objetos a casa y, posteriormente, dotarlos de un nuevo contexto:

Los libros son los únicos que retienen el polvo de los siglos: material y espiritualmente.

Ningún espacio mejor aprovechado arquitectónicamente que una lata de sardinas.

En el papel de lija está el mapa del desierto.

El termómetro parece haber sido hecho con la mala intención de que no veamos la línea de la temperatura. ¡Qué bromista!

El que bebe en taza, hay un momento en que sufre eclipse de taza.

La vida de los objetos se vuelve en las greguerías completamente individual, aunque éstos hayan sido fabricados en serie. En la literatura existe la prosopopeya, un recurso que dota a los objetos de características humanas y les permite realizar actividades que sólo las personas podrían llevar a cabo. Sin embargo, la manera en que Gómez de la Serna expresa la vida de los objetos poco tiene que ver con relacionarlos con los seres humanos: las cosas tienen una vida propia, única e independiente de su relación con las personas. Incluso desecha la idea de que las cosas son, esencialmente, posesiones, porque eso las pondría a merced de los seres humanos. Sí, Gómez de la Serna era un coleccionista, pero no de posesiones, sino de compañeros de vida. En una interpretación radical, no sólo de la vida de lo inanimado, sino de nuestra propia vida, el autor escribió en su ensayo Las cosas y “el ello”: “¿Qué no somos la cosa? Somos cosa, cosa blanda, con circulación asesinante, con digestión apurada para poder vivir como seres además de como conjunto de átomos”. Para el autor, las cosas y nosotros somos lo mismo, un conjunto de átomos cuya vida nos impulsa a ser algo más que eso.

Lejos de una exaltación del consumismo, el cariño de Gómez de la Serna por las cosas se basa en el azar: el azar de no saber qué será lo próximo que llegue a hacernos compañía en nuestro hogar. El sitio ideal para dejarse llevar por el azar para hallar objetos que nos produzcan ternura es el Rastro, como se conoce en España a los mercadillos callejeros, el tianguis, en mi tropicalización del término. Ramón Gómez de la Serna, si se puede definir de una sola manera, fue un asiduo aficionado al Rastro, tanto que le dedicó un libro. El Rastro, a pesar de ser un espacio de comercio e intercambio, es casi la antítesis del ideal capitalista: aquí las cosas tienen un vínculo sentimental con las personas que deciden llevarlas a sus casas, las cosas que ya no tienen una utilidad aparente adquieren una nueva vida y las personas encuentran en las cosas una compañía que no es desechable, sino que puede durar incluso décadas o llegar a nuevas generaciones. Acudir al Rastro es una experiencia única para Gómez de la Serna, pues es un momento de calma y paciencia que se disfruta, muchas veces, en una soledad ansiada y buscada. Las cosas poseen una amabilidad inigualable y una empatía que puede ir más allá de lo humano si les prestamos la atención que merecen. Para Gómez de la Serna, acercarse a la vida de las cosas era una manera infalible de relacionarse con la naturaleza humana, porque no hay nada mejor para aproximarse a las personas que recurrir a los objetos con los que conviven cotidianamente.

Probablemente todos hemos recurrido a dar un paseo por un bazar o un tianguis con la simple intención de ver con qué objetos nos encontramos, aunque ni siquiera los llevemos a casa. Para mí, los objetos más merecedores de amor son aquellos que llegan a mis manos por la más pura de las casualidades, aquellos que me hacen olvidar que muy probablemente han sido fabricados en serie; objetos de segunda mano, un libro firmado por su autor o, tal vez, cosas fabricadas por algún amigo; una carta, un dibujo, o el último regalo que me hizo algún familiar que falleció. En el fondo todos guardamos objetos que estrictamente no nos sirven para otra cosa más que para hacernos felices con su existencia. Los objetos con los que tenemos una relación diferente a la de la simple posesión nos convierten en coleccionistas del azar y nos alejan de la voracidad del consumismo. El mundo es una inmensa colección de objetos para ser disfrutados por miradas atentas.

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